Rumiantes, bruxistas, disociadas: lo gótico de mascar chicle hoy
La investigadora Núria Gómez Gabriel analiza sus usos y su relación con la ansiedad en un texto inédito para la ‘newsletter’ de ‘Lo raro es vivir’
**Núria Gómez Gabriel (Barcelona, 1987) es investigadora y comunicadora cultural. Su práctica atraviesa las pedagogías críticas, la curaduría de arte contemporáneo y la escritura de ensayo. ‘Traumacore, crónicas de una disocación feminista’ es su primer título en Cielo Santo. Podéis seguir el trabajo de Núria en Instagram.
–Mi abuela decía que las chicas guapas mascan tanto chicle k se les pega en el pelo y se les pudre x dentro –proyecta Xènia en clase.
–El chicle es un complemento gótico –comparto–, no importa si es real o imaginario, tropical o fresa limón, esconde casi siempre un deseo reprimido. Ella me mira de frente sin sorprenderse en absoluto porque me caló el primer día de curso y las dos nos sentimos bastante cómodas en la sombra monstruosa que proyecta el chicle en la actualidad. Ese eslogan, esa frasecita escrita en WordArt Y2K para el anuncio de la colección de looks que Xènia Rumeu está diseñando en la universidad, me conecta rápidamente con aquello que Laure Vega dejó escrito en su crítica literaria Tea rooms: Diez horas de trabajo, cansancio, tres pesetas sobre las narrativas de clase:
“El bruxismo de clase [género, raza] es un gesto que se reproduce ante los daños de la vida áspera y que consiste en bajar la cabeza, tragar saliva, serrar los dientes. Un gesto que se reproduce ante cada abuso, cada humillación, cada comentario de mal gusto, cada infantilización. Porque las respuestas nunca dichas y la voz que nunca se levanta producen un tipo de dolor especialmente agudo al alma. Un dolor de mandíbula que no se produce en unas horas, días, ni años, sino que es un dolor de toda la vida, de todas las vidas”.
–¿Pero tú exactamente qué comes cuando masticas chicle? –insisto en preguntar.
–Mucha vergüenza –responde Xènia–, una vergüenza que arrastro desde finales de la ESO, cuando desarrollé un trastorno de conducta alimentaria. Vergüenza e incomodidad. Tengo muchísima tolerancia a la incomodidad física. Voy con tacones, las medias que se me caen, la falda que se me sube, el top que se me salen las tetas y la gente me pregunta cómo lo soporto, y es que lo que pasa es que si puedo controlar esta incomodidad; la otra, la de dentro, la voy sacando de a poquito y pierdo la vergüenza de no encajar en los moldes que identifico haciendo vida en la calle y en la universidad.
Intercambiamos referencias culturales sobre la romantización del chicle en la representación de una feminidad enmascarada de éxito y comodidad: el meme que viralizó Rosalía en el que la cantante incorpora el gesto de masticar chicle con cara de asco en sus coreografías; la sensualidad contenida en las burbujas de las pin-up como Frenchy en la película Grease; el impacto conceptual de la estrella adolescente que desencadenó el segundo álbum de Britney Spears bajo el nombre de Oops… I Did It Again; el póster decorativo Bunny (Kate Moss Bubblegum) de Michael Moebius y sus múltiples variaciones en las que la modelo aparece enchicletada; también conversamos sobre la escena Get Your Gum en Hannah Montana; y de Violet Beaurgarde, una de las niñas, reconocida por ser grosera, competitiva y egocéntrica, que obtuvo el tiket dorado para ingresar en la fábrica de chocolate de Willy Wonka y que el mayor de sus logros era su condición de campeona mundial juvenil masticadora de chicle, un título que ganó masticando el mismo chicle (¿su propio orgullo? ¿su dignidad?) durante tres meses seguidos.
