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MSCHF, el colectivo que revoluciona el arte usando la moda: “El dinero hoy es la métrica para evaluarlo todo”

Les han llamado los Banksy de internet, cóctel molotov digital y panda de gamberros virales. Ingenio, irreverencia y un muy buen abogado en mano, agitan la escena cultural desde Brooklyn

Los galeristas, críticos y marchantes a los que les pedimos unas líneas para este reportaje declinaron amablemente la petición: “Se escapa de mi campo”, dijeron. Eso da una idea de por dónde van los tiros. MSCHF no es un colectivo artístico. Tampoco una factoría warholiana. Ni una marca, aunque funcionan como una start up. No hacen arte performativo. Ni Fluxus. Y desde luego no tradicional. “La mejor definición a la que hemos llegado hasta ahora es ‘MSCHF hace proyectos”, dice Kevin Wiesner, cofundador y director creativo junto a Lukas Bentel de esta llamémosla agrupación nacida en Brooklyn en 2019.

Esa indeterminación es deliberada. “Desde el principio nos hemos preocupado de crear un espacio en el que tuviésemos toda la libertad posible. No queríamos que nos etiquetaran porque creíamos que perderíamos la capacidad de hacer lo que quisiéramos”, dice Bentel. Mientras el resto se afana en fabricar y comisariar una identidad, ellos han encontrado la suya en lo camaleónico. “Trabajamos al servicio de los proyectos que queremos hacer más que de la cosa en sí. Cambiamos según lo que estemos haciendo”.

Enumerados —cuando esta revista fue a imprenta iban por el 125—, a menudo con su propia web y siempre acompañados de un manifiesto, “cada entrega es diferente, y nunca hacemos lo mismo dos veces”, se lee a pie de página en todos ellos. Puede ser un portátil infectado con seis virus que en su día causaron daños por 95.000 millones de dólares —incluidos el Love Bug del 2000 y el WannaCry, que inutilizó ordenadores en hospitales y fábricas de todo el mundo en 2017—. Unas Nike Air Max 97s con agua bendita en la suela que se vendían por 1.425 dólares el par, se revendían por 4.000, y se convirtieron en el zapato más googleado de 2019. Una aplicación que recomienda qué acciones comprar en bolsa según el signo del zodiaco del usuario. Birkenstocks de 76.000 dólares el par hechas con la piel de Birkins destruidos. Una cuenta de Instagram, @deathoftheinfluencer, con un millón de seguidores donde cualquiera podía postear lo que quisiera. Una suerte de capuchón que bloquea el micrófono de Alexa, impidiendo a Bezos pegar la oreja. Las facturas médicas de tres pacientes convertidas en cuadros que, con lo recaudado de su venta —que llegó a los 73.360,36 dólares— pagarían deudas. “Si el proyecto pide que seamos una start up para que tenga sentido, nos convertimos en una. Si necesita que seamos una marca, lo somos”, apuntalan. Lanzar un libro con Phaidon, Made by MSCHF, que recogiese y explicase el primer lustro de actividad de esta compañía sui géneris es lo más parecido que han estado a autodefinirse. “Fue una reflexión interesante. Nos hizo plantearnos muchas cosas”, cuenta Bentel. A medio camino entre la retrospectiva y el manifesto, no ofrece una definición al uso, pero sí “expone el razonamiento que hay detrás de gran parte de nuestra práctica”.

Más conocidos por maniobrar en internet, cuando lanzaron el tomo estaban empezando a trabajar con cierta asiduidad en galerías y museos. Su último proyecto, de hecho, es una enorme escultura de un bebé de poliestireno presentada en Pioneer Works en Nueva York. Con un precio de 100.000 dólares, la idea era cortarla hasta en un millar de secciones y venderla por partes equitativas, y por la misma fracción del precio, a cuantos compradores quisieran. Kings Solomon’s Baby, la han llamado.

Volcar su trabajo en “los canales reconocibles del mundo del arte”, dice Wiesner, era la penúltima vuelta de tuerca, porque ¿no se supone que esta gente quiere echar abajo las nociones estancas que encierran el arte entre las cuatro paredes de un museo? La idea de que su trabajo solo podía existir en esos espacio estipulados, cuenta Bentel, era algo que les crispaba desde la universidad —Wiesner y él se conocieron cuando estudiaban en Brown, diseño industrial el primero y de mobiliario el segundo—. “Queríamos que lo que hacíamos funcionase en el mundo real. Interesante”, apunta Wiesner, “que de una forma inconsciente hablemos del mundo real y el mundo del arte”. Empezaron como una reacción a esa segregación, y de muchas maneras su trabajo “sigue siendo una reacción contra las convenciones de ese espacio. Que son, claramente, objetos muy caros que consume un número muy pequeño de gente con una cantidad ingente de dinero”. Si el bebé salomónico se expuso en una afamada galería es porque, en ese contexto, la reflexión que busca espolear es más eficaz. “Me molesta que el arte tenga el monopolio de ese tipo de creación de ideas. Porque arte es un término útil, pero también es restrictivo. Prefiero que el análisis se haga a posteriori”, dice Wiesner. “Jamás querría funcionar en un espacio al que conscientemente no llamo el mundo real. Es un lugar mucho más poderoso en el que estar. Se crean paradigmas que solo se consiguen cuando involucras a una audiencia masiva”.

