Su agresor nunca pisó la cárcel: el trágico final de Daisy Coleman, la víctima de violación más mediática de EEUU
La superviviente de la violación de Maryville y protagonista del documental ‘Audrie & Daisy’ se quitó la vida el pasado martes. Su caso es otro ejemplo más del crudo peaje al que todavía abocamos a las mujeres víctimas de abusos que dan la cara al denunciar.
Daisy Coleman, superviviente de la violación de Maryville (Tennessee, EE UU) y protagonista del documental Audrie & Daisy (disponible en Netflix España), se suicidó el martes por la tarde. Tenía 23 años. Lo confirmó su madre, Melinda Coleman, a TMZ y también subió un post a Facebook para despedirse de su hija: «Era mi mejor amiga y una hija increíble… ¡Oja...
Daisy Coleman, superviviente de la violación de Maryville (Tennessee, EE UU) y protagonista del documental Audrie & Daisy (disponible en Netflix España), se suicidó el martes por la tarde. Tenía 23 años. Lo confirmó su madre, Melinda Coleman, a TMZ y también subió un post a Facebook para despedirse de su hija: «Era mi mejor amiga y una hija increíble… ¡Ojalá hubiese podido acabar con su sufrimiento! Ella nunca se recuperó de lo que aquellos chicos le hicieron y no es justo. Mi pequeña ya no está».
El caso de Daisy Coleman, al igual que el de Chanel Miller o el caso de Steubenville, ha sido uno de los más mediáticos de la última década en EE UU. Su historia se podría comparar con la de la víctima la Manada en España, solo que ella, desde un primer momento, vio como se hacía público su nombre, rostro y cuerpo frente a sus agresores.
El debate nacional sobre su figura comenzó en 2012, cuando, a los 14 años, acudió a una fiesta en un sótano junto a una amiga. Allí perdió la conciencia tras beber alcohol y fue violada (mientras un tercero lo grabó con su teléfono móvil). Fue su madre quien encontró a Daisy en camiseta de manga corta y pantalón de chándal semiinconsciente en la puerta de su casa en pleno mes de enero –donde la dejaron tirada desde una furgoneta–. Un examen hospitalario posterior confirmaría que Daisy había sido violada. Como culpable de la agresión fue arrestado Matthew Barnett, un popular jugador de fútbol del equipo de su instituto de 17 años, familiar de un antiguo representante estatal republicano (Rex Barnett). Al igual que en el caso de Chanel Miller o con el de los violadores de Steubenville, el agresor no se enfrentó a una duras represalias: se establecieron dos años en libertad condicional, nunca pisó un correccional y la narrativa que rodeó al caso en los medios se centraba en un «futuro prometedor» truncado por el incidente.
Aunque Anonymous utilizó sus vías de comunicación para ofrecer apoyo a Coleman durante las vistas judiciales –lo que multiplicó la fama del caso–, no lo vieron precisamente igual sus vecinos –y algunos comentaristas en los medios de comunicación que llegaron a decir que Coleman «esperaba ser violada». El acoso sobre Daisy y su familia fue asfixiante: los habitantes de Maryville (con un censo de unos 20.000 habitantes) salieron en defensa del jugador y comenzaron una campaña de bullying sobre la menor. «Me llamaban zorra, puta y fulana cada día. Lo que he pasado no está bien, y no está bien si le pasa a otras chicas», escribió en Seventeen. Dos años después de ser violada, Daisy pasó de los sobresalientes a los aprobados raspados y a ser sometida tratamiento psiquiátrico tras tragarse 50 benadryles en su tercer intento de suicidio por el acoso verbal y digital al que se veía expuesta. Todo este proceso se pudo seguir en el documental Audrie & Daisey (Netflix, 2016), que exhibía en primera persona ese calvario social y escarnio (público y digital) que sufren aquellas que han tenido el valor de llevar a juicio a sus agresores. En el film, Daisy y su madre llegan a mudarse de municipio con tal de empezar una nueva vida –Melinda, de hecho, alegó que fue despedida de su trabajo por el escándalo de la violación–.
A raíz de la fama del documental, Daisy Coleman coprodujo un corto documental en el que hablaba sobre las terapias que estaba siguiendo (Saving Daisy) y fue cofundadora de la organización sin ánimo de lucro SafeBAE para concienciar contra la cultura de la violación en los institutos estadounidenses. Desde que denunció a su violador, Coleman intentó suicidarse en múltiples ocasiones, vio cómo su casa ardía hasta los cimientos y se mudó de ciudad varias veces por el acoso que sufría.
