Mujeres rapadas: las humilladas del pasado son las heroínas del presente
La cultura pop y una nueva generación de activistas rompen con los estereotipos de la feminidad y la sexualidad asociados al pelo.
«¿Es que has cortado con alguien?». Una y otra vez la misma pregunta. La misma que Rose McGowan no dejó de escuchar en noviembre de 2015, fecha en la que se rapó la cabeza, contradiciendo todo lo que su agente le había recomendado («o tienes melena o los hombres de Hollywood no te darán papeles porque no van a querer follar contigo, y si no quieren follar contigo, no te darán papeles. Consérvala»). ...
«¿Es que has cortado con alguien?». Una y otra vez la misma pregunta. La misma que Rose McGowan no dejó de escuchar en noviembre de 2015, fecha en la que se rapó la cabeza, contradiciendo todo lo que su agente le había recomendado («o tienes melena o los hombres de Hollywood no te darán papeles porque no van a querer follar contigo, y si no quieren follar contigo, no te darán papeles. Consérvala»). Se rapó para no sexualizarse más porque «me sentía como una muñeca hinchable, de esas que tienen el agujero en la boca». Lo que le sorprendió al hacerlo es que todo el mundo asumiese que se había hecho el clásico corte de la ruptura. Por un hombre. El rapado post corazón roto. «Todas esas preguntas me parecieron sexistas, estereotípicas y descorazonadoras», escribe en Brave (Valiente), las memorias que publicó hace unos meses donde narra cómo Harvey Weinstein la violó en 1997 y cómo fue la primera actriz en dar los pasos necesarios y alzar la voz para poner en jaque a toda una industria cómplice con el acoso sexual y las abusos de poder. La portada de su libro, simbólicamente, capta el momento en el que una maquinilla afeita su cabeza de forma catártica. «Sin pelo no te preocupas. Sinceramente, es liberador», defiende desde que se deshizo de uno de los símbolos de su carrera. «Es como si lo pudiésemos ser una cosa: pelo».
Su insurrección capilar supuso un punto de inflexión y llamada a la rebelión frente a la connotación de su imagen durante toda su carrera. Su bob perfecto en el trío sexual violento de The Doom Generation (1995), su melenita cobriza de vecinita como Paige en Embrujadas o su pelazo salvaje de mujer con pierna-ametralladora en Grindhouse (2007). Mcgowan se rapó y sí supuso una ruptura: la suya con todos los arquetipos hipersexualizados de su carrera. Dos años después de hacerlo, su imagen se ha convertido en un revulsivo incómodo contra la industria. Visita los platós en chándal con capucha, se sienta como un indio en las entrevistas y se ríe en la cara de los presentadores que tienen que ir en traje en los late nights (véase, Stephen Colbert). Su cabeza rapada es un símbolo de orgullo y supervivencia a un Hollywood que (supuestamente) nunca más será.
La intérprete se alinea en una nueva avanzadilla de mujeres rapadas en primeras filas del activismo global huyendo de estereotipos. Ahí está Tessa Asplund, cuya foto enfrentándose a una manifestación neonazi en Suecia dio la vuelta al mundo; Adwoah Aboa, la supermodelo activista –fundadora de Gurls Talk– que ha hecho de su rapado una vía de escape a la omnipresencia de caucásicas con melena a lo Bündchen en la moda femenina o Emma Gonzalez, la adolescente superviviente al tiroteo en un instituto de Parkland (Florida) que se ha erigido en voz y rostro de la rebelión del #NeverAgain, el movimiento estudiantil que pide reformar la legislación de las armas en EEUU. A González la extrema derecha la insulta llamándola «lesbiana cabeza rapada» (un republicano aspirante a las estatales de Maine tuvo que retirar su candidatura tras un tuit ofensivo) y su corte de pelo ha generado tanto revuelo que hasta Teen Vogue le dedicó una pieza al peinado del momento. La adolescente ofrecía una respuesta muy en línea con el salto generacional que vivimos: No, su peinado no es un alegato feminista. Se rapó como solución práctica ante el calor y porque tener melena supone gastos y cuidados. Fue por pura comodidad. «Vivo en Florida. El pelo es como un suéter extra que me veo obligada a llevar».
La potente simbología de sexualidad asociada a la cabellera femenina ha sido una constante sociocultural históricamente. El fervor que despertó el corte pixie de Vidal Sassoon a Mia Farrow en 1967 para La semilla del diablo certifica esa fascinación por ver a una mujer perdiendo a uno de sus supuestos estandartes de feminidad. El corte, por el que se dice que Polanski pagó más de 5.000 dólares al célebre peluquero para que volase desde Londres, fue todo un espectáculo con producción propia: al rapado acudieron fotógrafos y periodistas que narraron el suceso en los medios, en Life y en los noticieros que se pasaban en el cine antes de la proyección de la cinta. La leyenda diría que Frank Sinatra pidió los papeles del divorcio nada más ver a su mujer con tal aspecto, pero nada más lejos de la realidad. La propia Farrow lo desmentiría décadas después: a Sinatra le encantaba su corte, ella ya llevaba el pelo corto en Peyton Place, en La Semilla del diablo llevaba peluca en las primeras escenas y Sassoon y su cacareado corte apenas consistió en retocar un par de centímetros un pixie con el que ya llevaba meses a cuestas.
