¿Cuánto has llorado en 2020?
Llega a España ‘El libro de las lágrimas’ (Editorial Tránsito), una memoria íntima en la que Heather Christle analiza lo que el verbo llorar ha supuesto a lo largo de la historia.
«La noche se hizo para llorar». Nunca he podido quitarme de la cabeza ese verso de la performer Maite Dono. Una amplia y terrorífica verdad, según la cual entendemos que el llanto de las mujeres habría estado históricamente reservado a la oscuridad, a la noche, al más puro secreto. Llanto, además, como sinónimo de confesión, como si sólo a oscuras pudiéramos sincerarnos, o abrirnos en canal, o contar al fin aquello que tanto nos aflige. «La noche se hizo para llorar», recito para mis adentros, aunque afuera la noche de noviembre me invita a entender la ironía de que este año que acaba...
«La noche se hizo para llorar». Nunca he podido quitarme de la cabeza ese verso de la performer Maite Dono. Una amplia y terrorífica verdad, según la cual entendemos que el llanto de las mujeres habría estado históricamente reservado a la oscuridad, a la noche, al más puro secreto. Llanto, además, como sinónimo de confesión, como si sólo a oscuras pudiéramos sincerarnos, o abrirnos en canal, o contar al fin aquello que tanto nos aflige. «La noche se hizo para llorar», recito para mis adentros, aunque afuera la noche de noviembre me invita a entender la ironía de que este año que acaba también parece creado para la misma causa. «2020 no puede traer más desgracias», tuitean varios álguienes, «por favor, 2020, muérete ya», dice otro avatar, «¿qué más sorpresas desagradables nos puede traer este fatídico 2020», rezan varios centenares de humanos tras leer los titulares de devastación, precariedad o muerte que nos ha dejado la COVID. Pervirtiendo a Maite Dono, yo escribo: «2020 se hizo para llorar».
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«¿Tú crees que has llorado más este año que en 2019?», pregunto a mi Conocida Millennial Número 1 por WhatsApp, «el ERTE, lo de la abuela, y no sé si en Navidad cenaré con mi madre, así que imagina», me responde al instante. «¿También a ti te parece que en 2020 estamos llorando más que otras veces, o es una exageración?», pregunto a mi Conocida Millennial Número 2 por Telegram, «es una exageración, el verdadero llanto va a venir cuando nos demos cuenta de que esto no ha acabado aquí… lo que nos queda», me responde pasados unos minutos. «¿Cuánto has llorado este año?», pregunto a mi Conocida Millennial Número 3 por el interno de Twitter. No responde en todo el día. Y al final me manda sólo un enlace de la cuenta de @bajonasso, donde puede verse una viñeta del manga de Ranma 1/2, en donde la protagonista asegura: «Me ha ido muy bien llorar».
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La RAE define “llorar” como el fluir de las lágrimas a través de nuestros ojos. Me gusta más la explicación de la palabra francesa “pleurer”, según la cual llorar sería el acto de «derramar lágrimas, bajo el efecto de una emoción dolorosa». Algunas conjugaciones del verbo “pleurer” recuerdan al verbo “pleuvoir” (llover), y por eso la cultura francesa está llena de referencias todavía más evidentes a las que en nuestro idioma concedemos a la gotas de lluvia o a las del llanto. «Il pleut et je pleure», cantan los belgas Vive la Fête. «Il pleure dans mon coeur / Comme il pleut sur la ville» (Llora en mi corazón / como llueve en la ciudad), escribe el poeta francés Paul Verlaine, respondiendo a un célebre verso sobre la dulzura lluvia que escribió su joven amante, Arthur Rimbaud.
