Del escandaloso “Obispo Pinball” de Fellini al clero de Notre Dame: el extraño ingreso de la Iglesia en el negocio multinacional del lujo

El director de cine italiano Federico Fellini imaginó un ‘fashion show’ surrealista en Roma, su película autobiográfica. Tres décadas después, la realidad, como siempre, supera a la ficción

El "obispo Pinball" ideado por Danilo Donati por encargo de Fellini.

El desfile de moda más largo que nunca se ha visto en la historia del cine hasta el día de hoy es obra de Federico Fellini y es uno protagonizado por curas y monjas. Con una duración de más de quince minutos, el director lo ideó con la ayuda de Danilo Donati, el diseñador italiano de vestuario más prolífico del siglo XX y lo incluyó en Roma, su película autobiográfica, en la que los dos únicos protagonistas constantes son él y la ciudad eterna, a la que se mudó desde Rimini siendo muy joven. Corría 1972 y si Fellini se atrevió a semejante osadía fue porque en la anterior década, con motivo del Concilio Vaticano II, la gran asamblea ecuménica en la que se debatió la reforma y modernización (aggiornamento, como se llamaba entonces) de la Iglesia para adaptarse a la vida moderna había traído a la palestra muy variados debates sobre la aplicación de los códigos seculares a la tradición.

A pesar de todo, la locura de Fellini, quien desde La Dolce Vita estaba más que acostumbrado estar en el punto de mira y a la ira de la curia, causó gran conmoción y fue necesario censurar varias escenas de esa secuencia. “En la secuencia, Fellini consiguió reunir varios elementos que en la codificación cultural convencional no podían ir juntas: el diseño de moda en una mano, y el catolicismo en otra”, explican los historiadores del arte y sociólogos David Inglis y Chris Thorpe en un paper, Catwalk Catholicism, de 2019.

Jean-Charles de Castelbajac con las túnicas que ha diseñado para la reapertura de la catedral de Notre-Dame.ALAIN JOCARD (AFP via Getty Images)

En esos cerca de quince minutos Fellini muestra cómo una solitaria mujer de la nobleza italiana cede las habitaciones más suntuosas de su palacio para que frente a cardenales, obispos y otros invitados de su círculo de aristócratas paseen curas y monjas mostrando todo tipo de disfraces inspirados en las ropas originales propias de los rituales católicos.

En el filme, una voz en off explica las particularidades de cada modelo, como se solía hacer en los desfiles en los tiempos de máximo esplendor de la alta costura. “Modelo número uno: la paciencia se viste con líneas clásicas de satén negro pensadas para novicias”, decía el maestro de ceremonias mientras un par de monjas caminaban por la pasarela con un par de botas de cuero negro “aptas para climas árticos”. Más tarde, dos monjas más salían luciendo unas tocas absolutamente surrealistas y teatrales solo para dejar paso a dos sacerdotes sobre patines de cuatro ruedas, que eran los encargados de presentar la “colección deportiva”. Llegaba después el turno de los monaguillos. La voz en off celebraba su aparición así: “Elegancia y alta moda para la sacristía en las ceremonias más solemnes”. Vendría acto seguido un obispo que, según le pidió específicamente Fellini a Danilo, debía ir vestido “como un pinball”, según cuenta la historiadora Eugenia Paulicelli en su estudio sobre la película, La moda en la Roma de Fellini. Y así fue: el diseñador creó la primera prenda eclesial retroiluminada. El final apoteósico llegaba cuando el Papa, vestido con una gigantesca túnica que incorporaba una aureola móvil para representar su santidad, ocupaba el rol culminante que en los desfiles verdaderos suele ocupar la novia. Los asistentes, absolutamente subyugados, acababan por ponerse de rodillas frente al Santísimo Padre.

“Su atrevimiento fue de un impacto visual enorme”, dicen de nuevo David Inglis y Chris Thorpe, que continúan: “En cualquier caso, no había verdaderamente nada tan raro en la ocurrencia. En la Italia de posguerra, las dos instituciones más importantes eran la Iglesia católica y la moda”. Pero aunque la fantasía de Fellini y Danilo no fuese descabellada en el plano de la ficción, sí lo era, y mucho, en el de la realidad: la alianza explícita de la moda comercial con la Iglesia era impensable. Lo fue hasta que terminó el papado de Pablo VI en 1978 y lo siguió siendo a lo largo de los ochenta y noventa, periodo en el que las grandes estrellas del pop, como Madonna o Prince, intentaron coquetear con la simbología de la Iglesia para llevarla a las masas a su manera con la oposición frontal de Juan Pablo II, un Papa conocido por sus posturas radicalmente conservadoras, opuestas de facto al Concilio Vaticano II, sobre todo en cuestiones relacionadas con la libertad sexual y en la entrada de las influencias del mundo civil en el religioso. En ninguna de las ocasiones que la moda hizo un guiño al Vaticano, el Papa polaco dio su aprobación, más bien todo lo contrario. Uno de sus favoritos, Joseph Ratzinger, tan rígido como él, fue su sucesor inmediato.

