Opinión

Déjame comprar mis cositas

El mundo pide a la moda un cambio ideológico y productivo. La nueva perspectiva pasa por desacelerar y seleccionar.

LUSTRACIÓN DE ANA REGINA GARCÍA CON FOTOS DE MARTA CARENZI / WILLIAM TAUFIC / KAZI SALAHUDDIN RAZU / MONDADORI / NURPHOTO / GETTY IMAGES.

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Me pasa una cosa absurda: escribí hace unos meses un librillo sobre moda responsable (‘La moda justa’, Anagrama), y ahora entro a Zara acojonada. Con miedo a que me reconozca alguien (menudos delirios de grandeza) y grite “¡Farisea!” al cruzarnos en las escaleras mecánicas, en una escena entre Nora Ephron y Ken Loach. Conste que no visito Zara visa en ristre, sino para espiar como una rata. A fijarme en el ambiente, no en la ropa. Más personas de las que creemos van de compras para sentirse menos solas. Una prenda nueva siempre trae una promesa de cambio y nos desvincula por un momento de las normas de la vida real, tan exigente y desmoralizadora.

En un día a día despiadado, adquirir algo es de lo poco que queda bajo nuestro control. La gran tentación es la compra ‘online’: rápida, limpia, festiva. Todo bien facilito y sin fricciones. El precio baratísimo contribuye a hacernos creer que es un gesto inocuo. He ahí el gran cambio de mentalidad — y no es renuncia, sino liberación— que pide la moda responsable: dejar de vivir la moda como una recompensa festiva, como un arma arrojadiza de estatus, y emplearla como una herramienta de aprendizaje. Una vía de autoconocimiento que no tiene que ver con la novedad, ni el lujo, ni el rebaño. Moda de intercambio, préstamo, alquiler, reparación, repetición. Sobre todo, repetición. Vestir una y otra vez las mismas prendas y comprobar como el placer de la reincidencia da forma a nuestro sello de identidad. Apañarse con lo que uno tiene y dejar de comprar es tan radical como insólito. Sentirse satisfecho con la propia vida no es bueno para el negocio.

Después de 30 años de ‘fast fashion’ (y cinco años de ultra ‘fast fashion’) no sé si resulta una misión imposible reeducar en el valor. Hacer entender que el tiempo, el esfuerzo y el talento merecen un precio justo. A estas alturas, ¿alguien ignora que lo que uno escoge tiene consecuencias directas? No es posible que haya un ciudadano tan inocente como para creer que detrás de una camiseta a tres euros todo está en orden, todo el mundo cobra un sueldo decente. Suena más a desidia cómoda, a “todo el mundo lo hace”. O peor: suena a “ya hay mucha gente concienciada, así que por una cosilla no pasa nada”. Cada decisión de compra pasa por una educación financiera: ese dinero que cuesta horrores ganar debe ser destinado a elegir con lupa un producto que aporte a la sociedad en que vivimos. La calidad siempre va ligada a la ética.

Sí, sé que suena a provocación: ahorrar para comprar mejor, cuando una de cada cuatro españolas no gana más de 900 euros al mes, según el INE. Pero nuestras estrecheces no pueden aliviarse gracias a marcas que explotan a los trabajadores de la otra punta del mundo; un 75% de ellos mujeres, por cierto. La gran transformación real pasa por legislar y reducir la escala de todo el sistema, reemplazar una economía de crecimiento por una sociedad de preservación. Y ser conscientes de que nuestro dinero —sí, esos cuatro duros con los que hacemos malabares— tienen mucho más poder del que pensamos.

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