Quién pierde realmente al denunciar a un violador
La confirmación del suicidio de Coleman llegó el mismo día que conocimos que el condenado por publicar una foto de la víctima La Manada se libraba de la cárcel. «La chica supuestamente violada por #LaManada ha pedido que no se difunda esta imagen porque quizá pensemos que solo era una golfa borracha», publicó en su cuenta abierta de Twitter Alberto Quintana, vecino de Valladolid. El Juzgado de lo Penal número 4 de Pamplona condenó en febrero pasado a Quintana a dos años y un día de prisión por delitos contra la intimidad y de revelación de secretos, pero la Sección Primera de la Audiencia, al resolver sobre su recurso, ha rebajado en un día la pena por una cuestión técnica, justo lo necesario para que el condenado no tenga que entrar en prisión
Tal y como explicaba El País al recoger la sentencia del caso, la publicación de esa imagen alteró aún más la vida de la agredida. Dejó sus estudios al verse en redes, fue reconocida por familiares y se planteó la idea de mudarse ante el temor de que pudieran reconocerla en su entorno: «Familiares y conocidos que no sabían que era ella se enteraron por esta publicación. Según apuntó la sentencia de febrero pasado, la chica abandonó sus estudios tras la publicación del tuit, ya que “tras la foto todos la reconocieron” e incluso le recomendaron “que se fuera de España”, algo que hizo durante un tiempo«. Quintana no pisará la cárcel, pero la superviviente de La Manada tuvo que mudarse, dejar sus estudios y plantearse salir de España por miedo a ser señalada.
¿Quién pierde realmente cuando se denuncia un violador? ¿Qué precio se paga en una sociedad que sigue sin estar preparada para actuar frente a la revictimización y que falla una y otra vez en el apoyo y acompañamiento institucional? La periodista y ensayista Rebecca Traister publicó hace unos meses El peaje del #Metoo. Evaluando los costes de quienes denunciaron, una interesante investigación en la que se ponía en contacto con personas que habían denunciado abusos o agresiones meses después de haberlo hecho. ¿Cómo había cambiado sus vidas? ¿Les mereció la pena haber dado ese paso?
Traister contactó con personas de distintos casos tras el terremoto que provocó el de Weinstein, personas que habían dado su testimonio frente a comités, algunos como testigos, otros que habían publicado posts inculpatorios en blogs, dieron entrevistas a reporteros o pidieron ayuda, a amigos y departamentos de recursos humanos y, a veces, a la policía. «Para algunos, los intentos de testificar fueron ignorados, sus historias se consideraron pequeñas u ordinarias. Para otros, más recientemente, la disposición a hablar sobre los mismos comportamientos fue anunciada como épica, un acto de coraje extraordinario», escribió la periodista sobre la reacción inmediata frente a sus acusaciones. ¿Qué pasa cuando pasa el tiempo?
«Lo que descubrimos, debo advertirles, no es inspirador», explica en el reportaje. Personas que han cambiado su nombre, se han mudado, no se sienten seguras en el trabajo o casos extremos como el de Christie Van, que denunció acoso en Ford Motors y desde entonces ha perdido su casa y ha sido separada de su hijo. Casos de pérdidas y sufrimiento frente a una minoría que afirma, sin vacilar, que volvería a hacerlo y no se arrepiente. «No se cuenta lo suficiente que los riesgos de denunciar replican, de alguna forma, los riesgos del acoso en sí: las presiones, las humillaciones, la posibilidad de que el historial profesional de uno se vea oscurecido por las difamaciones. Por supuesto, la escala del daño infligido a los narradores difiere, al igual que muchas otras cosas, dependiendo de su clase y raza, la estabilidad de sus puntos de entrada en una conversación pública y peligrosa».
Christine Blasey Ford, la profesora que acusó al magistrado Brett Kavanaugh de agredirla sexualmente, tuvo que mudarse por las continuas amenazas de muerte que recibía y dejar de dar clases en la Universidad de Palo Alto donde ejercía desde hacía años. En 1991, el 70% de los estadounidenses consideró que Anita Hill, la mujer a la que debemos que el debate sobre el acoso sexual se normalizase tras dar un paso al frente y denunciar en el Congreso el que sufría por el magistrado Clarence Thomas, se había perjudicado a sí misma por hacerlo. Mientras los medios suelen centrar narrativas sesgadas sobre las supuestas vidas truncadas de los agresores, algo falla cuando las mujeres que denuncian públicamente se ven abocadas a pagar ese alto peaje. Hill resumió por qué seguir haciéndolo: «Hay un coste. No paso mucho tiempo tratando de calcularlo. Lo que sí dedico tiempo a hacer es asegurarme de que los beneficios superen ese precio, que pueda avanzar y obtener resultados positivos. Para medir el progreso, no solo se trata de medir mi vida. Se trata de medir la vida de las mujeres, comprender que hemos seguido adelante, pero mirar con perspectiva y pensar qué podemos hacer para la próxima generación».