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No recuerdo haber leído el manga o visto el anime de Ranma, pero sí que me sé de memoria capítulos enteros de Sailor Moon. Así que cuando recibo la viñeta de mi Conocida Millennial Número 3, yo le respondo con una cuidada selección de GIFs de Guerrero Luna llorando a mares, porque en realidad esa es la imagen más clara que guardo de una superheroína rubia de mi generación, que para la generación venidera sólo será un icono nipón en una camiseta barata de Bershka. «En realidad me siento muy vieja», me dice mi CMN3. «Esto nos da para llorar otro poco», contesto, pero la conversación se detiene ahí, y ya ninguna de las dos teclea. Me pregunto si de verdad, al otro lado de la pantalla, ella estará llorando.
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De entre los sinónimos de llorar, mi preferido es “plañir”. Viene del latín, plangere, y supuestamente tiene que ver, entre otros gestos, con el de golpearse el pecho con violencia en un arrebato de rabia, de tristeza y de lagrimeo. “Lagrimear” también me parece un verbo precioso. Si yo fuera Rosalía, le daría ese nombre a mi próximo tema. Imaginad: Lagrimear. Trá, trá. Número uno en Spotify. Y «una respuesta ingeniosa a las falsas plañideras del videoclip de ‘Demasiadas mujeres’», que diría algún periodista musical de este país. Plañir, lagrimear, sollozar, gimotear… En WordReference hay más sinónimos de “llorar” que de “sonreír”. Por suerte “amar” cuenta con más equivalencias que las otras dos palabras juntas. Cuando pienso en mis problemas de corazón, sollozo-chiquitito. Y entonces me acuerdo de lo mucho que lloré que a comienzos de 2020 escuchando una y otra vez Nunca estoy, seguida de Dolerme, porque el confinamiento me hacía echar mucho de menos a mis amigxs.
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Cuando lagrimeo me veo preciosa. No sé por qué. Mi Contacto Millennial Número 1 me dice que a ella también le pasa. Que cuando está triste, se excita. Que cuando ha llorado su cara y su cuerpo están radiantes. Puede que sea cierto. Casi todos los selfies que he subido a mis redes sociales en 2020 me los he hecho después de llorar. Me impresiona que los hombres me manden mensajes privados llamándome bella o pidiendo casito cuando publico esas fotografías. Hombres que no conozco a los que les atraviesa mi mirada triste como si fuera una invitación al sexo. Al comienzo de El libro de las lágrimas, la poeta Heather Christle recupera estos versos de Ovidio: «No hay límite en el arte: en el llanto hay que llorar con gracia,/ aprender a derramar lágrimas sin perder la compostura». Lloraditas pero no mucho. Lagrimosas pero recatadas. Tristes pero sensuales. Debería dejar de subir fotos mías después del sollozo. De Ovidio al de la fotopolla de Instagram han pasado algunos siglos, pero en verdad no hemos cambiado tanto.
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La primera vez que leí a Heather Christle fue en un tren Madrid-Barcelona en noviembre de 2019. La vida era tan distinta a la de noviembre de 2020 que yo creía que aquel año había sido «en el que más lloré». Escribí un post al respecto, incluso, agradecida de que la poeta estadounidense hubiera publicado en Catapult un libro como ese. Inspirado en la estructura de libros como Bluets, de Maggie Nelson o Écrire, de Marguerite Duras, en cuanto cerré El libro de las lágrimas —sin haber llorado ni una sola vez, pues su memoria del llanto a través de la historia era más bien vigorizante, empoderadora— y me prometí que algún día copiaría su tierna escritura. Y aquí estoy. Escribiendo por fragmentos. Con pequeños asteriscos que separan los párrafos. Asteriscos que son lágrimas. Ah. Claro. Ahora lo entiendo.
