Opinión

Todo lo que las feministas blancas hacemos mal

«¿Cómo que no soy una feminista fetén? ¿Cómo que hago cosas mal desde mi feminismo recalcitrante?».

Mujer blanca con camiseta feminista.Getty (Getty Images)

¿Cómo que no soy una feminista fetén? ¿Cómo que hago cosas mal desde mi feminismo recalcitrante? ¡Pero si soy “sonrojantemente” feminista, por favor! Pues no, otra vez una feminista racializada me pone en mi sitio. El libro Contra el feminismo blanco, de Rafia Zakaria, de la editorial Contintametienes, me ha vuelto del revés.  Esta escritora feminista y activista pakistaní explica cómo las mujeres blancas de clase media-alta han sido, hemos sido, las únicas que ha...

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¿Cómo que no soy una feminista fetén? ¿Cómo que hago cosas mal desde mi feminismo recalcitrante? ¡Pero si soy “sonrojantemente” feminista, por favor! Pues no, otra vez una feminista racializada me pone en mi sitio. El libro Contra el feminismo blanco, de Rafia Zakaria, de la editorial Contintametienes, me ha vuelto del revés.  Esta escritora feminista y activista pakistaní explica cómo las mujeres blancas de clase media-alta han sido, hemos sido, las únicas que han ocupado durante mucho tiempo el lugar de «expertas» en feminismo. Presidimos organizaciones feministas internacionales, escribimos lo que se considera el canon feminista, marcamos el lenguaje del movimiento mismo y la agenda de objetivos a cumplir.

La obra de Zakaria está plagada de ejemplos de todo lo que el feminismo blanco hace MAL creyendo que lo hace BIEN, desde nuestra “inocencia blanca feminista”, como dice la educadora holandesa afro-surinamesa, especializada en la diáspora afrocaribeña, Gloria Wekker. 

¿Pero qué es exactamente una feminista blanca? Según Wekker, “aquella que se niega a aceptar el papel que la blanquitud y el privilegio racial que lleva aparejado ha desempeñado y sigue desempeñando en la universalización de las inquietudes y las convicciones de las feministas blancas como las del feminismo en su totalidad”.

En la hermosa primavera del 2018 yo fui una de las que salió a la calle orgullosa y combativa al grito de “hermana, yo si te creo”, o “si nos tocan a una nos tocan a todas”. Hacía poco tiempo del espanto de La Manada, la violación grupal a una joven en Pamplona. Así que allá que fuimos, a construir entre todas la marea violeta.  La sororidad entre todas y para todas las mujeres. Un momento ¿para todas? ¿entre todas?.

Veamos. Tal y como apunta en el prólogo del libro la afro-feminista Esther (mayoko) Ortega Arjonilla, no había pasado ni un mes cuando se destapó el caso de los abusos sexuales y la explotación laboral entre las jornaleras de la fresa en Huelva, casi todas ellas, marroquíes, o mujeres de fuera. Yo ahí no salí a la calle, ni participé en marea morada alguna. Ni yo, ni prácticamente nadie. Leí unos cuantos reportajes de prensa, muy buenos, ví el programa que Salvados dedicó al asunto, me estremecí, me indigné, escribí un par de tuits, lo comenté en la radio y después volví a mis ocupaciones de mujer blanca, feminista, de clase media, periodista concienciada, etc…

Este sería la anécdota que cuenta bien la esencia del libro. Hagamos ahora categoría repasando todo lo que las feministas blancas hacemos mal, todo lo que hemos hecho mal a lo largo de la historia, desde los albores del feminismo y a lo largo y ancho de las disruptivas, convulsas, y fecundas olas feministas. 

Empecé a pensar en mi feminismo blanco privilegiado ( a tener certeza de tenerlo) tardísimo, yo diría que hace apenas seis o siete años, cuando descubrí a la primera feminista negra de la que tenía constancia, bell hooks, con su libro dardo, ¿Acaso no soy yo una mujer? (Consonni). Luego llegué otra feminista negra, Reni Eddo-Logde, con su ¿Por qué no hablo con blancos sobre racismo? (Península) que me desmontó además la serie Girls, de Lena Dunham, que “todos los críticos señalaban como la serie más feminista de la televisión en décadas”. Una serie abrumadoramente blanca que nunca se paró en mujeres marrones. 

