Fernando Aramburu, autor de ‘Patria’: «No busco hacer moralismo»
Fernando Aramburu ha escrito el que ha sido, y es, el fenómeno literario del año con 25 ediciones, el Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa, entre otros. Contesta a las preguntas de otro grande, Andrés Barba, que acaba de recibir el Premio Herralde.
Apenas era un estudiante universitario cuando Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) le pidió a su padre –empleado en una fábrica de artes gráficas– que le imprimiera unas tarjetas en las que decía: «¿Qué opina usted de la luna?», con la intención de enviárselas a escritores, pintores, directores de cine, políticos… «En realidad –asegura–, era un capricho, como la literatura, que también fue un capricho adolescente al que he seguido siendo fiel». Desde entonces, Aramburu no solo ha recopilado más de 300 tarjetas de escritores de todo el mundo, sino que ha escrito más de 15 libros. De entre to...
Apenas era un estudiante universitario cuando Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) le pidió a su padre –empleado en una fábrica de artes gráficas– que le imprimiera unas tarjetas en las que decía: «¿Qué opina usted de la luna?», con la intención de enviárselas a escritores, pintores, directores de cine, políticos… «En realidad –asegura–, era un capricho, como la literatura, que también fue un capricho adolescente al que he seguido siendo fiel». Desde entonces, Aramburu no solo ha recopilado más de 300 tarjetas de escritores de todo el mundo, sino que ha escrito más de 15 libros. De entre todos ellos, una novela que parece haber venido para quedarse, Patria (Tusquets), el fenómeno editorial del año con más de 20 ediciones, medio millón de ejemplares vendidos y los premios de la Crítica, el Nacional de Literatura y el Francisco Umbral al mejor libro del año.
¿Qué opina Aramburu de la luna?
(Ríe) Que estoy a favor, aunque no sé por qué.
Patria es un libro que en cierto modo nace del estómago y de la memoria. Desde el estómago porque es un compromiso sentimental, desde la memoria porque llevas más 30 años viviendo fuera de Euskadi, en Alemania. ¿Desde qué lugar decides aproximarte al mundo vasco cuando reúnes el valor para empezar este proyecto?
En realidad yo no me acerco a mis novelas a partir de un estímulo temático ni de ninguna historia porque sé que las historias están dentro de mí. Lo que hago es favorecer los aspectos mecánicos de la novela, he descubierto que si resuelvo bien lo que concierne al formato, al andamiaje, todo fluye mucho mejor. Otra cuestión es la modulación lingüística, busco una manera particular de modular el idioma. Resuelvo también quién va a narrar. No quiero que todos los personajes se expresen de la misma forma. Me gusta que el texto despida cierta personalidad.
¿Cómo surge la historia entonces?
Cuando pongo a convivir a todos estos trasuntos humanos sé que automáticamente surgirá una historia que pasará por ciertos puntos o lugares que ya tengo en la cabeza. Me gusta mucho más corregir que escribir la primera versión. Y me conozco demasiado como para tratar de sorprenderme. Como no preveo la historia desde el principio siempre hay ocasión de que se me ocurran ciertos episodios, escenas, todo eso va llegando sobre la marcha, pero el camino por el que tiene que ir la historia necesito planearlo antes y también el destino final, lo necesito a toda costa.
Patria, sin embargo, es una novela especial, llena de particularidades y de posibles “trampas”. Cuando uno se plantea escribir sobre el conflicto vasco desde la perspectiva de la violencia ¿hasta qué punto resulta más o menos irresistible la tentación de hacer en la literatura una justicia poética que muchas veces la vida no otorga?
Buscar una justicia poética llevaría a una simplificación de lo literario y esto es un dogma para mí. La carta principal que yo juego es la literaria, la del arte de la palabra, en este caso el género de la novela. En casos como el de Patria, novela que sería inconcebible sin una realidad previa que ha afectado a muchas personas, lo primero que hago es desconfiar de mí y de lo más frágil de mí, que son las opiniones. Opiniones a las que a menudo he llegado a través de textos o testimonios, es decir, no mediante la vivencia directa. En este caso, y precisamente para no incurrir en la novela de tesis, no he puesto un prólogo y he procurado que los personajes que podrían estar más cerca de mis convicciones no fueran santos o seres perfectos, están suficientemente dotados de defectos y llevan a cabo en algunos casos acciones no del todo nobles.