«Incluso en las películas, la mujer calva o rapada siempre tiene que jusficarse», lamenta Min Li Chan en su ensayo personal ¿Qué representa una mujer calva? (Buzzfeed Reader), donde recuerda los casos de Sigourney Weaver en Alien 3 (rapada para evitar violaciones en la cárcel) o el icónico afeitado entre lágrimas de Evey Hammond, el personaje de Natlie Portman en V de Vendetta. «Evey mantendrá su afeitado cuando sea liberada: lo que una vez fue símbolo de violación se transmuta a otro de resistencia a la tiranía y la conformidad», apunta la ensayista. El testigo de esa nueva simbología de guerreras rapadas contra un sistema opresor lo recogería Charlize Theron como heroína indiscutible en Mad Max: Furia en la carretera, generando nuevos referentes de fortaleza femenina a las nuevas generaciones. Fue en Imperator Furiosa en quién, precisamente, pensó Millie Bobby Brown cuando se tuvo que afeitar el cráneo para dar vida a Eleven en Stranger Things. «Raparme fue lo más empoderador que hice en mi vida», contaría en sus redes.
La connotación humillante (V de Vendetta) o arrebato forzado del poder sexual (Alien) también se enmienda en el cine. En la reciente Black Panther no hay traumas para la rapadas. Oyoke (Danai Gurira) lidera un ejército de mujeres calvas. Su alopecia simboliza una estirpe de mujeres guerreras y fuertes. En una de las escenas, la lideresa lanza una peluca que portaba como disfraz como arma contra su enemigo y descubre su cabeza afeitada con orgullo. La propia intérprete lo ha enfatizado este gesto durante la promoción del film: «Okoye resiente la peluca. Ella no la quiere ni la necesita. Tiene un tatuaje en su cuero cabelludo con su rango, y este la hace sentir poderosa. La película muestra cómo hay maneras infinitas de ser una mujer sin las trabas de las normas de género«.
La humillación histórica: las rapadas del franquismo
La liberación de las rapadas rompe con un legado patriarcal atado a la sumisión y la vejación del cuerpo femenino. En 1944, unas 20.000 francesas fueron rapadas por orden de su gobierno. Fue el ‘castigo’ que los aliados impusieron a sus ciudadanas, acusadas de colaboracionismo con el ejército alemán (en la mayoría de casos, por mantenido relaciones sexuales con los nazis). La humillación y cosificación sexual de las mujeres en conflictos y guerras no entiende de ideología. En España se vivieron estampas similares durante y después de la Guerra Civil. Tal y como recogía la muestra Yo soy. Memoria de las rapadas en el Muvim de Valencia, el bando franquista afeitaba a la mujeres por motivos tan dispares como haberse significado políticamente, haber dado agua a soldados republicanos o haberse tumbado a tomar el sol, en bañador, en la playa de la Malva-rosa en la década de los 40.
Existen pocas imágenes de las mujeres peladas del franquismo, pero un historiador, Arcángel Bedmar, se ha dispuesto a tratar de localizar a sus protagonistas y ponerlas en contexto. «Las afeitaban en los cuarteles de la Guardia Civil y en las sedes de la Falange. A algunas de estas mujeres se les dejaba un pequeño mechón de pelo en la cabeza en el que luego se les colocaba un lacito con los colores de la bandera monárquica. Generalmente, el rapado iba acompañado de la ingesta obligada de aceite de ricino, un laxante que tenía como fin simbólico ‘arrojar el comunismo del cuerpo'», aclara el también miembro del Comité Asesor de la Cátedra de Memoria Histórica del Siglo XX de la Universidad Complutense de Madrid.
El trauma pervive en las víctimas. «El miedo, la vergüenza y el deseo de no recordar algo tan doloroso aún persiste», resume Bedmar, que se ha topado con más de una negativa al tratar de recordar estos episodios con las protagonistas de las fotos. «Solo puede contactra directamente en Montilla (Córdoba) con una mujer que todo el mundo decía que había sido rapada, pero ella lo negaba, así que no conseguí ninguna información. En ese mismo pueblo concerté una entrevista con una señora pelada, y en el último momento se echó para atrás. Otras que quedaban vivas también se negaron a testimoniar sobre el tema. De hecho, cuando la Junta de Andalucía legisló en 2010 que estas mujeres pudieran cobrar una indemnización por los vejámenes que habían sufrido, parece que solo menos de 200 se acogieron a la medida, aunque es verdad que muchas ya habían muerto», apunta.
El historiador enfatiza el carácter de represión sexuada de los afeitados. «Aquellas mujeres recibieron castigos por su condición de mujeres, sin que estos mismos castigos se aplicaran a los hombres, al menos de manera habitual», cuenta y recuerda que además del rapado de cabeza, forzarlas a ingerir aceite de ricino y desfilar por las calles, llevarlas a limpiar el cuartel de la Guardia Civil o la sede de la Falange, y utilizar detenciones y torturas para que delataran a sus familiares varones que se habían escondido o habían huido, se «les hacían comentarios soeces, sufrían amenazas de agresión sexual, abusos y violaciones, debían soportar el asedio de quienes les solicitaban favores sexuales a cambio de gestiones para favorecer a familiares encarcelados e incluso se les imponía la prohibición de llevar luto por sus seres queridos asesinados». Tres generaciones después, aquellas rapadas que escondían su afeitado bajo pañuelos como si de una letra escarlata se tratara ya no son las humilladas de los represores. Aquel estigma se ha transformado en un estandarte de fortaleza y dignidad femenina de las nuevas justicieras.