Y en marzo de 2022 apareció Miki Kendall, negra como las demás, con su libro bala,  Feminismo de barrio, (Capitan Swing), y su declaración de intenciones: Soy la feminista a la que la gente recurre cuando ser dulce no basta, cuando decir las cosas con amabilidad una y otra vez no funciona”.

Así pues, ya contaba con tres feministas negras que ya me habían dicho todo lo que necesitaba saber sobre las carencias del feminismo supremacista. Y entonces llegó Contra el feminismo blanco para dejarme claro que mi universo de feminista blanca tenía aún miles de lagunas y clarísima falta de miras. 

El libro de Zakaria volvía a dinamitarlo todo. Las feministas blancas, desde la blanquitud se habían olvidado de la clase baja, de las mujeres negras, racializadas. Vale, esto ya lo había entendido. Ahora descubría además que era algo endémico, inveterado. Que el feminismo, a causa de esa blanquitud que se debe erradicar, se había olvidado también de los hechos históricos que habían llevado a esas mujeres marrones a donde estaban, de los estragos coloniales, de los delirios causados por nuestra supremacía, nuestro privilegio blanco. 

“El propósito no es expulsar a las mujeres blancas del feminismo sino erradicar la blanquitud con sus premisas de privilegio y superioridad, para promover la libertad y el empoderamiento de todas las mujeres”, dice la autora. Ese y otros tantos asuntos, he intentado resumirlos en este decálogo:

–Las blancas lo dirigimos todo y además rescatamos a las racializadas. 

Desde la blanquitud protagonizamos los foros, los debates, las ONG, escribimos libros canónicos, artículos, (de hecho aquí estoy) viajamos a países pobres a comprobar las realidades infernales, creamos el corpus sobre el que ha transitado y transita el feminismo y a veces cedemos espacios, palabras a nuestras compañeras marrones. Dice Mayoko, que además es activista antirracista y de la disidencia sexual, “las mujeres a las que cuales pagan por escribir sobre feminismo, por dirigir organizaciones feministas y por elaborar políticas feministas en el mundo occidental, son blancas y de clase media alta. En el otro lado están las racializadas, las mujeres de clase trabajadora, las de las minorías, las inmigrantes, las indígenas, las trans, la que residen en refugios,  muchas de las cuales viven vidas feministas pero rara vez llegan a hablar o escribir sobre ellas. Se asume vagamente que las mujeres realmente fuertes, las feministas de verdad, educadas por otras feministas blancas, no acaban en situaciones de abuso. Es una situación compleja que fomenta y sustenta la imagen de las feministas blancas como rescatadoras y las mujeres racializadas rescatadas”. 

En esa misma dirección habló Gayatri Spivak, teórica política con un ensayo revolucionario, ¿Pueden hablar los subalternos?, donde por primera vez subrayó cómo los europeos y las europeas dan por hecho que conocen a los demás, colocándolos en el contexto de los oprimidos. La famosa enunciación de la autora acerca de “los hombre blancos que salvan a las mujeres marrones de los hombres marrones”, sustenta buena parte de este libro. 

–Decidimos qué es feminismo y qué no

Rebeldia sí, resilencia no. Montar en patinete sí, huir a Occidente sí.

