Y volver volver volver... a los comentarios familiares sobre nuestros cuerpos en las cenas de Navidad
Es difícil el fin de año, es difícil volver a gente por la que sentimos tanto cariño pero de la que también necesitamos tanta distancia como lo son las familias, pero más difícil es cargar con las presiones sobre el cuerpo
El fin de año debe ser una de las fechas más estresantes del calendario, a pesar de tener sobre esas angustias guirnaldas y lucecitas de colores. Están los cierres laborales o escolares, los finales, los informes y la terrible necesidad de hacer balances con respecto a metas o sueños que fueron imposibles de cumplir en un mundo y una generación para la que la previsión es una ficción monumental. A todas estas tensiones hay que sumar una de las que más me ha generado angustias a lo largo de la vida: las reuniones, reencuentros y agasajos familiares.
Por supuesto que siempre es una opción...
El fin de año debe ser una de las fechas más estresantes del calendario, a pesar de tener sobre esas angustias guirnaldas y lucecitas de colores. Están los cierres laborales o escolares, los finales, los informes y la terrible necesidad de hacer balances con respecto a metas o sueños que fueron imposibles de cumplir en un mundo y una generación para la que la previsión es una ficción monumental. A todas estas tensiones hay que sumar una de las que más me ha generado angustias a lo largo de la vida: las reuniones, reencuentros y agasajos familiares.
Por supuesto que siempre es una opción no ir, ausentarse y no someterse a las angustias afectivas de un re encuentro familiar. Mucho hemos discutido en los últimos años sobre las familias que elegimos y cómo debería ser voluntario y orientado por el deseo de ver a nuestras familias biológicas. Ríos de tinta se han escrito sobre lo tóxicos que pueden ser los vínculos filiales y sobre deconstruir su obligatoriedad en nuestras vidas. Sin embargo, aunque conocemos la teoría, estamos de acuerdo con los postulados y podemos construir otra clase de redes que nos sostengan, las familias y su arraigo en nuestras emociones no son algo tan sencillo de erradicar. Y aunque admiro profundamente esa determinación, muchas veces sospecho de las personas cuyo consejo es arrojado con sencillez: no vayas, como si el costo a pagar cuando una marca distancia de su familia no fuera también alto, complejo y extremadamente doloroso.
Es por eso que lo que mejor me ha resultado con los años es habitar la contradicción teórico-práctica y buscar la reconciliación de mis vínculos familiares con todos los otros aspectos de mi vida. No me considero menos crítica por querer pasar la navidad o el año nuevo con mi sobrino, mi mamá y mis tías y por el contrario sí me ha sido muy útil tratar de tender puentes en las conversaciones, elegir correctamente las batallas a dar y usar el humor como herramienta superadora, pedagógica y terapeútica. Todo esto ha resultado mejor que el ausentismo, que siempre terminaba por matarme de culpa y de un extraño pesar, porque aunque muchas veces sea un manantial de conflicto y disgusto, mi familia también ha sido amor, apoyo e identidad.
Uno de los puntos que más me generaba angustia eran los cambios en mi cuerpo. Soy una chica que creció en los noventas, hija absoluta de la cultura de la dieta, criada para temer a fantasmas, asesinos seriales y carbohidratos casi por igual. Aunque han sido muchísimos años de trabajo sobre la comida, de reaprendizaje para abandonar todo trastorno de la conducta alimentaria y poder disfrutar de comer, debo reconocer que este es uno de los asuntos más complejos y difíciles de desandar de mi psiquis. No tengo duda de que si pudiera optar por una lobotomía, lo único que me gustaría alterar para siempre es todo lo que aprendí cuando chica sobre alimentarme y sobre lo “mal” que estaba mi cuerpo, temas que todavía me acompañan. Por supuesto, la reunión familiar extendida, con tías, tíos, primos y demás parientes es el equivalente a Vietnam para mis traumas corporales.
