Asador Etxebarri: una revolución cocinada a la brasa
Bittor Arginzoniz empezó a cocinar con 30 años y lo apostó todo al fuego con Etxebarri. Este año ha sido nombrado sexto mejor restaurante del mundo por 50 Best, reconocimiento que suma a su estrella Michelin. Y acaba de recibir el Premio Nacional de Gastronomía 2016 como mejor jefe de cocina. Todo, sin salir de su pueblo.
Cuenta Bittor Arginzoniz que «la encina va bien para pescados y mariscos, y el sarmiento y las cepas de vid para las carnes». Lo dice serio, en voz baja, como quien revela un secreto. «El producto tiene que ser lo más natural posible, cocinado de la forma más sencilla, con ese ingrediente que nosotros aportamos de la leña, que ayuda a potenciar el sabor. Es un perfume». Esa es su filosofía. La que aplica desde 1990 en el Asador Etxebarri, en Axpe-Atxondo, a media hora en coche de Bilbao. El entorno es natural; el verde, omnipresente: montes, chirimiri, caserío...
Cuenta Bittor Arginzoniz que «la encina va bien para pescados y mariscos, y el sarmiento y las cepas de vid para las carnes». Lo dice serio, en voz baja, como quien revela un secreto. «El producto tiene que ser lo más natural posible, cocinado de la forma más sencilla, con ese ingrediente que nosotros aportamos de la leña, que ayuda a potenciar el sabor. Es un perfume». Esa es su filosofía. La que aplica desde 1990 en el Asador Etxebarri, en Axpe-Atxondo, a media hora en coche de Bilbao. El entorno es natural; el verde, omnipresente: montes, chirimiri, caseríos, caballos, ovejas, vacas. Un pueblo de cien vecinos –«1.400 en todo el valle», precisa Arginzoniz– en el que todo es silencio, salvo la campana de la iglesia de San Juan, que está en la plaza, frente a una fuente con cuatro caños, un frontón y Etxebarri.
Piedra, madera y acero. Así es el asador por dentro. Antes de que el cocinero lo adquiriera, era el bar del pueblo. Ahora también: en la parte de abajo se puede ver sobre las doce de la mañana a unos parroquianos hablando de pelota (Bengoetxea contra Irribarria) y a las cinco de la tarde una animada mesa de vecinas en plena partida. Subiendo las escaleras se llega al sexto mejor restaurante del mundo en 2017, según la lista 50 Best. También tiene una estrella Michelin. Y la Real Academia de Gastronomía le acaba de otorgar el Premio Nacional de Gastronomía 2016, reconociendo la labor de Arginzoniz como mejor jefe de cocina. «Yo esperé al edificio. Estuvo cerrado 10 u 11 años, no se ponían de acuerdo en la venta. Al final se decidieron y lo hice prácticamente todo nuevo», explica. Es paciente, concienzudo; sabe lo que quiere.
Hasta los 30 años no había cogido una sartén. «Primero trabajé en el monte y luego en una empresa de celulosa. Y dije, hostia, no pienso seguir así hasta que me jubile. Quería algo más, algo mío. Lo tuve claro: me saliese bien o mal, me tenía que arriesgar». La jugada salió bien, contó mucho el apoyo de la familia: «Me ayudaron a construirlo. Mi padre estuvo hasta casi los 90 años trabajando en la huerta para que yo tuviera todo lo que quería». Su madre y su abuela le transmitieron la esencia de su trabajo: las brasas. «Nací en el caserío que se ve ahí al fondo. No había electricidad. Desde pequeño conocí el fuego. Ahora se pone para adornar; entonces no. Se encendía por la mañana, te daba la hoguera y se cocinaba allí. Eso no se te olvida. Los aromas de la leña prendida, los sabores…».
Reconoce que entonces no le interesaban las recetas, pero siempre le ha gustado comer bien. Y respetar el momento de la comida. «Antes era como una religión: hasta que se sentaba toda la familia nadie movía un dedo. Y hasta que no acababa el último, nadie se iba de allí. Era sagrado. Hoy en día se come rápido, sin ganas… A mí me gusta parar y comer. Me molesta que se levanten a fumar un cigarro, a dar un paseo… No me entra en la cabeza. Se ha perdido el respeto. Cuando te sientas a la mesa, estás a la mesa».
Producto, no espectáculo
Las mesas de su comedor –con capacidad para 40 personas y un servicio de tres horas– son elegantes sin artificios. Quiere hablar de producto, no de experiencias. «Mi sala es lo justo bien puesto, nada más. La comida no es un espectáculo. Para eso se va al teatro o al cine, no a un restaurante. Es mucho más serio».