Sabemos qué es ser una buena feminista y qué no, incluso si las mujeres protagonistas de la acción están en latitudes diferentes, han vivido experiencias antagónicas, o simplemente tienen otra cultura u otras aspiraciones. Desde la blanquitud, la resilencia, por ejemplo, no es del todo feminista. Solo la rebeldía se considera una virtud feminista. Y eso deja fuera vidas enteras, como la de la autora, por ejemplo y la historia de su familia. Zakaria creció en Pakistán, vio cómo su madre su abuela y sus tías sobrevivían a todo tipo de sufrimientos horribles, a procesos migratorios, a perdidas de negocios que resultaron devastadoras, a maridos ineptos, a relaciones rotas a las discriminación legal y a muchas otras situaciones adversas sin sucumbir jamás a la desesperación, sin abandonar en ningún momento a aquellas personas que confiaban en ellas, sin dejar de superarse nunca. “Su resilencia, su sentido de la responsabilidad, su empatía y su capacidad para albergar esperanza son también cualidades feministas pero no del tipo que permita la actual aritmética del feminismo”, argumenta la autora.  La blanquitud dice: la virtud feminista máxima es la rebeldía, no la resilencia, por tanto la “resistencia de mis antepasadas maternas se etiqueta como un impulso prefeminista erróneo, carente de fundamento e incapaz de generar ningún cambio”. Las feministas pakistaníes no podrán captar atención alguna a menos que hagan algo susceptible de reconocimiento dentro de la esfera de la experiencia feminista blanca: montar en monopatín con el velo en la cabeza, manifestarse con pancartas, escribir un libro sobre sexo o huir a occidente. 

–Tenemos el complejo industrial de la salvadora blanca

En uno de los capítulos, Al principio había mujeres blancas, Zakaria pone el foco en ese complejo, cuya aparición sitúa en el era colonial. Y aborda un asunto apasionante. En el siglo XIX  los roles de género y los privilegios masculinos constreñían la libertad de las mujeres en sus países de origen, “así pues partir a las colonias ofrecía a estas una vía de escape únicas. Allí en la India, en Nigeria, gozaban de una significativa ventaja, el privilegio blanco, a pesar de que seguían están subordinadas a los hombres blancos, se las consideraba superiores por raza a los sujetos colonizados lo que les daba mas poder y mas libertad”. 

En este país soy una persona”, escribió a sus padres en 1902, la aventurera y polifacética británica Gertrude Bell, desde Monte Carmelo, en Haifa. En su país natal todo era fracaso, no había encontrado marido, etc. Pero “en el exótico Oriente había sitio de sobra para las señoritas londinenses que habían envejecido y quedado fuera del mercado nupcial”.  Ningún hombre marrón podía controlarla ni cuestionarla cuando recorría los bazares ataviada con su sombrero de paja y sus blancos vestidos ni castigarla por montar a caballo como un hombre.  Bell, curiosamente, se opuso tiempo después al sufragio femenino. 

Casi 50 años antes de que Gertrude Bell llegase a las colonias, las mujeres indias ya habían creado organizaciones de corte reformista, exclusivas para mujeres, y en la década de 1870 las indias publicaban sus propias revistas. Traducían  textos literarios del inglés y de otros idiomas europeos a lenguas locales y hablaban activamente  sobre su propio papel subordinado en la sociedad. En 1882 la India contaba con 2.700 instituciones educativas y 15 centros de formación para maestras. A partir de la década de 1890 las mujeres indas se licenciaban en centros de educación superior y en universidades y presionaban por lograr más oportunidades educativas. 

Pero todo esto importó poco. No solo desdeñamos los conocimientos autóctonos de las mujeres racializadas, además nos apropiamos del término empoderamiento, un concepto, según la autora, que “formulado y desarrollado por mujeres desde el Sur global, en concreto de India, es traducido bajo los preceptos del feminismo blanco especializado en cooperación e incorporado a agendas de organismos tan poco feministas como el banco mundial”. 

Y así, con todo eso a cuestas, llegamos a comienzos del XX cuando las sufragistas británicas estaban cerca de lograr el derecho a voto y “quisieron que sus hermanas inferiores colonizadas emprendiesen una lucha paralela, pero entonces, las reivindicaciones de las mujeres de la colonias, sobre todo de la India, estaba más en conseguir la liberación del mandato colonial”. ‘India no podrá ser libre hasta que las mujeres sean libres y las mujeres no podrán ser libres hasta que India lo sea’, fue el eslogan feminista que adoptaron de Gandhi numerosas feministas indias.  ¿De qué servía realmente votar en un país esclavizado?, se preguntaban ellas, no las feministas blancas. India y Pakistán, por cierto, los dos países creados tras la salida de los británicos de la India en 1947, reconocieron el derecho al voto de las mujeres en sus respectivas constituciones. 