Recuerdo sentirme ansiosa semanas antes de que llegaran el 24 de diciembre y el 31, desde ya imaginando los comentarios sobre si subí o bajé de peso. Si era el primer caso, un gesto de desilusión acompañaba las caras de mis tías y tíos, siendo esto lo primero que comentaban, casi sin excepción. Si era el segundo caso, entonces venían las felicitaciones, los halagos, las expresiones de “qué linda estás”, “cómo te estás cuidando”, “qué buena y juiciosa eres”. Pasaron muchísimos años desde que era una adolescente y unos pocos desde que el feminismo colmó casi todo en nuestras vidas, y aún así todavía temo muchos de esos encuentros. Ambos comentarios me ponen muy nerviosa y son verdaderos detonadores en mi relación con la comida. Me gustaría que no fueran. Me parece ridículo que siendo una persona racional (como creo que soy), cualquier referencia a mi cuerpo deslizada de ese modo todavía tenga el poder de desestabilizar mi vínculo con el comer, de resonar en mi cabeza durante un tiempo indeterminado.
Aunque no hay ninguna receta y yo soy una persona que evita el conflicto patológicamente, incluso en las fiestas (sobre todo en las fiestas), hace pocos años, mientras desfilábamos en saludos familiares a parientes cercanos y lejanos y volaban estos comentarios sobre cuerpos ajenos, yo ya más bien resignada, tratando de no darle importancia, vi cómo le daban esa instrucción a una prima menor. Y eso fue el puntapié que me animó. No pude tolerar imaginarme otra infancia y adolescencia de odio profundo e injusto por el cuerpo propio. Mi vida no es miserable, pero mi relación con el cuerpo es muy tortuosa (la mía y la de casi todas las mujeres que conozco) y estoy segura que de haberme ahorrado esos comentarios familiares, habría encontrado en ese ámbito un refugio a la violencia y gordofobia que ya ejercen todas las otras instituciones del mundo. De manera que respondí con amabilidad y firmeza que por favor no habláramos de los cuerpos ajenos, que esa costumbre me había traído muchos problemas en el pasado y que, además, estaba muy pasado de moda referirse de cualquier manera sobre el cuerpo de los demás. Santo remedio. Nunca volvió a suceder, al menos no al frente mío, que es lo único que importa. En mi pequeño manual sobre cómo elegir las batallas familiares, esa insurrección sencilla alteró muchísimo la convivencia en las navidades. Me permitió sacar del medio uno de los asuntos que mayor angustia me generan con la familia y, de ese modo, resolver una de las aristas de un vínculo tan contradictorio y complejo como lo es el de todos nosotros con nuestros parientes biológicos. Me tiene sin cuidado si llevó a interesantes reflexiones, o si tías, primas y primos de verdad consideran las razones por las que no está bien hablar de cuerpos ajenos, me basta con que ese hábito se haya erradicado de las fiestas porque yo, la sobrina “demasiado delicada” que “se ofende por todo”, se puede sentir mal. No tengo ningún problema en ocupar ese lugar mientras nos garantice a todxs una mejor convivencia y además, no puedo resistirme a la invaluable oportunidad de escandalizar parientes e incomodarles haciéndoles quedar en evidencia. Nadie resulta ofendido y vale mucho la pena.
Es difícil el fin de año, es difícil volver a gente por la que sentimos tanto cariño pero de la que también necesitamos tanta distancia como lo son las familias, y es difícil cargar con las presiones sobre el cuerpo, pero si hay algo valioso que he aprendido en el volver todos los años a esos reencuentros, es que expresarse es más que suficiente. No necesito un aprendizaje real, ni una reflexión genuina de mis parientes sobre los cuerpos o sobre su insistente pregunta “¿para cuándo la pareja y los hijos?”, solo basta con que no lo digan, con que no me lo digan. Esto también es un límite, un ejercicio de insurrección que merece importancia, por más tonto que parezca, y sobre todo: una tregua en la constante guerra con nuestros cuerpos, cómo nos vemos y cómo nos ve la sociedad.