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Gala MET

¿Pueden los nuevos ricos comprar el “buen gusto”? Jeff Bezos y Lauren Sánchez demuestran otra vez que sí

La pareja patrocina la Gala del MET de este año y no por capricho. Aunque nos hagan creer que el buen gusto ‘se tiene o no se tiene’, se trata en realidad de una idea que legitima a los privilegiados de cuna y deslegitima a los nuevos millonarios. Pero, como casi todas las ideas, esta también está en venta.

Este año el Museo Metropolitano de Nueva York inaugura las galerías Condé Nast, más de mil metros cuadrados patrocinados por la editorial de estilo de vida que acogerán exposiciones en torno a la moda. Para celebrar la apertura, el comisario de indumentaria del Museo, Andrew Bolton, ha anunciado que la muestra anual del MET llevará por título Costume Art y se centrará en la idea del cuerpo vestido a lo largo de la historia, una temática quizá demasiado amplia de la que todavía se desconocen más detalles, como cuál será el código de vestimenta al que deberán ceñirse los invitados a la gala inaugural. Lo que sí se sabe, tal y como reza la nota de prensa del museo, es que dicha gala “es posible gracias a Jeff y Lauren Bezos”. No a Amazon, sino a la pareja en concreto, que se encargará de ejercer de anfitriona y de seleccionar junto a a Anna Wintour la lista de invitados.

Hasta ahora han sido las marcas de lujo las responsables de patrocinar el evento. De ahí que muchos de los asistentes a la gran gala de la moda vistieran de Louis Vuitton o Loewe, entre otras, cuando estas han patrocinados los respectivos eventos. Este año será diferente. Aunque Saint Laurent es el responsable de financiar el catálogo de la muestra, serán los Bezos los que decidan quién se sienta a la mesa. “Me imagino vestidos de costura que llegan en cajas de cartón de Amazon, la retransmisión de la alfombra en Prime o a las famosas llegando en el Blue Origin”, escriben en una columna de opinión en The Independent, donde también recuerdan que Bezos ha donado a través de Earth Fund más de seis millones de dólares al CFDA (Consejo de diseñadores norteamericanos) con el fin de impulsar un programa de innovación y sostenibilidad (al parecer, sin ironía).

No se trata de que el tercer hombre más rico del mundo busque controlar la opinión (ya tiene el Washington Post), el algoritmo y hasta la carrera espacial; se trata de intentar controlar algo tan aparentemente banal como el gusto, esa categoría históricamente utilizada para trazar fronteras sociales.

Para hablar de las dinámicas sociales del gusto hay que seguir recurriendo al ensayo de Pierre Bourdieu, ‘La distinción’ (1979), que lo define como un criterio abstracto que se moldea a través de los estilos de vida propios de ciertas clases sociales. Aunque hay excepciones, se acumula capital económico, escolar y cultural de forma casi correlativa: el dinero y las posibilidades (tanto económicas como sociales) de las clases altas dan acceso a una formación y a un tipo de cultura que les hace garantes del gusto. Para Bourdieu el ejemplo perfecto es el del arte: saber de arte y, por supuesto, saber comprar arte. Pero sus teorías sobre el gusto como criterio clasificador de las clases altas han sido y son perfectamente aplicables a la moda. De hecho, si algo hicieron las grandes empresas del lujo en el cambio de siglo (Prada, Kering, LVMH...) fue abrir fundaciones y/o museos como forma de legitimarse como árbitros del gusto.

No es casual que miremos con el ceño fruncido a esos personajes que encarnan la categoría de nuevo rico. La idea de que el buen gusto se tiene o no se tiene, es decir, es casi innato, ha sido históricamente propagada por aquellos que han nacido en el privilegio. Cuando acusamos a alguien de “hortera”, sea o no un magnate, estamos validando esa idea del gusto como algo natural, propio de los que sí saben rodearse de objetos bellos y no necesitan señalar status a través de sus posesiones. Por eso, concretamente, ha hecho fortuna durante los últimos años la idea del lujo silencioso, cuyo subtexto parece decir: “los que de verdad tienen buen gusto no gritan con su ropa, susurran para que solo les escuche otra gente como ellos”.

Ahora esta imagen del “nuevorriquismo” la encarnan Bezos y Sánchez. Es una imagen cuestionable, puesto que criticar a cualquier personaje público, incluso a un magnate, por ser un hortera, es decir, por tener mal gusto, es en realidad dar la razón tácitamente a estas teorías sociales sobre la clase, el capital cultural y la existencia de un idioma de lo bello que solo hablan los nativos. El problema viene, sin embargo, cuando el matrimonio no quiere tener buen gusto, sino comprar los “medios de producción” que lo propagan.