La investigadora india, Gita Sen, junto a un grupo de activistas y políticas feministas del sur global crearon la red DAWN (mujeres por un desarrollo alternativo para una nueva era) que pretendía, con sede en Bangalore, India, impulsar las voces de las mujeres del sur global, que era algo que solían ignorar las blancas occidentales. Y esas voces defendían que“la igualdad con los hombres que precisamente sufrían desempleo, salarios bajos, condiciones laborales precarias, y racismo dentro de las estructuras socioeconómicas existentes no parecía un objetivo muy acertado ni digno”. 

–El asunto de las feministas racializadas ingratas y las cocinas limpias

Otra vez el salvador blanco en esta historia. Los profesionales del ámbito del desarrollo, las ONG y las Naciones Unidas llevan mucho tiempo tratando de erradicar las cocinas de leña en la India rural. Según nuestro baremo de mujer blanca occidental, eliminarlas les abriría un mundo mejor. Las activistas medioambientales también lo defendían. “Tenían que darles un horno mejor que el que según las excavaciones de la zona llevaba empleándose desde el 1800 a.c. El proyecto de erradicarlas traería consigo empoderamiento y un aire más limpio y pondría freno al agotamiento de los bosques”. ‘Alianza global de las cocinas limpias’, impulsada por la Unión Europea prometió que para 2020 habría 100 millones de estas cocinas. El banco mundial amasó para lograrlo una cartera de 130 millones de dólares procedentes de 13 países donantes.

¿Qué podía salir mal?. Bueno, para empezar, tal y como relata Zakaria, nadie les preguntó a ellas si las querían, ni se plantearon las razones por las cuales, al final, no las querían: 

“Por un lado, que la recogida de combustibles vegetales, (lo cual no implica talar arboles enteros, ni provocar el impacto medioambiental que se les atribuía) había sido durante siglos la forma ritual mediante la cual las mujeres rurales establecían y mantenían sus vínculos sociales, era durante esos intercambios cuando hablaban sobre cómo resolver los problemas de sus vidas, y superar las numerosas adversidades que surgían en sus comunidades. Compartían sus alegrías y sus pérdidas y las noticias de sus familiares y amigos, así pues era una parte esencial de la socialización exclusiva de las mujeres en esa zonas”

El programa de las cocinas limpias no analizó la cultura, incluso la demonizó como fuente del atraso y las adversidades que padecían las mujeres. El programa occidental no se paró a hablar de política, por ejemplo. El proyecto, llevado a cabo desde las mejores intenciones blancas para las pobres mujeres marrones tenía dos vertientes perfectamente argumentadas por Zakaria:

“Las cocinas tradicionales contaminan, originan espacios interiores llenos de humo y dan mucho trabajo a las mujeres que las usa, que pueden sufrir problemas respiratorios por su causa y que sin duda tienen ideas sobre cómo mejorarlas. Al mismo tiempo, las cocinas limpias se rompían y no había forma de repararlas fácilmente en las aldeas, mientras que las viejas estaban hechas de arcilla. Es obvio que había que encontrar una solución pero jamás debería haber sido una solución “blancocentrica” que solo tuviese sentido para los directores blancos y occidentales de los programas, que centran su atención en el individuo como emprendedor y no en la capacidad de las mujeres como colectivo para generar un cambio político y social”. 

El libro está plagado de asuntos así, con los que el mundo se siente bien, a los que las blancas feministas nos aferramos sin discusión. 

–Les damos cosas que no sabemos si quieren, o el caso de las gallinas de Melinda Gates

Leímos todas en su momento esta iniciativa tan incontestable de una de las mujeres más poderosas del mundo. En 2015 la fundación Gates donó 1000.000 aves de corral a mujeres particulares de algunos de los países más pobres del mundo. Melinda dijo: “una gallina pude marcar la diferencia entre una familia que sobrevive y una que prospera”. Además, los hombres no creen que las aves de corral merezcan la pena, por lo que dejan a las mujeres que se ocupen de ellas, y así se empoderen, venía a decir. 

