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Jonathan Anderson debuta en Dior redefiniendo la idea de buen gusto

En su primera colección femenina, el diseñador irlandés lleva a su terreno algunos de los hitos de la firma emblema del lujo francés

No hay mucho más que contar del New Look que Christian Dior lanzó en 1947, aunque quizá sea pertinente señalar que aquel traje de cintura estrecha y metros de tela devolvió a París su posición como garante de la elegancia y el buen gusto. Desde entonces, por la firma han pasado creativos muy dispares en lo que identidad creativa se refiere (Marc Bohan, Gianfranco Ferré, John Galliano, Raf Simons...) y aun así su nombre se ha mantenido como el gran emblema francés. Dior dicta de alguna forma lo que es el buen gusto, al menos en términos sociológicos: el gusto legítimo, el institucional, el que la élite consagra como universal.

Dior primavera-verano 2026

Todas las imágenes del primer desfile femenino de Jonathan Anderson para la casa francesa.

En los últimos nueve años, la diseñadora Maria Grazia Chiuri quiso que esa gran maquinaria del buen gusto tuviera un lugar para las prendas básicas, cotidianas, y para el mensaje feminista. Las ventas de la enseña ascendieron, pero estos tiempos raros, que exigen un cambio en las dinámicas del sector para que este siga creciendo, demandaban una visión más creativa (en el sentido tradicional del término) que la suya. Como todo el mundo sabe, la apuesta del grupo LVMH fue Jonathan Anderson, el gran talento de esta generación, el que supo hacer de Loewe una marca innovadora y deseable a nivel global. Hoy ha debutado en el lugar en el que Dior siempre presenta sus colecciones femeninas, el Jardín de las Tullerias, pero con un escenario mucho más reducido al que la firma acostumbra. Recortar asientos y filas es la forma de crear todavía más expectación ante uno de los debuts más importantes de la temporada.

Más allá de las diferencias obvias, hay algo que distingue al diseñador norirlandés del resto de grandes creativos de su tiempo. Mientras Demna (Gucci) o Michele (Valentino) tienen una visión absolutamente única del diseño, y la llevan allí donde vayan, Anderson es capaz de adaptarse a la marca en la que trabaja. Él es una especie de gran comisario cultural, con un enorme talento para mezclar referencias dispares y crear con ellas algo absolutamente nuevo.

Por eso, en un ejercicio de honestidad, Anderson comenzaba su desfile repasando los hitos de los creadores que le precedieron en la casa. Ha estado prácticamente un año rebuscando en el archivo y haciéndolo suyo, y al final se ha decantado por los cuellos de encaje del breve paso de Yves Saint Laurent por la casa, tocados y piezas que emulan la papiroflexia de una de las colecciones de Galliano (como la de alta costura de primavera de 2007, mientras que el sombrero napoleónico recuerda inmediatamente al gibraltareño saludando), versiones escultóricas del New Look de la era Raf Simons y hasta el toque realista y callejero de Maria Grazia, que él traslada a minifaldas y camisas en denim.

Todos estos elementos, entre otros, han pasado por su peculiar filtro, esa mirada que ya tenía en Loewe y que consistía en redimensionar procesos de confección como drapeados, dobladillos o cancanes de faldas, o en borrar las barreras entre el objeto y el accesorio, de ahí, por ejemplo, esos zapatos-flor que homenajean a una casa que tiene a las flores como uno de sus símbolos.

Cuando debutó con su colección masculina el pasado junio (es el primer diseñador de la historia de Dior en encargarse de ambas líneas) muchos se sorprendieron al ver que el creativo había girado su visión hacia lo preppy, con aquellas camisas de rayas, esas corbatas mal puestas y esos jerséis con cremallera. Las pistas que tanto él como la marca iban desvelando en Instagram hacían creer que su colección femenina giraría también en torno a esa estética. Sin embargo, Anderson no estaba hablando en realidad de familias adineradas y veranos en los Hamptons como se creía, sino de una especie de realismo, de bajar a la tierra los elementos de una de las firmas más ligadas con la idea esplendorosa del lujo. Por eso aquí hay camisas, faldas cortas y zapatos planos. Pero también tocados, encajes, vestidos de faldas voluminosas y ese legado británico que lleva allá donde va, esta vez traducido, entre otros, en capas de punto geométrico y en el poema de Lord Byron que se escuchaba como banda sonora.

Esa es la idea que Anderson, una de las mentes más preclaras de la moda actual, tiene de lo que es el buen gusto hoy: bucaneras, princesas, hadas y mujeres normales vistiéndose cualquier día de la semana. Todas juntas. Un pasado renovado y despojado de florituras, un puñado de prendas fáciles de llevar con detalles que las distinguen del resto y, por supuesto, un montón de accesorios pensados para viralizarse en redes. Porque si algo sabe Anderson es vender. Si no supiera hacerlo, no estaría dirigiendo el gran emblema institucional del lujo francés.

La sensibilidad de Dries Van Noten

Existe también una especie de gusto para entendidos, un canon que se construye no tanto desde lo institucional como desde la sensibilidad de una comunidad que se reconoce en ciertos códigos. En ese lugar ha estado y está Dries Van Noten. Con su primera colección para mujer el pasado febrero, Julien Klausner demostró que era un digno sucesor del fundador, uno de los diseñadores más queridos y respetados del sector. En esta ocasión, el creador ha querido evocar el verano de un modo explícito. El sonido de las olas ejercía de banda sonora para una colección mucho menos imponente que la de su debut, porque apostaba por las prendas sencillas (kaftanes, faldas y vestidos fluidos), zapatillas deportivas y obviamente los estampados y combinaciones de color marca de la casa, esta vez en forma de hojas, enormes lunares y rayas. Una colección sencilla a simple vista, porque de lo que se trataba era de hablar de esa ligereza estival, en la que todo parece fácil.

Y, por supuesto, está el necesario mal gusto. Lo que se sale de las normas no escritas y las convenciones, que en este sector son muchas y muy variadas. El dúo neoyorquino Vaquera, recién establecido en la capital francesa, le dedicaba a él su colección, repleta de elementos disonantes o diseños aparentemente sin terminar. Ellos, que diseñan desde la ironía ante las convenciones (han dedicado colecciones al dinero, a la codicia o al fenómeno fan) buscaban recordar que lo imperfecto, e incluso lo que la sociedad considera antiestético, debe existir como contrapunto natural a lo canónico. También que traspasar esa frontera es divertido, porque la moda debería quizá tomarse menos en serio así misma.

Pero quizá la gran apuesta por el mal gusto está representada por el dúo Matiéres Fecales, que presentaron el miércoles su segunda colección en París en un salón de la Place Vendome, emblema del lujo y el buen gusto parisino. El lugar, por supuesto, estaba pensado a propósito. También su colección, que repasaba esos hitos simbólicos de la sofisticación francesa (las chaquetas estilo Chanel, los vestidos de alta costura de los años veinte y treinta y el propio new look de Dior) sobre personas de cuerpos, identidades y edades fuera de lo normativo. Una legión de “raros” que nos recuerdan que el buen gusto es, a fin de cuentas, una invención cultural, un conjunto de normas que dicta una minoría y a la que aspira una mayoría. Pero es lo diferente (y lo molesto) lo que hace que la cultura y la moda avancen.

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