Esa masificación —viralización mediante— no es una finalidad sino parte del proceso. A veces para apuntalar el comentario sobre la exclusividad y el elitismo del arte. Otras para explorar la noción de participación. “La idea es que hacemos esbozos, y es la gente la que determina la narrativa”. En Key4All, vendieron 1.000 llaves del mismo Chrysler PT Cruiser. Cualquiera con una podía conducirlo. Estuvo tres meses dando vueltas por todo el país, hasta que el motor dijo basta en Truckee, California. Pero podrían haberlo estrellado en 12 horas o vendido por partes al día siguiente. “La existencia de ese trabajo, cuánto dura y si es interesante hablar de ello está fuera de nuestro control. Si es una exploración interesante de autoría colectiva es porque miles de personas la convirtieron en eso. Si lo hubiésemos propuesto como una obra de arte, no sé si la gente hubiese reaccionado de la misma manera”.

Perder la potestad sobre su trabajo es algo con lo que han hecho las paces. Hasta les gusta. “Las botas rojas se convirtieron en una broma. No era lo que teníamos planeado. Al principio nos entristeció, pero estamos contentos de dónde han terminado”, dice Bentel. “Ahora le pertenecen a internet. Cualquier puede usar esa imagen. Y se venden copias a 10 dólares en Alibaba. Cuando todo el mundo toca algo, se vuelve mucho más interesante. Y tú te conviertes en el espectador viendo cómo se desarrolla la historia”. Escandalizar a medio planeta comprando un dibujo de Warhol, haciendo 999 reproducciones exactas usando un brazo robótico y vendiéndolas todas, sin distinguir original y copias, a 250 dólares, es tal vez uno de los ejemplos más flagrantes de su forma de usar la viralidad para cuestionar las cosas. “Todo el mundo está preparado para involucrarse en la absurdidad de esa acción. Hace que la gente hable de ello, que prolifere, y con suerte se convierta en el punto de partida de una conversación sobre la idea de escasez, la noción de procedencia, y lo que le da su valor a ese trozo de papel descolorido con el garabato de tres hadas”. Internet funciona de maravilla para estos menesteres. Como lo hacen el humor y la ironía. “Son excelentes para desarmar a la gente”, dice Bentel. “Si van a un museo y ven un cuadro colgado en la pared, ya saben que es arte, que no pueden tocarlo. No pasan de la impresión inicial. La sátira es una forma de empujar a la gente a saltar esa barrera”. Su trabajo cae en lo conceptual, y siempre tienen una intención más allá del shock inicial.

Puede que la rentabilidad de estas piruetas parezca cuestionable. Pero ya van por los 24 millones en rondas de inversión, se les valora en los 200 y el Financial Times les dedica titulares. Su primer proyecto, The Persistence of Chaos —el del portátil con virus— se subastó por más de 1,3 millones de dólares. Y con las zapatillas Jesus ganaron un millón en los 30 segundos que tardaron en agotarse los 700 pares. En la moda encuentran un caldo de cultivo recurrente. Ahí están el bolso microscópico de Vuitton que se vendió por 63.750 dólares, las botas rojas que plagaron internet en 2023 y la cartera Global Supply Chain Telephone, una amalgama del Birkin de Hermès, el Luggage de Celine, el Saddle de Dior y el Hourglass de Balenciaga, hecha entre fábricas de Perú, Portugal, India y China. Una quimera fashionista que se ríe del mito del it bag y lo que le da valor. “Tendemos a jugar en los espacios culturales dominantes”, dicen. Ahí la relación con el dinero se pone rara: “¿Estás pagando un cuadro? ¿O es que necesitas depositar un millón en un activo físico transportable?“, acoda Wiesner, “Un plátano de 350.000 dólares pegado a la pared con cinta adhesiva desconcierta a cualquiera que tenga una concepción normal del valor de cambio”. De los NFT mejor ni hablar. “Son vehículos especulares. El dinero es la métrica que usamos para evaluar todo. Y cuando la dinámica empieza a ser rara, suele ser nuestra señal para intervenir”.

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