Y así llegamos a Mozambique, donde se había puesto en marcha la prueba. Los estudios relevaron que a pesar de que las mujeres podían ganar algo de dinero a largo plazo no eran capaces de convertir las aves de corral en una iniciativa comercial rentable, porque los grandes productores del sector, con sus economías de escala, tenían la capacidad de producir huevos mas baratos. Eso significaba que las mujeres podían ganar en el mejor de los casos, unos 100 dólares anuales, no los 1000 previstos con la venta de huevos. Nadie lo tuvo en cuenta antes de lanzar la iniciativa.

Otro país, Bolivia, fue designado como destinatario de las aves de corral. Melinda no estaba preparada para la respuesta del ministro de desarrollo rural y tierras de Bolivia, César Cocarico, que calificó la iniciativa de ofensiva y declinó la oferta. “Gates no conoce la realidad de Bolivia si cree que aún vivimos como hace 500 años, en mitad de la selva y sin saber cómo producir. Con todo el respeto, debería dejar de hablar de Bolivia y cuando sepa más disculparse con nosotros”, dijo Cocarico.

Nadie se disculpó. Dato: Bolivia es un destacado productor de aves de corral, cuya industria avícola produce 197 millones de gallinas al año. 

Nadie se atrevería a considerar que los problemas de las mujeres blancas y occidentales que participamos de forma activa en las complejas sociedades modernas, se pueden revolver sin más con un simple obsequio. Pero en cambio se cree que las mujeres racializadas viven en un mundo más simple, privadas del éxito por problemas muy básicos que tienen soluciones muy básicas. 

Nos grita Zakaria que las feministas blancas damos por hecho, porque estamos “ayudando a África” y a otras regiones del sur global, que las “mujeres son pobres por su cultura o por su falta de agencia, o incluso de conciencia feminista, nunca porque el expolio colonial mermó sus recursos ni porque en la actualidad los intereses capitalistas de inversión calculan el valor de aquellas según el salario más bajo que se les pueda pagar por hacer camisetas o vaqueros”. Párrafos como estos la dejan a una varada y sin argumentos para rebatir, llenan la obra de feministas racializadas. Hay muchas más iniciativas parecidas llevadas a cabo por todo el entramado feminista occidental,  que nunca prosperaron, que se quedaron en buenas intenciones pero no cambiaron el sistema, ni las estructuras, que parchearon, que nos liberaron de la mala conciencia. Zakaria aborda el complejo industrial de la cooperación, que resume con este ejemplo, no por manido, por sabido, menos contundente. Las feministas privilegiadas y organizadas están dispuestas a donar dinero para la educación de las niñas de Bangladés a fin de apoyar a las mujeres, “pero no van a dejar de comprar la moda rápida que venden importantes marcas estadounidenses basada en la explotación de las mujeres de los países pobres. La bondad que implica el acto caritativo ayuda, por lo tanto a borrar su complicidad en un sistema global que resulta crucial a la hora de imponer jerarquías raciales a escala global”. Vamos de k.o de k.o

En estas misiones de rescate de niñas y mujeres negras, marrones, asiáticas “por naturaleza indefensas y primitivas”, que llevamos a cabo las salvadoras blancas para liberarlas de sus miserables realidades, no consideraríamos, por ejemplo la posibilidad de apoyar a las mujeres de la industria textil de Bangladés que intentan sindicarse para ejercer presión política y obtener mejores condiciones laborales. Solo ensalzamos y destinamos donaciones a lo que encaja en la misión de rescate. 

–Liberar del mal a las mujeres marrones, nuestras guerras feministas

Las feministas blancas estadounidenses de la década de 1960, en pleno Vietnam, abogaban por el fin de la guerra. Las nuevas feministas americanas del recién estrenado siglo XXI “optan por luchar en la contienda junto a los hombres y eso se considera un gran avance”. La autora califica la película La noche más oscura, y el papel de Jessica Chastain, como una “absoluta perversión del proyecto global de la igualdad de género”. Y sigue: “A medida que las feministas han ido progresando en el seno de sus respectivas sociedades y empezando a ocupar puestos cada vez mas relevantes, han construido un feminismo que utiliza las vidas de las personas negras y marrones como escena en la cual pueden demostrar a los hombres blancos sus credenciales. El feminismo, especialmente en lo que respecta al estado, se centraba en fomentar la paz y la no violencia” 

En  plena guerra de Irak, el pentágono y EEUU en general (con periodistas entregadas también a la causa) calificaron la contienda de feminista porque “la divulgación de los derechos de las mujeres como un objetivo real resultó evidente. Las mujeres estadounidenses se habían liberado y ahora irían junto a los soldados varones a Afganistán para acabar con el misógino régimen de los talibanes”, cuenta la autora. 