Una narración neutral. El mito del Dorado.
(Ríe) Es posible, pero lo que más me interesaba mostrar aquí era la vivencia personal, lo que se llama la “intrahistora”, responder a preguntas del tipo “cómo”, cómo se vivió en determinado lugar durante una determinada época y hacerlo con un elenco de personajes lo suficientemente numeroso como para no caer ni en la tentación de la justicia poética ni en la de dar una sola versión de los hechos. En este caso prefería que lo histórico estuviera reflejado en numerosos espejos, son nueve protagonistas de distintos sexos, de distintos niveles culturales, tienen distintos gustos y convicciones ideológicas y esto da al escritor la posibilidad de ser más o menos complejo.
Sin duda el motivo de las víctimas y de su resiliencia en el mundo post-traumático de la violencia es uno de los temas más importantes del libro. Hay una escena que me parece particularmente elocuente, la del momento en el que el hijo de Txato, la víctima de ETA en Patria, tira a la basura unas castañas que acaba de comprar, sólo porque le parece que están demasiado buenas.
Esa mañana se me saltaron las lágrimas, en la escena de las castañas no pude aguantar las lágrimas. Es una escena no explicada, como tantas otras de mi novela pero es una escena muy significativa acerca de la autoprohibición de la felicidad. En realidad las víctimas no me prescriben mis ideas políticas como algunos creen, lo que despiertan en mí es el afecto.
¿Desde qué perspectiva se ha aproximado en ese sentido a las víctimas de ETA cuando ha tenido ocasión?
He buscado la compañía y la conversación de víctimas del terrorismo y sus familiares con independencia de si eran de un partido político o no, me daba igual. Hay en mí una pulsión empática que me ha llevado humanamente a atender a las vivencias de esas personas e incorporarlas a mi literatura. Esto parece que algunos no lo terminan de entender, pero es claramente uno de los motores de mi literatura. Es una empatía que yo siento desde la niñez con respecto a mis congéneres que han sufrido algo. Creo que tiene una base cristiana o a mí me entró de niño por vía del cristianismo. Yo soy ateo, pero por cada fase mental o ideológica por la que he ido pasando he procurado quedarme con lo que me resultaba provechoso para hacerme un “cuerpo moral” que me ayude a convivir de la mejor manera posible con los demás.
También el tema del perdón, o la necesidad del perdón, otro de los motivos esenciales del libro, tiene un carácter bastante cristiano…
Puede ser que esa necesidad esté en libro pero no de una manera deliberada, yo no busco hacer moralismo. Cuando veo cerca de mí una acción maligna o un sufrimiento determinado soy incapaz de estar callado, lo incorporo a mi actividad literaria pero no para moralizar sino porque siento que tengo que responder o reaccionar literariamente sobre algo que me indigna o me entristece. Dicho esto, ahí termina la moral, yo no voy a dar lecciones, me limito a contar historias. El tema del perdón me resulta muy importante porque rehace aquello que se ha roto. Cada vez que estoy a solas con alguna víctima de ETA no es raro que le traslade esa pregunta, la de si serían capaces de perdonar.
He constatado que las respuestas son múltiples y muy diferentes, hay quien ha perdonado incluso públicamente, la viuda del periodista Jose María Portela contestó a Chelis perdonándolo y después reconoció en una entrevista que había sentido como un bálsamo interno, es decir, su dolor no había concluido, su condición de víctima tampoco, pero esa ventana por la que entraba aire frío ahora estaba cerrada, tenía la sensación de que un círculo se había cerrado, esta metáfora la usan mucho. He conocido casos en los que la persona interpelada no estaba en absoluto dispuesta ni a perdonar ni a olvidar, recuerdo una viuda que me dijo que quien tendría que perdonar no era ella sino su marido asesinado, cosa que evidentemente no podía hacer desde la sepultura.
¿Y has llegado a alguna conclusión en ese sentido?
