Opinión

Será sostenible o no será

La sostenibilidad como concepto, tal y como lo conocemos ahora, ve la luz a finales de los ochenta. Nace de una creciente preocupación económica por parte de las grandes corporaciones, cuando los inversores empezaron a preguntarse cuál sería el destino de sus activos en un mundo que, de no ser gestionado correctamente, estaba abocado a la escasez de los recursos. “El crecimiento económico infinito no es posible en un mundo finito”, o lo que es lo mismo, el desarrollo será sostenible o no será. Desde entonces, la sostenibilidad ha pasado a ser un imperativo moral.
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La sostenibilidad como concepto, tal y como lo conocemos ahora, ve la luz a finales de los ochenta. Nace de una creciente preocupación económica por parte de las grandes corporaciones, cuando los inversores empezaron a preguntarse cuál sería el destino de sus activos en un mundo que, de no ser gestionado correctamente, estaba abocado a la escasez de los recursos. “El crecimiento económico infinito no es posible en un mundo finito”, o lo que es lo mismo, el desarrollo será sostenible o no será. Desde entonces, la sostenibilidad ha pasado a ser un imperativo moral.

Las voces más críticas nos recuerdan que la única interpretación posible del término es medioambiental. Cuando las grandes corporaciones hablan de sostenibilidad económica o de sostenibilidad social están quitando el foco (intencionadamente) de la urgencia de aplicar cambios que nos permitan vivir de manera coherente con el planeta y sus recursos limitados. La falta de implicación de los que podrían ser agentes de cambio (véanse los gobiernos y las grandes empresas) tampoco ayuda: mientras que su agenda de promesas medioambientales no para de crecer, ni un 6% de la actividad de las big tech está enfocada a promover el cambio que anuncian, según un informe de 2021. Esta situación puede llevarnos a pensar que cualquier acción individual es irrelevante, comparada con las de otros con más peso. Sin embargo, tal vez ha llegado el momento de modificar ese pensamiento que no nos acerca a nuestro objetivo. La acción individual nos permite comprometernos de manera radical con nuestro planeta y la suma de pequeñas resoluciones puede motivar cambios sin precedentes.

Tomar decisiones sobre cómo nos alimentamos es una de las mejores maneras de empezar. La industria alimentaria es una de las más contaminantes y debemos tomar conciencia de la forma en la que nuestras elecciones en torno al plato pueden revertir (o empeorar) dicha situación. El sector dejó de ser sostenible en el momento en el que dejamos de saber cómo y quién producía los alimentos que abastecían nuestras neveras. Cultivar para el autoconsumo permitía a nuestros antepasados vivir de lo que producían y alimentar con los excedentes a los miembros de su comunidad, extensión del núcleo familiar.

Si bien la idea de cultivar nuestros alimentos en pleno siglo XXI parece cuanto menos inverosímil para la mayoría (sin contar a horticultores ocasionales que practican la siembra como práctica recreativa), quizás sí que podríamos abrazar la idea del cultivo propio como medidor de sostenibilidad, algo así como una estrella polar de buenas prácticas. Si no lo he producido yo, lo ha producido alguien en mi entorno más cercano, en mi comunidad. Si esto no es posible, priorizaré a aquellos productores que reviertan con acciones concretas el impacto que su actividad pudiese generar. Compraré menos y mejor. Fortalecer las redes productivas de nuestros entornos a través del consumo es una práctica que nos devuelve a los albores de la vida en sociedad y nos convierte, de nuevo, en miembros relevantes de nuestra comunidad con capacidad de tomar decisiones e influir positivamente. Dice Tom Peters en su libro Excelencia ahora, humanismo extremo que la sostenibilidad ha de ser extrema. También, que “la excelencia son los próximos cinco minutos’’ y que el largo plazo depende de cada acción. No podría estar más de acuerdo. Nunca tuvimos más poder en nuestras manos, ni tampoco más trabajo por delante.

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