“Había programas en esa guerra que se basaban en la premisa de que se podía usar a las mujeres marrones como arma contra los hombres que eran sus familiares y amigos. Con esa petulante suposición por parte del feminismo blanco de que las mujeres afganas estaban tan desvinculadas de sus padres, hermanos y maridos, todos ellos crueles y salvajes según el imaginario americano, que servirían encantada como espías e informadoras para EEUU”. Una vez más nadie las escuchó, nadie les preguntó y sobre todo, nadie pensó más allá, nadie se paró a analizar que las mujeres afganas tenían un vinculo indisoluble con los hombres afganos y que bombardearlos a ellos afectaba directamente e las mujeres.  

La propia Gloria Steinem firmó la carta de la Mayoría Feminista en la que se pedía al presidente Bush que “por favor haga algo” por las mujeres de Afganistan tras el 11-S. Steinem, por cierto, en su libro Mi vida en la carretera, incluyó a 28 mujeres y tres hombres en su listado de mejores escritoras y escritores feministas contemporáneos. No aparece ni una sola feminista musulmana que no compartiese el apoyo de Steinem a la invasión de Afganistán. 

–También somos heroínas del periodismo feminista 

Zakaria cuenta otra historia pesarosa. La autora del superventas, El librero de Kabul, Asne Seierstad admitió sin reparos que se aprovechó al máximo de la formalidad cultural afgana que les obliga a ser hospitalarios y se instaló en la casa de una familia parar extraer material para el libro. Añade además que nunca dominó el dari, pero “al parecer se sintió legitimada para plasmar los pensamientos mas íntimos de las mujeres de la familia que solo hablaban en esa lengua”. 

No es la primera que vamos al sur global, con nuestros condescendientes juicios de valor, vitales y lingüísticos, extraemos de las mujeres marrones sus intimidades, y luego llegamos a Occidente y lo contamos en forma de artículo, de libro, de ensayo… “Los relatos resultantes por los que pagan a las autoras pero no a las sujetos narradores suponen una traición a la confianza de estas últimas o en el mejor de los casos se muestran sorprendentemente insensibles a los sentimientos”. 

Estas escritoras blancas, resalta Zakaria, suelen desaparecer de las vidas de las mujeres representadas desde el mismo instante en que se entregan sus relatos, sin que parezca que importen las consecuencias emocionales, políticas y prácticas de sus revelaciones y sus traiciones. La segunda esposa del famoso librero, por cierto, interpuso una demanda contra la autora por difamación y negligencia en la práctica periodística. “Mirar tras el velo de sus ¿ignorantes hermanas? ha sido un camino seguro hasta el éxito”, dice en el libro.

Tras leer decenas de ejemplos del relato, te queda claro que el feminismo que motiva el comportamiento de muchísimas periodistas blancas es desapiadadamente individualista. “Las feministas blancas de la era colonial querían divulgar sus maneras civilizadas, las postcoloniales quieren mostrar su valor y su compasión al tiempo que, a menudo, apoyan moralmente las crueldades que se han infringido en nombre del feminismo. Puede que los tiempos hayan cambiado pero el empeño de la blanquitud para sacar rédito allí donde puede, y dominar la narrativa para disfrazar ese provecho de benevolencia, sigue vigente”, remata la autora. 

Las mujeres musulmanas que más gustan a la prensa occidental son aquellas que se niegan a criticar abiertamente a Occidente, otra máxima que extraigo del libro. 

