Julian Schnabel: «¿Cómo se iba a suicidar Van Gogh si el día anterior fue a comprar tubos de pintura?»
Tras Antes que anochezca y Basquiat, el artista y director repasa la vida de otro creador en su nueva película, Van Gogh, a las puertas de la eternidad. Nos explica por qué en su estudio de Nueva York.
Más grande que la vida. Una fuerza de la naturaleza. Un concierto de energía y grandilocuencia. El mayor ego que existe en el mundo del arte contemporáneo. Todos los estereotipos que se suelen utilizar para definir la personalidad de Julian Schnabel se desmontan en los primeros minutos de esta entrevista durante una tarde de comienzos de invierno. Al habla desde su estudio neoyorquino, el pintor cobra los rasgos de un hombre amable y sosegado, aunque se logre intuir un fuego en su temperamento que probablemente convenga no avivar demasiado. No es un secreto que no le apasionan...
Más grande que la vida. Una fuerza de la naturaleza. Un concierto de energía y grandilocuencia. El mayor ego que existe en el mundo del arte contemporáneo. Todos los estereotipos que se suelen utilizar para definir la personalidad de Julian Schnabel se desmontan en los primeros minutos de esta entrevista durante una tarde de comienzos de invierno. Al habla desde su estudio neoyorquino, el pintor cobra los rasgos de un hombre amable y sosegado, aunque se logre intuir un fuego en su temperamento que probablemente convenga no avivar demasiado. No es un secreto que no le apasionan las entrevistas, pero Schnabel se ha entregado a la causa para defender su nueva película, Van Gogh, a las puertas de la eternidad (que se estrena el viernes 1 de marzo en España). A través de esta particular biografía del genio holandés, al que interpreta un espectacular Willem Dafoe (que no consiguió el Oscar al que estaba nominado, porque se lo llevó Rami Malek), el director vuelve a meterse en la piel de un artista, como ya sucedía en Basquiat o Antes que anochezca.
En realidad, Schnabel llevaba nueve años sin acercarse al cine, desde el rodaje de su anterior proyecto, Miral –inspirado en la vida de una de sus exparejas, la periodista y escritora palestina Rula Jebreal–, que recibió críticas asesinas y ni siquiera llegó a estrenarse en España. ¿A qué se ha dedicado desde entonces? «A pintar y a vivir. He trabajado en distintas exposiciones en museos de todo el mundo, afirma Schnabel. «Hace unos años empecé a trabajar en un guion con Jean-Claude Carrière, el gran guionista de Buñuel, por quien siento mucha admiración». Fue durante una visita conjunta al Museo de Orsay cuando Schnabel y Carrière tuvieron la idea de adentrarse en la biografía de Van Gogh, pintor que ya había dado pie a una veintena de películas más en toda la historia del cine. «Era imposible hacer otra más. Precisamente por eso quise rodar esta película», sonríe este testarudo incorregible, a quien ninguna de las versiones anteriores le había convencido demasiado. «Si le digo la verdad, durante mucho tiempo no sentí la necesidad de volver al cine. Pero las películas terminan creciendo en tu interior como mejillones en el agua: un día descubres que han salido a la superficie sin que te dieras cuenta», termina confesando.
En 1996, cuando debutó en el cine con Basquiat, Schnabel aseguró que su motor principal había sido terminar con los falsos mitos respecto a quien fuera su amigo y rival en la escena artística de los ochenta. «Y esta vez me ha pasado lo mismo», afirma el director. Su película se toma numerosas libertades respecto a la historia oficial, muchas de ellas apoyadas en estudios académicos recientes sobre los que no existe un consenso claro. Por ejemplo, en este biopic, Van Gogh no se suicida, sino que es asesinado accidentalmente por un grupo de jóvenes. «¿Cómo se iba a suicidar, si el día antes compró tubos de pintura? ¿Cómo iba a querer poner fin a su vida si pintó 75 cuadros en 80 días? Ningún pintor se suicidaría en un momento así…», responde Schnabel al respecto. En su versión, Van Gogh no murió en la miseria, sino que fue mantenido por su sufrido hermano Theo, que le mandó dinero y le abasteció del material necesario para trabajar. Y no fue un loco desatado que se cortó la oreja en pleno ataque psicótico, sino un hipersensible incomprendido por sus semejantes. A ratos, el pintor holandés podría parecer un reflejo del propio Schnabel, si no fuera porque su carisma arrollador y su reconocido don de gentes lo alejan de aquel antisocial redomado que fue Van Gogh. «No sé si estoy tan cómodo con la parte social. Tal vez solo lo parezca desde fuera…», protesta el director.
La película funciona como un estudio sobre esa misteriosa entidad a la que solemos llamar inspiración. Van Gogh logra encontrarla en una intensa comunión con la naturaleza, a través de un trance constante que le lleva a pintar casi por orden divina. La película traduce ese ímpetu sensorial en una serie de secuencias líricas rodadas en la Provenza. «Creo que el arte no surge al observar otro arte, sino al observar la vida. Cuando miro a mi alrededor, veo una infinitud de cuadros potenciales. La inspiración surge al viajar, al pasar tiempo con los demás, al ver cosas que no son importantes o que incluso son insignificantes…», responde el pintor.
