¿Somos la generación de los lloricas virtuales?

La queja digital se extiende en las redes sociales. ¿Crea adicción? ¿Qué hay detrás de esos perfiles virtuales quejosos? ¿Es más fácil ser quejica en las redes que en la vida real?

Warner Bros

Parece que últimamente hay una proliferación del lamento en las redes sociales y una cierta tendencia a verter en ellas todos los desasosiegos y frustraciones que uno padece. Puede ser un mero reflejo del signo de los tiempos que nos han tocado, pero también puede deberse a que lo 2.0 ampara y protege este tipo de conductas que resultarían cansinas en el 3D. Sin ir más lejos, una página como 11870 colecciona ahora mismo muchos más comentarios negativos de legiones de usuarios descontentos con tal o cual establecimiento que cuando empezó su and...

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Parece que últimamente hay una proliferación del lamento en las redes sociales y una cierta tendencia a verter en ellas todos los desasosiegos y frustraciones que uno padece. Puede ser un mero reflejo del signo de los tiempos que nos han tocado, pero también puede deberse a que lo 2.0 ampara y protege este tipo de conductas que resultarían cansinas en el 3D. Sin ir más lejos, una página como 11870 colecciona ahora mismo muchos más comentarios negativos de legiones de usuarios descontentos con tal o cual establecimiento que cuando empezó su andadura.

Pero, ¿cómo funciona la queja a nivel psicológico? Nos lo explica Emilio R. Cascajosa, community manager y psicólogo: “El victimismo es una postura inmadura y egoica. Normalmente tendemos a ejercitar una tendencia moral basada en culpar a los demás de nuestros propios errores, miedos y frustraciones. Desde una perspectiva de economía psíquica, siempre será menos costoso dejarse llevar por el lamento que asumir los errores y responsabilizarse de los mismos de forma adulta e integrada, sin presunciones ni lloriqueos vanidosos. Es fácil regodearse en el lamento. Más allá  del juicio pesimista, tendemos a mendigar la atención de los demás buscando un protagonismo que necesitamos a toda costa para reforzar esa necesidad ególatra más propia de los niños”.

W.H. (siglas inventadas para preservar el anonimato) reconoce que “puedo llegar a ser un quejica virtual, no lo niego. Ahora mismo no estoy pasando por mi mejor momento vital y no tengo mucha vida social, por lo que utilizo las redes sociales como desahogo emocional”. Y es que el efecto multiplicador de las Rrss es innegable. Hace poco, una amiga me contaba que había puesto un estado en Facebook diciendo que tenía un mal día y que el efecto posterior de ese post fue “una auténtica pasada, parecía mi cumpleaños, me contactó gente que hacía mil años que no veía”. W.H. coincide en esto: “Es cierto que los estados quejicas provocan muchas respuestas. Hay dos motivos. Uno es la intención de la gente por ayudar en la medida de lo posible. Yo creo que el ser humano es bueno por naturaleza; lo que pasa es que la vida social nos hace ponernos a la defensiva. Otro motivo es la fascinación que la gente siente por las vidas ajenas. Puedes estar charlando con un amigo en la llamada vida real y tal vez durante la conversación no te preste demasiada atención, si ésta es banal. Sin embargo, si le cuentas algo personal pondrá los cinco sentidos en lo que le estás diciendo”.
 

Emilio cree que el ‘nivel de queja’ es el mismo, pero ha aumentado es su visibilidad: “La inmediatez de las redes sociales unida a ese falso anonimato que arrastra el hecho de expresarse virtualmente a través de un avatar ayudan a que el victimismo cobre todavía más fuerza. Hay un potente impulso narcisista en las quejas que medios como Facebook o Twitter contienen. La única diferencia que encuentro entre el victimismo analógico y el virtual es la facilidad y la sensación de cobijo que aportan el hecho de expresarse de manera encubierta, sin que medie el contacto directo. Si a esto le sumamos el detalle de que los comentarios se ven reforzados con las valoraciones de las demás personas que forman parte de tu misma red de contactos, la afectación estará garantizada. A más "likes", más engordará ese ego estructurado en torno al victimismo. No creo que el lamento esté más de moda porque haya cambiado el medio, simplemente ahora es más visible: podemos postear la queja, compartirla y promocionarla”

Pero, ojo, ese apoyo virtual puede acabar convirtiéndose en una trampa mortal, un círculo vicioso: a más quejas, más apoyo… Y esto puede terminar cansando al personal, que, aburrido de ver cómo te has acomodado en la queja y no haces nada por solucionar tus problemas, prefiera borrarte de su lista de amiguitos virtuales. W.H. subraya que el problema es precisamente ese: “Ser pesado. No hay nada de malo en compartir con tus amigos lo que sientes; al contrario, es positivo y puede ser terapéutico. Te desahogas y te quedas más a gusto. Es tan balsámico como puede ser llorar. Hay quien se desahoga con un amigo, con un psicólogo o con un cura. Sin embargo, no se debe ser cansino o pesado. Es como los consejos. Tienes la obligación moral de aconsejar a un ser querido, pero no debes agobiarlo repitiéndole machaconamente lo mismo. Si esto pasa, el aconsejado puede acabar reforzándose en su postura y ser resistente al consejo, como las bacterias con los antibióticos mal utilizados”.


Y para evitar esta adicción funesta, la solución, según W.H, no difiere mucho a la correspondiente en el mundo ‘real’: “Lo ideal sería ir a la raíz del problema y solucionarlo. Sería genial tener una vida más o menos feliz y poder compartir esa felicidad con los demás. Luego, ya depende de la imagen que se quiera dar en las redes sociales. En la llamada vida real pasa lo mismo. Cuando salimos a la calle nos ponemos una máscara. Eso es la personalidad”. Emilio resume y sentencia: “Para dejar la queja virtual lo primero hay que hacer es dejar de ser un quejica en la vida real”.

Otro capítulo aparte merecería el hecho de que la queja va siempre unida al inmovilismo, a la negación de la acción; y quizás esta sociedad 2.0 es así: reacia al cambio y, por ello, potenciadora de la queja de sillón.

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