Acabo con otro ejemplo que me dejó pensando. Una serie fotográfica sobre las mujeres en Afganistán tras el 11-S de Lynsey Addario se convirtió en un éxito total y le otorgó una de las famosas becas ‘genius’ de la Fundación MacArthur. Addario se ha especializado en imágenes íntimas de mujeres extranjeras esencialmente negras y marrones publicadas en las principales revistas occidentales. En 2016, una de esas revistas publicó en portada una foto de una adolescente sudanesa prácticamente desnuda y embarazada del hijo de su violador, una imagen que “ninguna revisa publicaría si se tratase de una niña estadounidense”. El feminismo escoge así que parte de las vidas de las mujer afganas hace visibles para el mundo blanco y occidental. 

–Queremos que se liberen sexualmente, y tengan sexo, mucho, y según nuestras reglas 

Otra de las máximas del feminismo prosexo que cuestiona Zakaria es la idea de que las mujeres no serán libres a menos que logren plena libertad sexual. Acuñado como ‘sexualidad obligatoria’, y que viene de la definición que impulsó la feminista Kristina Gupta, de ‘heterosexualidad obligatoria’, para referirse al sistema de normas y prácticas que obligan a las mujeres a participar en la heterosexualidad. 

Sexusociedad es un concepto desarrollado en los estudios de género para describir un mundo forzosamente sexual. Según la autora, que participó en un postgrado sobre prosexo donde el empoderamiento sexual representaba el empoderamiento en su totalidad, “no cabe reflexión alguna sobre el peso de la sexualidad obligatoria y la falta de inclusión de cualquier perspectiva que no sean las más eurocéntricas hace imposible cuestionar en modo alguno el feminismo prosexo”. 

La autora, junto a Gupta y otras teóricas coinciden en que “la liberación sexual es crucial, pero no la esencia del empoderamiento. Rechazo que el placer sexual tuviera que ser el quid de la lucha feminista”. Y cuestiona la construcción desde el feminismo astuto, venal, de la mujer Cosmopolitan, descrita por el NY Times como artífice de su éxito, sexual, y sumamente ambiciosa. O el feminismo pop y amable de la serie Sexo en Nueva York, que llegó en el momento en el que el sexo seguía desempeñando un papel crucial en esta visión de la feminista moderna. 

Una lee a Zakaria y piensa, ‘claro, te cuestionas todos estos asuntos sexuales por tu fe, por tu cultura. La pacatería, el comedimiento, ya sabemos’. Pero enseguida deja claro su punto de vista, que está en las antípodas: “mi posición venía de la conciencia de los límites del poder transformador del feminismo sexi, en una sociedad en la que el capitalismo se ha apropiado completamente del sexo. Hay un vicioso circulo feminista blanco que hace que cualquier critica sobre la sexualidad obligatoria por parte de una mujer musulmana marrón, sea desestimada como una expresión de cierto malestar latente con respecto al propio sexo”. 

– Los hombres occidentales nos matan por su ego, los otros, las matan por honor. 

Zakaria fue una mujer maltratada. A los 25, tras llevar casada desde los 17, se escapó a un refugio para víctimas de violencia doméstica. Estuvo allí oculta con su hija de dos años durante meses por temor a que su marido la matara, como el resto de las mujeres que vivían en allí, muchas de ellas blancas y estadounidenses. 

Si su marido, que es de origen pakistaní, pero que ha pasado toda la vida en EEUU la hubiera matado, “automáticamente lo habrían calificado como un crimen de honor porque ambos éramos musulmanes”. La Human Rights Watch (HRW) vincula el crimen de honor con actos de venganza cometidos por familiares varones contra mujeres de la misma familia, entre otros supuestos. Dice Zakaria: “mi muerte habría cumplido con esos criterios, como también los habrían cumplido las muertes de cualquiera de las mujeres blancas que conocí en el refugio y que se enfrentaban a la violencia machista por haber abandonado a un hombre, por haber comenzado una nueva relación o por haber dañado el ego de alguno de los hombres que habían pasado por sus vidas”. Un momento, ¿honor?, ¿ego?, ¿qué sucede?. Pues como aclara la autora, nadie parecía haberse percatado de que honor y ego son reiteraciones de las mimas fuerzas de control patriarcal. “El honor es para los que forman una sociedad colectivista, es decir, las mujeres marrones; el ego, para los que viven en una individualista, es decir, nosotras. El honor jamás se atribuiría a ninguno de los miles de casos de violencia de género que se dan entre personas blancas”, Los crímenes de honor, además, son uno de los temas favoritos de los periodistas que informan sobre el mundo musulmán y consiguen un gran clickbait feminista. 