No ha sido hasta la llegada supuestamente modernizadora del papa Bergoglio en 2013 cuando empezaron a ocurrir cosas que habrían hecho relamerse a Fellini y Danilo. La última, el desfile que protagonizaron el sábado los curas de Notre Dame, quienes, por encargo del arzobispo de París desfilaron por la nave central de la catedral vestidos con las coloridas y excéntricas túnicas de Jean-Charles de Castelbajac (un diseñador que ha trabajado con firmas como Sportmax, Ellesse, Courrèges o Le Coq Sportif, ha sido director creativo de la firma italiana Benetton y ha colaborado con artistas como Andy Warhol, Miquel Barcelo, Keith Haring o Jean Michel Basquiat) nunca antes la Iglesia católica había publicitado de forma tan explícita una alianza comercial con la moda comercial. Y mucho menos cuando por medio de la organización del evento estaban los dos grandes gigantes mundiales del lujo: LVMH y Kering.

Los sacerdotes patinadores de 'Roma'.

La importancia de la vestimenta a lo largo de la historia de la Iglesia católica es innegable: ha servido para comunicar alianzas y diferencias con las diferentes ramas de la misma, además de para distinguir jerarquías. Tampoco se puede negar el hecho de que, pese a que el voto de humildad sea una máxima sacerdotal, las altas instancias de la institución jamás han escatimado en suntuosidad. Sin embargo, nunca antes el lujo de la Iglesia se había empleado para publicitar de forma explícita a ninguna otra empresa que no fuese la propia Iglesia. Los proveedores de la curia han permanecido tradicionalmente en el anonimato que corresponde a los grandes artesanos atemporales sin marca registrada.

Ha habido, eso sí, aproximaciones que vistas ahora con perspectiva parecen casi una “preparación” para los fieles.

En 2005, el semanario Newsweek publicó que los zapatos rojos de Benedicto XVI eran un diseño de Miuccia Prada. Después de que el rumor circuló durante semanas por diferentes medios, finalmente el Vaticano lo desmintió: los zapatos no eran de Prada, sino de Adriano Stefanelli, un zapatero remendón de Novara, Italia, quien también se había encargado siempre de la confección del calzado de Juan Pablo II. Sin embargo, el desmentido no ayudó a que las publicaciones especializadas en moda dejasen de “manchar” el honor del Pontífice. Más bien todo lo contrario. Dos años después, en 2007, la revista Esquire incluyó a Ratzinger en su lista de hombres con mejores accesorios del mundo gracias a los dichosos zapatos. Tal vez para acabar con esas veleidades, uno de los primeros gestos simbólicos del papa Francisco I fue volver a ponerse unos zapatos de “humano”: unos loafers con cordones de marca no identificada que le permiten hacer esas escapadas que tan bien se podían ver en Los dos papas. En dicha película, se puede ver la lucha que en el seno de la Iglesia se sigue librando entre valores eternos y secularización.

Rihanna a su llegada de 'Heavenly Bodies', la temática de la gala MET de 2018.Getty (Getty Images)

Fue cuando Bergoglio llevaba ya cinco años como cabeza visible de la Iglesia que el Vaticano se involucró en la exposición anual que la todopoderosa Anna Wintour organiza en el MET. En 2018, la directora de Vogue y directora global de contenidos de Condé Nast eligió como tema para la gala más famosa y mediática de la industria de la moda el tema Heavenly bodies, con que se pretendía hacer un recorrido al papel del catolicismo como inspiración de los grandes diseñadores. Y en la muestra para la que dicho sarao funciona como acto inaugural no solo se podían ver los tributos de Versace, John Galliano, Riccardo Tisco o Karl Lagerfeld en Chanel el arte sacro y la vestimenta de la liturgia católica, sino que además la Iglesia cedió por primera vez algunos de los ropajes más lujosos de su archivo. Pero no solo eso: en el sarao en cuestión se pudo ver a celebridades globales como Rihanna jugando de forma traviesa con interpretaciones creativas de la mitra de los obispos, a Cardi B o Lana del Rey caracterizadas como vírgenes con corona o a Greta Gerwig como una monja de altos vuelos. No es que la iconografía católica no hubiese sido usada nunca antes por la industria (de Dior a Dolce Gabanna, la lista es interminable) pero esta era la primera ocasión en la que la Iglesia parecía haber dado su total beneplácito.

La presencia notable y notoria de los dos grandes magnates mundiales del lujo en la misa inaugural de Notre Dame (uno, Pinault, donó 100 millones de euros para la restauración; el otro, Arnault, subió la apuesta con 200) junto con el anuncio oficial y publicitado de los diseños de Castelbajac para los prelados llega justo en el momento en el que el papa Francisco ha dado la voz de alarma sobre el estado de las finanzas del Vaticano y ha escrito a la curia y al colegio cardenalicio para avisarles de que son necesarias medidas estructurales urgentes para frenar la crisis provocada por más de 80 millones de euros de déficit, solo en 2023. Los templos católicos se han caracterizado siempre por ser oasis frente al lenguaje comercial de las marcas contemporáneas. Ahora, el desfile de Fellini está más cerca que nunca de ser totalmente real.

Sobre la firma

Más información

Archivado En