Schnabel fue uno de los jefes de filas del renacer pictórico de comienzos de los ochenta, cuando apostó por un regreso a la figuración, a contracorriente en un mundo donde todo era minimalismo y arte conceptual. Participó en la Bienal de Venecia de 1980 junto a otros grandes renovadores de esta anticuada disciplina, como Georg Baselitz y Anselm Kiefer. Más tarde, se hizo un nombre en Manhattan al participar en una exposición colectiva en la galería de Leo Castelli, el mítico marchante de Andy Warhol, Roy Lichtenstein, Ed Ruscha, Bruce Nauman o Cy Twombly (cuyo nombre de pila escogió Schnabel para uno de sus cinco hijos). Sus llamados plate paintings, grandes formatos a base de platos de cerámica rotos y pegados sobre el lienzo, causaron sensación. En solo unos meses, Schnabel se había convertido en el artista del momento, a quien uno podía reconocer de lejos gracias a su peculiar uniforme: uno de sus innumerables pijamas de seda, que logró convertir en traje de gala mucho antes de que lo hiciera Ryan Gosling.
El pintor dice guardar «un buen recuerdo» de ese tiempo dorado, aunque no le apetezca demasiado rememorarlo en voz alta. «No soy nada nostálgico. Tengo suficientes cosas en las que pensar hoy como para ponerme a reflexionar sobre esos tiempos», responde Schnabel con una rotundidad que invita a pasar a la siguiente pregunta. Aunque, cuando se le insiste un poco, acepta prolongar la respuesta durante unos segundos. «Me recuerdo a mí mismo, un joven entusiasmado pero nervioso, durante la noche anterior a mi primera exposición en Manhattan», recuerda. «Supongo que los cuadros que realicé en aquel tiempo iniciaron una revolución. Y eso fue suficiente para que algunos se entusiasmaran y otros se enfadaran mucho», añade en referencia a las críticas furibundas que siguieron a la apoteosis inicial. A algunas voces críticas, sus ventas récord en el mercado del arte les parecieron desproporcionadas e injustificadas, al no encontrar nada nuevo en sus composiciones neoexpresionistas.
En realidad, Schnabel no iba para pintor. Nació en Brooklyn en 1951, hijo de un judío checo, Jack, que emigró a la América de los años treinta, donde conocería a su madre, Ettie, que llegó a presidir la Hadassah, organización que congregaba al sionismo femenino en Estados Unidos, una activista que ayudó a otros judíos a asentarse en el país durante el Holocausto. Desde pequeño, Schnabel dibujó con fervor en la cocina familiar, ante un entorno que no siempre entendió sus aspiraciones. «En realidad, mi madre me apoyó mucho», corrige. «Me compró tubos de pintura y me llevó a visitar museos, al Metropolitan o al Brooklyn Museum. Gracias a ella vi cuadros de Rembrandt por primera vez. Pero ni ella ni mi padre tenían idea de lo que era el arte», recuerda. La familia no tardó en mudarse a Brownsville (Texas), una ciudad fronteriza donde su progenitor se dedicó a vender ropa de segunda mano a inmigrantes mexicanos. Allí se aficionó al surf –su ciudad se encontraba a pocas millas del océano– y se enamoró de la cultura del país vecino. «México ha sido muy importante en mi vida», asegura Schnabel, apasionado por sus colores y sus contrastes.
No es el único país que tiene en un pedestal. «Tengo muy buenos recuerdos de España», agrega poco después. La conoció de la mano de su exmujer, la modelo y diseñadora donostiarra Olatz López-Garmendia, con la que convivió 17 años a caballo entre Nueva York –donde ocuparon el llamado Palazzo Chupi, exuberante palacete de color rosa al que Schnabel bautizó con el apodo infantil de su esposa– y su segunda residencia en San Sebastián. «En España he organizado algunas de mis exposiciones favoritas. La que tuvo lugar en un cuartel semiderruido del centro de Sevilla en 1988, por ejemplo, o la que inauguré en la Tabakalera de San Sebastián para que los habitantes de la ciudad donde vivía pudieran ver mis cuadros de cerca», relata. Al director le gusta trabajar en familia. La coguionista y comontadora de la película es su nueva pareja, la decoradora sueca Louise Kugelberg. Su hijo Olmo hizo de ayudante de realización y su hija Stella interpreta un pequeño papel. Sin embargo, la película está dedicada al diseñador tunecino Azzedine Alaïa, amigo íntimo de Schnabel, que lo retrató en tres ocasiones y que falleció durante el rodaje. El director esperó varias horas a que diera señales de vida, porque tenía la costumbre de olvidar su móvil en su estudio del Marais parisino. Nunca le devolvió la llamada.