Me sentí incómoda en algunos momentos de la lectura, no quería reconocerme en sus diagnósticos, no me consideraba una de esas mujeres blancas “siempre a la defensiva y más interesadas en sentirse bien consigo mismas que en forjar un diálogo feminista más igualitario”. Pero sin duda lo estaba. Lo estuve fundamentalmente cuando leí lo relativo a la mutilación genital infantil, (MGF) que sin defenderla en absoluto, si al menos la confronta con otros asuntos como, atención, las agresiones estéticas que las mujeres occidentales llevan a cabo en sus cuerpos (ponerse prótesis mamarias, por ejemplo) por cuestiones también culturales. En este caso di un respingo, sobre todo porque aquí estamos hablando de niñas frente a mujeres adultas. 

En todo caso, me quedo con lo que señala la antropóloga Saida Hodzic sobre la MGF: “detrás del discurso sobre este asunto subyace el empeño occidental por fabricar sujetos africanos ‘modernos’ prometiendo o dando por hecho que la eliminación de la MGF modernizaría totalmente países africanos como Ghana, por ejemplo”.  

–El relato es nuestro. Nosotras podemos asistir a los congresos feministas mientras ellas asisten nuestras necesidades 

En 1979 la poeta, feminista, y activista por los derechos civiles, Audre Lorde, en una charla titulada, Las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo, lanzó la siguiente pregunta: “Si la teoría feminista blanda en EEUU no tiene que abordar las diferencias que existen entre nota y las consecuentes diferencias en los modos de presión que sufrimos, ¿cómo abordamos entonces el hecho de que las mujeres que limpian vuestras casas y que cuidan de vuestros hijos mientras vosotras asistís a congresos sobre teoría feminista, son, en su mayoría, mujeres podres y mujeres racializadas?”. 

Junto a ella, en los 70, las reivindicaciones de las mujeres negras estadounidenses comenzaron a estar presentes. En el 69, en el hospital Charleston, en Carolina del Sur, 12 enfermeras negras fueron a la huelga en protesta por la discriminación que sufrían. Fueron despedidas inmediatamente después y consiguieron que el resto de trabajadores afroamericanos se unieran tras el despido y se sindicaran. Las mujeres blancas no se pronunciaron, pese a que ellas “pueden denunciar la discriminación en nombre de todas las mujeres, pero las mujeres negras no. Las mujeres blancas adoptan los discursos de los hombres blancos. Y eso se considera progreso”. Al año siguiente, la realizadora afroamericana Madeline Anderson, (EEUU, 1923) dirigió el documental ‘Yo soy alguien’ (I am somebody, 1970) que narraba la lucha de ese grupo de trabajadoras. Fue la primera vez que una película vinculaba a las mujeres negras y la lucha por los derechos civiles. 

Pero el mundo del feminismo siguió siendo mayoritariamente blanco En junio de 2020, se publicó un reportaje en el Daily Beast, sobre racismo en el seno de la NOW, que es la mayor organización feminista de EEUU: 17 de las 27 integrantes de la junta directiva son blancas y diez de las once presidentas que ha tenido, también.  

Esa falta de sensibilidad se ve en los detalles. Por ejemplo, diferentes colectivos feministas, de esos que están integrados en la NOW, organizaron una Marcha de las mujeres, orgullosas con su compromiso público con una ideología interseccional. Pero pasaron por alto que el sábado, día de descanso para las clases medias, no era sino otra jornada laboral para las personas dedicadas al sector de los servicios y la hostelería, la limpieza los transportes y las labores asistenciales, trabajos mal remunerados que normalmente están desempeñando las personas racializadas e inmigrantes. 

Así que, tal y como apunta Zakaria, “la guerra en la que nos hayamos inmersas es una guerra por el relato. No se trata de eliminar a las mujeres blancas del feminismo, sino de eliminar la blanquitud en tanto en cuanto dicha blanquitud ha sido sinónimo de dominación y explotación, y jamás podremos lograr este objetivo sin el apoyo de las mujeres blancas”. 

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