El crítico gastronómico Rafael García Santos fue el primero en entender su propuesta, lo recuerda como «justo y riguroso». Anthony Bourdain (que lo sacó en uno de sus programas) y Michael Pollan (que le dedicó un apartado en su libro Cocinar) dieron a conocer su asador al mundo. El 80% de su clientela es extranjera: «Americanos, asiáticos, nórdicos y franceses, por ese orden». Bittor, al contrario que otros cocineros, no sale a recibirlos. Mientras ellos comen, él se encierra con sus parrillas. «Ahora todo el mundo es periodista. Vienen buscándote los fallos. A exigir, no a disfrutar. Por eso trato de evitar todo contacto con la gente. Yo no salgo de mi sitio. De mi fuego. Procuro distraerme con lo que me tiene que distraer». Se concentra en la cocina, no en las relaciones públicas. «Por eso me tachan de raro. Lo seré, pero hago lo que creo. No he montado esto para que nadie me diga lo que tengo que hacer. Soy muy exigente conmigo mismo. Por eso sigo con esta idea».
Esa idea es un empeño: «Demostrar que con las brasas se puede hacer alta cocina». Fue autodidacta. «¿Adónde iba a ir a aprender sobre las brasas? A ningún lado. Esta es tierra de parrillas, pero se hacía lo de siempre: cogote, rodaballo, besugo y chuleta. No se salía de ahí. El camino para mí ha sido muy duro porque he partido de cero. Y este oficio es de gran responsabilidad y sufrimiento». Marta Patricia Velar, su mujer y jefa de sala, confirma que es «supertozudo y muy introvertido; si piensa una cosa la va a lograr sí o sí».
A veces dijeron que era un loco, como cuando se empeñó en trabajar con humo y leña el caviar y las angulas. O mantequilla, uno de los platos de su menú. «He sido muy cabezón. Te tachan de loco cuando haces cosas que no se conocen. Ya sé que esta técnica no es ni vanguardista ni moderna. Pero para mí tiene el mismo valor. Ha creado escuela. Por lo tanto, es una revolución». También en las formas: diseña sus utensilios, sus parrillas. «Las han copiado en Bélgica, Sídney, Kobe… Incluso los tres estrellas han puesto su brasita para enseñarla, no para cocinar. Pueden imitar lo que quieran, pero a mí no me van a poder copiar». Su revolución nace de la tradición, reivindica una vuelta a los ingredientes. «Las técnicas modernas muchas veces olvidan el producto. Y eso para mí es lo más importante», insiste.
En su cocina, una pequeña sala rectangular revestida de acero que parece un quirófano, reina el silencio. Todos visten de negro. Se mueven sincronizados. La leñera está fuera, proporcionando más madera. Por la puerta de atrás desfilan los proveedores: llegan salmonetes, una caja de hongos. Sus parrillas apenas modifican la materia prima: «El producto tiene que ser excelso, porque las brasas resaltan las virtudes y los defectos. Busco lo mejor, esté donde esté. Las vacas en Galicia. Las gambas de Palamós. Lo más difícil es la fidelización con el proveedor, que no te engañe, que cuando no haya te sepa decir que no». Para hacer mozzarella trajo 12 búfalas de Italia. «Se han adaptado bien», explica rodeado de gallinas que corretean junto a la huerta donde cultiva guisantes, habitas, alcachofas… «Tenemos un zorro que se las lleva, es un problema». Muy cerca, sus stagers –seis, cada uno de un lugar, de África a Estados Unidos– recogen flores silvestres para los platos.
Dice que le impresiona que vengan de tan lejos para aprender. El suyo es un secreto a voces. La editorial Planeta le ha convencido para publicar un libro con su historia este otoño. Bittor no ha viajado mucho, pero tiene pendiente una visita a Japón, «para conocer su trato del producto, es un culto». Su relación con el trabajo le ata a su valle. Por eso no se plantea ser chef ejecutivo, salir de Etxebarri. «Siempre he dicho que con un culo no se pueden tapar dos sillas. Un cocinero tiene que estar en la cocina, aunque esto a muchos les moleste. Si algún día voy a otro sitio es porque esto ha cerrado». De momento, a sus 57 años, no se lo plantea. Marta Patricia le dice: «Bittor, me preguntan cómo te definiría». Él sonríe y responde: «¿Yo? No tengo definición».