Patrimonio inmaterial
Supongamos que uno de los temas de conversación favoritos de esta redacción es Paul Mescal. Supongamos, por tanto, que Aftersun es una de nuestras películas de la temporada. Para poderla ver tuve que llevar a mis hijas conmigo al cine. Llegamos tarde, nos sentamos atropelladamente y entre serias protestas de aburrimiento, hambre, rebelión y venganza, logramos ver la película. En un momento mi hija mayor preguntó a su padre: “¿Esta película de qué va?”. Zas. LA PREGUNTA. De la vida, supongo que contestaría él. No lo oí, tampoco la pregunta, me lo contó después un amigo que estaba senta...
Supongamos que uno de los temas de conversación favoritos de esta redacción es Paul Mescal. Supongamos, por tanto, que Aftersun es una de nuestras películas de la temporada. Para poderla ver tuve que llevar a mis hijas conmigo al cine. Llegamos tarde, nos sentamos atropelladamente y entre serias protestas de aburrimiento, hambre, rebelión y venganza, logramos ver la película. En un momento mi hija mayor preguntó a su padre: “¿Esta película de qué va?”. Zas. LA PREGUNTA. De la vida, supongo que contestaría él. No lo oí, tampoco la pregunta, me lo contó después un amigo que estaba sentado justo delante. No era el único, en la primera fila otros amigos veían la película. Al salir, mis hijas aburridas seguían con sus ruegos y preguntas. Mi amiga, la de la primera fila, como consuelo, les contó que ella de pequeña, cuando le tocaba pasar el fi n de semana con su madre, veía toda la cartelera sin importar si las películas eran o no para su edad. Su madre, como nosotros ese sábado cualquiera, no tenía con quién dejar a su hija y así ella vio de todo, se aburrió, se asustó, no entendió y se quejó, pero poco a poco fue desarrollando un gusto exquisito por el cine muy precoz y muy valioso. Esa es una de sus herencias. Heredó todos los traumas que una separación complicada acarreaba en una ciudad conservadora de los primeros años ochenta, heredó también una pasión que se fue entremezclando con otras tantas para conformar una personalidad sensible, creativa, un poco loca y muy libre.
La herencia, como decía Capote de la escritura, puede ser un don, pero también una condena. Se puede heredar dinero y posición y también la responsabilidad de mantener un legado y continuar una saga o una vocación. Nuestra actriz de portada, Margaret Qualley, bien lo sabe. Se lo cuenta a Raquel Peláez en las páginas principales de este número, y le confiesa que sí, que es una nepo baby —el apelativo con que se nombra a los hijos de actores, músicos o personajes poderosos que terminan desarrollando la misma carrera que sus famosos padres—, que lo ha tenido más fácil que otras actrices, pero que, en su caso, tuvo además que aceptar que no tenía el talento suficiente para dedicarse al ballet. A veces no se puede escapar de la propia herencia. Con esta idea arrancamos este número.
Me gusta mucho cómo Anabel Vázquez resuelve parte de la polémica del misterio nepo baby: no sirve solo con serlo. Existen infinidad de ejemplos de empeñados ‘hijos de’ que han fracasado de forma hasta ridícula. ¿Se hereda el talento? No siempre. Rafa Rodríguez analiza el poder de las familias de la moda, que en un lineal infinito perpetúan modelos empresariales que se asemejan a las monarquías feudales: “El linaje cotiza como talento”, escribe. Leticia García y Patricia Rodríguez componen a cuatro manos un reportaje sobre las piezas de archivo, aquellas que se valoran al alza en los circuitos vintage especializados que “tratan de poseer la prenda rara, la que habla de un momento histórico en la moda o la que tuvo un componente cultural y artístico”. La capacidad de lo material, de las cosas, de transportarnos a otro momento y otro sitio, a otra persona, a otro amor o a una edad más feliz se observa bien en las herencias. Me habría encantado que alguien guardara la pulsera magnética, la de las dos bolas de cobre, que llevaba mi padre en la muñeca en aquellos veranos y que reflejaba todas sus contradicciones. Se puede comprar por unos 10 euros, pero la que quiero es la suya.