Sí, creo que he llegado a una conclusión doble, la de que para merecer dicho nombre el perdón tiene que ser sincero, y para ser sincero tiene que ser íntimo, es decir tiene que enfrentar la mirada del agresor con la del agredido y el agredido no tiene por qué estar obligado a responder. Me parece que es muy incómodo, incluso penoso, que una persona a la que han destrozado la vida tenga encima que ocupar las planas de los periódicos. El perdón en la plaza pública con fotógrafos y periodistas me parece una farsa en líneas generales. Ahora bien, hay también otro aspecto y es el de que cuando el agresor pide perdón y el agredido lo escucha e incluso acepta la petición de perdón. El efecto pedagógico que produce en la sociedad es muy positivo, porque demuestra que hay grandes posibilidades de que podamos vivir juntos. Para los que hemos vivido en una sociedad en la que había continuos asesinatos y bombas y extorsiones y amenazas que se produzcan ese tipo de hechos es algo francamente esperanzador.
Las mujeres son importantes en este libro desde un punto de vista narrativo, pero tanto el nacionalismo como en el terrorismo en Euskadi han sido casi estrictamente un asunto de hombres. Ya va siéndolo cada vez menos. Pienso en nombres como Edurne Portela, Gabriela Ybarra, Arantxa Urretabizkaia o Aixa de la Cruz, me gustaría que me dijeras si conoce a estas autoras y qué te parece que ha añadido su perspectiva al problema vasco.
Yo intuyo que esa presencia numerosa de escritoras forma parte de la incorporación de las mujeres a la actividad literaria en toda clase de asuntos. En ETA ha habido también activistas femeninas pero es cierto que en general el modelo ha sido más bien el de los deportes vascos en los que el varón hace una exhibición de fuerza y la mujer mira desde la ventana. Si uno se fija bien los deportes vascos reproducen el mundo del trabajo, el del esfuerzo físico: remeros, cortadores de hierbas, cortadores de tronco, levantadores de piedra, arrastre con bueyes… en este tipo de deportes la presencia de la mujer es tradicionalmente mínima o nula. Eso es algo que se ha terminado y me parece que es un síntoma de normalidad que las mujeres escriban y que lo hagan con excelencia, porque la historia no tiene propietarios.
¿Cuáles serían entonces las referencias previas de Patria en la literatura vasca?
Hay dos figuras que para mí han sido modélicas y que han ido por delante de mí en el sendero que después yo he recorrido. Uno de ellos es Raúl Guerra Garrido, pionero en relatar el sufrimiento de las víctimas de ETA. Él también lo sufrió en sus propias carnes, le quemaron su farmacia. Y la otra referencia para mí muy importante es Ramiro Pinilla en el sentido de que prestó atención narrativa a las gentes vascas, es decir a historias protagonizadas por seres normales y corrientes de pueblos del País Vasco.
Ha generado también cierta controversia la aproximación cómica de Borja Cobeaga al terrorismo vasco en Fe de etarras. No sé si has tenido ocasión de verla y qué te parece.
Sí, la he visto. Me parece inevitable que se produzcan esas aproximaciones. Tarde o temprano todos los tiranos de la Historia terminan representados en los desfiles de carnaval, uno se sitúa en la acera por la que pasa el desfile y ve en una carroza a un señor disfrazado de Napoleón, otro disfrazado de pirata o de Iván el terrible… esas figuras ya han sido ideológicamente desactivadas y por tanto es posible hacer de ellas una caricatura. En la Alemania actual esto ya es posible con Hitler, se han publicado libros, se han hecho películas también de humor.
Pero ese tipo de humor, para que merezca tal nombre, tiene que dejar intactas a las víctimas, es decir, en el momento en que se mofase de las víctimas formaría parte de la agresión, y eso ya no sería admisible. El humor es desactivador y en ese sentido es muy positivo, me parece que no debería quitársele mérito a películas como Fe de etarras u Ocho apellidos vascos. Pueden estar mejor o peor hechas desde el punto de vista cinematográfico pero tienen una repercusión aliviadora y a mí eso me parece muy positivo. Yo mismo intentaré adentrarme más tarde o más temprano en este terreno del humor, el humor que muestra al agresor en sus facetas más ridículas.