Abracadabra: cómo las fragancias se convirtieron en un seguro de vida para el lujo

La perfumería ha sido siempre una de las mejores y más rentables bazas del lujo. A pesar de la covid, parece que seguirá siendo así.

Ilustración de los años cuarenta para los perfumes Schiaparelli realizada por Marcel Vertès.

La idea de que las fragancias son –junto a la cosmética y los accesorios– las que tiran del carro del prêt-à-porter de lujo es uno de los axiomas con mayor predicamento de la industria del lujo, prácticamente desde los días del Nº5 de Chanel, el genuino aroma del sistema de licencias que ha impregnado el sector de olor a millones durante un siglo (el que cumple justo este 2021 la emblemática fórmula que Ernest Beaux creó a instanc...

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La idea de que las fragancias son –junto a la cosmética y los accesorios– las que tiran del carro del prêt-à-porter de lujo es uno de los axiomas con mayor predicamento de la industria del lujo, prácticamente desde los días del Nº5 de Chanel, el genuino aroma del sistema de licencias que ha impregnado el sector de olor a millones durante un siglo (el que cumple justo este 2021 la emblemática fórmula que Ernest Beaux creó a instancias de mademoiselle Gabrielle). Una estrategia afortunada que ha permitido continuar en el juego a no pocas marcas, de Paco Rabanne a Mugler, pasando por Calvin Klein y Jean Paul Gaultier. Y, sobre todo, que se prolongue el rastro de sus nombres en el tiempo cuando ya nadie se acuerde de sus prendas.

Para el caso, la crisis de la covid-19 ha vuelto a darle la razón a quienes insisten en el cliché: dice el informe The State of Fashion 2021, la memoria del negocio elaborada anualmente por la consultora McKinsey y The Business of Fashion, que el segmento de la belleza –división que incluye perfumería, cosmética y productos de cuidado personal– demuestra otra vez su resiliencia frente al textil, que no volverá a ver cifras como las de 2019 al menos hasta el año próximo. Los datos, eso sí, hay que cogerlos con cierta prevención, porque la realidad es que las ventas de fragancias bajaron mucho durante los primeros meses de confinamiento, cayendo hasta un 12% (en España retrocedieron un 60%, según datos de la Asociación Nacional de Perfumería y Cosmética). Más allá del abandono higiénico-estético al calor de la cuarentena hogareña, la principal razón del frenazo se encuentra en el descenso del turismo: el 20% de las ganancias del mercado perfumero global vienen de viajeros que aprovechan la liberalización impositiva de los duty free para aprovisionarse de olores premium, esos aromas asociados al lujo que en circunstancias normales no bajan de los 80 euros el frasco. El reto difícil (pero no imposible) de trasladar la experiencia olfativa a los canales de venta digital es el otro factor que ha llevado a los principales agentes de la industria a repensar sus movimientos.

Chanel Nº5 (años sesenta).

Concebir la marca como un todo que integre las diferentes categorías de producto es el mantra que se repite insistentemente en la moda desde hace al menos tres lustros. La intención es que las líneas de perfumes, incluso cuando están licenciadas (es decir, producidas y comercializadas por empresas externas), se entiendan como parte del discurso creativo del diseñador o la diseñadora al frente. Por eso la mayoría se despacha exclusivamente en las propias tiendas de las firmas o en espacios específicos que posean en grandes almacenes. Por supuesto, la idea no es nueva, que desciende de la concepción de la imagen y del atuendo social en los albores de la alta costura: Worth ya vendía perfumes como complementos para sus modelos, y Jeanne Lanvin y Jean Patou (con Joy, reacción al desastre económico de 1929 y presentado como el perfume más caro del mundo) enseguida emprendieron el camino de Chanel. El auge de las fragancias de gran consumo espoleado a partir de los años ochenta por todo tipo de licencias (celebridades incluidas) que ayudaban a expandir el negocio y hacer caja terminó, paradójicamente, desconectado ropa y aroma. Fue en 2004, cuando un Hedi Slimane endiosado como director creativo de Dior Homme lanzó aquel trío aromático bajo la consigna Maison Christian Dior y todo cambió.

Con tal comprensión holística de marca, que no se veía desde la eau de parfum de Helmut Lang y cuyo culto se extendió entre 1995 y 2005, las colecciones de prêtà-porter recuperaban su relación con las de perfumes, en una narración única, no excluyente. Las líneas 001 de Loewe pergeñadas por Jonathan Anderson, la Pacollection de Julien Dossena en Paco Rabanne o la Bloom del Gucci de Alessandro Michele tienen la misma misión integradora. El propio Slimane (que no pudo atacar la división de fragancias en sus días en Saint Laurent y por eso se fue) volvía a hacerlo a finales de 2019 como dueño y señor de Celine, envidando con otro órdago de 11 perfumes exclusivos en clave unisex. En los aromas de género fluido, por cierto, está hoy el quid de la cuestión. Tanto que el pionero CK One de Calvin Klein, lanzado en 1994 en pleno furor del olor a espíritu adolescente, tiene desde el año pasado su contrapartida aún más inclusiva: CK Everyone. A la diversidad también por el olfato.

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