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De Heather Christle había leído The Trees, The Trees, un poemario muy bello que en 2012 ganó el Believer Poetry Award, recomendada a su vez por el blog HTML Giant o por Tao Lin, lo cual llevaría su nombre a la cima de la literatura hipster. No recuerdo qué me hacía llorar en 2012, pero leyendo a Christle me doy cuenta de que las lágrimas no son exclusivas de una época, ni de una generación, ni de una tribu urbana determinada. Si hay algo que nos atraviesa literaria y políticamente a través del tiempo, eso es el llanto. No en vano, nacemos llorando. Y entonces, si la lágrima es lo primero que conocimos de la vida, si la llorera es lo primero que supimos pronunciar, ¿por qué no íbamos a aferrarnos a nuestro primer recuerdo? ¿No está clara la equivalencia entre nuestra capacidad para llorar y nuestra capacidad para mantenernos con vida?
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Noviembre de 2020: las palabras de Heather Christle llegan a librerías españolas con traducción de Magdalena Palmer y a través de la editorial Tránsito. La editora de Tránsito se llama Sol Salama y, si no me equivoco, yo la he visto llorar. Me gustan las personas que lloran delante de mí porque son menos cobardes que yo poniéndole filtros en Instagram a mis tristezas. Si Sol llora, es que está viva. Si publica El libro de las lágrimas en su pequeño y delicado catálogo editorial, es que quiere que las demás también lo estemos. Me gustaría pensar que ese es el objetivo de la escritura. Que los libros sirven para eso. Para aferrarnos. Como lágrimas que caen en la tierra: para anclarnos.
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«¿Cuánto habéis llorado en 2020?», pregunto en Twitter. A las horas tuve que silenciar el post por la cantidad de respuestas. «Más de lo que me gustaría, menos de lo que esperaba», me dice mi prima Irina. «Debería hacerme un Excel de esto», ironiza el ensayista Rubén Serrano. Emoji de infinito, postea la poeta Ana Cibeira. «Mi propio océano», apunta una espontánea bajo el nombre de MariAlgarabia.
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Cuenta Heather Christle que la primera vez que pensó en escribir un libro sobre la historia de las lágrimas fue el día en que se dio cuenta de que quería elaborar un mapa de todos los lugares en los que había llorado en su vida. ¿Qué clase de mapamundi resultaría de ese ejercicio? Uno precioso, seguro. Uno muy amplio. Pero dado que no existe todavía algoritmo o alquimia que nos permita hacer eso, la decisión de Christle fue la de entrevistar a sus conocidos, leer a sus escritoras favoritas e investigar todo lo posible alrededor de las lágrimas, hasta dar con este texto raro, lírico y mágico. «Llorar ya es desnudarse», escribe, «y ver las dos cosas al mismo tiempo despierta el pánico de la compasión. Este es el motivo por el que la gente ofrezca pañuelos; es un acto de consideración, una restauración de la dignidad, una pequeña instrucción de que nos vistamos».
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«Luna, ¿puedo cambiar mi respuesta?», pregunta mi Conocida Millennial Número 1 pasadas las horas. «A ver, todas esas cosas son tristes, pero más triste sería no sentirlas, no ser sensible a todas esas pérdidas. ¿No? Me lo he pensado bien y me parece correcto llorar en 2020. Significa sensibilidad. No sé si tiene sentido. Resúmelo como tú quieras si al final me mencionas en tu artículo. Besos».
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La noche prematura sigue dibujando el fondo de mi ventana de noviembre. Me gustaría cerrar el libro de Heather Christle, pero no puedo. Si mi inglés no fuera tan malo, le escribiría una carta y le hablaría de mis amigas millennials, de mis GIFs de Sailor Moon, de las canciones de Rosalía y hasta de los poemas que se me ocurrieron mientras lloraba tanto, tanto, tantísimo, durante este maldito y glorioso 2020. En vez de molestar a la escritora, me paro a leerla de nuevo. Me dejo mecer. Me lo lagrimeo todo como si estuviera jugando a bailar en ese bucle infinito que ella misma nos regala: «Mientras escribía este libro he tenido miedo a morir. He temido que todas las conexiones fuesen incorrectas. Y no he sabido cómo parar. El llanto no cesa; la red podría extenderse indefinidamente. ¿Dónde pongo el final?».