No hace tanto el mundo, y sobre todo, los que se creen garantes del buen gusto, se llevaron las manos a la cabeza cuando Kim Kardashian y Kanye West comenzaron a sentarse en la primera fila de los desfiles de París, una estrategia que culminó en 2014 con ambos vestidos de novios en la portada de Vogue, el gran legitimador en cuestiones de prescripción social y estética. Una especie de rito de pasaje que también han completado los Bezos. Ambos acudían el pasado septiembre a los desfiles de Balenciaga y Chanel y, meses antes, Lauren aparecía en una polémica portada de la misma cabecera desvelando su vestido de novia, firmado por Dolce & Gabbana. El reportaje lo firmaba Chloé Malle, entonces redactora de estilo de vida y hoy sustituta de Anna Wintour en la dirección de contenidos de la cabecera norteamericana.

Se pueden decir muchas cosas, buenas y malas, de Kim Kardashian, pero ya pocos dirían que encarna el epítome de lo hortera o del mal gusto. Las marcas se pegan por vestirla o por invitarla a sus eventos. La portada de Vogue fue el primer paso hacia su lavado de imagen. Otra gran hortera del pasado, Victoria Beckham, creó hace ya años una de esas marcas de lujo silencioso para demostrar, y con bastante éxito, que ella era mucho más que la consorte de una estrella del fútbol que consumía logotipos y tendencias con voracidad. No es que ellas aprendieran a tener buen gusto; aprendieron a manejar los símbolos que lo definen.

“Ya no saben qué hacer para comprar capital cultural; cuanto más se acercan, más se alejan”, escribía tras el anuncio del MET Lucía Levy, fundadora del podcast y de la cuenta de instagram ‘La curva de la moda’, uno de los programas de moda de habla hispana más escuchados. Lo cierto es que no se les puede reprochar a los Bezos que no estén siguiendo a rajatabla todos los pasos clásicos en su ascensión hacia el ‘buen gusto’: se compraron Venecia por unos días para celebrar una boda cuajada de famosos y de vestidos de Alta Costura. Luego la portada de Vogue, ahora la gala del MET y, entre medias, Lauren Sánchez ha lucido el tipo de bolso ridículo (de Balenciaga) que solo se pondrían las influencers (o las famosas con vocación de influencers) y se ha paseado por París con dos trajes de archivo: una chaqueta Bar de la era galliano en Dior de 1995 y un vestido bicolor de Chanel del mismo año. El archivo es la herramienta que utilizan hoy las celebridades para demostrar que saben de moda. Kim Kardashian, de hecho, es la experta en desempolvar trajes de la era pre-redes sociales en un momento en que los aficionados al sector aplauden estos arrebatos de nostalgia porque creen que lo que se diseñó antes de las redes es más auténtico. La paradoja de viralizar lo que escapó a la viralidad. El traje de chaqueta de Galliano mereció un extenso artículo en Vogue dedicado a la estilista de Sánchez, Molly Dickson, que también viste a Sydney Sweeney.

Hace tiempo que se rumorea que Bezos quiere comprar Condé Nast a su esposa. Y ahora se cree que lo del MET ha sido a petición suya, apoyándose en esa retórica que apunta a que ella ‘le ha lavado el cerebro’ al tercer hombre más rico del mundo, como si él no fuera capaz de tomar sus propias decisiones. En realidad, no son caprichos de billonario. Son movimientos estratégicos de alguien que ha entendido que, en el ecosistema cultural contemporáneo, el poder no solo va de controlar infraestructuras, medios de comunicación o tecnologías, sino también de manejar los símbolos que definen qué consideramos aspiracional o bello. Autolegitimarse a golpe de chequera como prescriptor. No solo sentarse en la mesa de la gala benéfica más viral que existe, sino decidir quién se sienta en ella.

La estrategia no es para nada nueva. Hace mucho que las grandes fortunas, en un intento por adquirir esos códigos propios de la aristocracia, comenzaron a comprarse alas de museos famosos o a donar sus colecciones. Los Rothschild, los Rockefeller y hasta los Sackler, la saga farmaceútica que creó estragos inabarcables con la comercialización de Oxycodona. Las familias de los fallecidos lograron en 2021 que el MET retirara el nombre de una de sus alas.

Por eso el problema no es si el matrimonio logrará o no lavar su imagen, que lo hará. Porque el problema es que todo se puede comprar con dinero. También la idea de buen gusto, pese a que, paradójicamente, los que tienen el dinero llevan años diciéndonos que el buen gusto no puede comprarse. En realidad da igual cómo se vistan, porque pueden mercadear con cualquier idea, incluida la de vestir bien. Y eso demuestra, además, que el gusto es un ficción que manejan a su antojo los que se lo pueden permitir.

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