Antes de cerrar la libreta de apuntes, comparto con Xènia el trabajo de Blanca G. Terán en la performance #realitycow. Un ejercicio estético en el que la artista toma como punto de partida la acción de masticar chicle para indagar sobre la experiencia a la que ella y su compañero de trabajo Óscar H. Tristancho llaman “sujeto vaca”: 20.000 golpes de mandíbula y 200 litros de saliva.
Mi intención es que nos adentremos un pelín en el fenómeno de la rumia. Algo me dice que la industria del chicle está creciendo porque una de las experiencias que nos atraviesa con más fuerza en la actualidad es la rumiación. Ya no solo por la gran cantidad de personas que regurgitan la comida, sino por un corte de digestión mental. Pasa que por mucho que desees detener tus pensamientos y distraerte con otra cosa, ahí están, acechándote. Tu mente mastica las mismas preocupaciones una y otra vez, como un chicle que una estira, y vuelve a introducirse en la boca sin saber muy bien por qué. Errores cometidos, oportunidades perdidas, cosas que pudimos hacer de otro modo, todo aquello que tenemos la oportunidad de decir, pero que, sin embargo, decidimos ensombrecer disociándonos de la realidad. Desconectamos y nos relacionamos con el malestar de forma oscuramente llana y sarcástica. Pensamientos reprimidos que en ocasiones fosilizan en combustible para ese bucle de rumia excesiva. Las mismas inquietudes y los mismos miedos en un ciclo interminable al que el cerebro se vuelve adicto cuando no encuentra una resolución a sus problemas.
Da igual si lo masticas con la boca abierta o con cara de asco, disimuladamente, yendo al gimnasio o en la cola del paro. Explica Lorena Castell que el gesto de mascar chicle puede producir dos tipos de reacciones: deseo o repulsión. El chicle se convierte así en el perfecto complemento gótico para las que estamos desquiciadas. Rumiantes, bruxistas, disociadas.
–Comer chicle tiene dos caras muy diferenciables –aclara Xènia sin dudar ni un segundo–, una es estar masticando chicle; y, la otra es que nunca, pero nunca, tiro el chicle. No solo lo mastico, sino que también lo llevo muy pegadito al cuerpo, en el pelo. Esto se acentúa cuando estoy cansada y pienso “¿qué hago aquí?, no sé si esto tiene mucho sentido”. Entonces, es como si llevase puesto el chicle. Así, grande, encadenado a mi cuerpo, lo tengo que arrastrar, con su color rosa liloso, metálico, pesa mucho y hace un ruido ensordecedor, de hierro.
Se me ocurre contactar con Ariadna Parreu a propósito del glosario de materiales que acompaña su última exposición escultórica BOCA BOLA. En nuestra recién colaboración sobre su muestra me quedó súper pendiente preguntarle por la composición material del chicle porque, como buena amante de lo blandengue (@conocimientoblando), Ariadna sabe que hay algo de espeluznante en los dientes:
“Ese trauma amnésico después del mamar, donde el dentro es fuera y el hueso brilla y duele. Masticar sin tragar. El chicle, pasta plástica-elástica con colores y sabores de reminiscencia afrutada, una esencia vegetal concentrada en una masa de temporalidad geológica. Los más usados no proceden de la cavidad terrenal sino de árboles, como el caucho blanco de los neumáticos, aunque es oscura su transformación, o de deposiciones de una bacteria. Scité ya’, la acción de masticar da nombre al producto originario, el tzictli, la savia del chicozapote que se obtiene a machetazos. Podría haberse llamado de cualquier modo, ahí donde había árboles, se masticaba para un autocuidado de sobreproducción estimulada de saliva, pero se explotó este: el de una promesa de un héroe militar criollo exiliado en los EEUU, el estraperlo de la segunda guerra mundial, lo popularizó. Goma de usar y tirar para rumiar; un subproducto colateral de la fiebre del autoabastecimiento por si aca’ se viene una guerra”.
Contra tu boca mental. Así lo evidencia Rankin Carroll, director de la marca Mars, cuando confiesa que este año planea desembolsar aproximadamente 50 millones de dólares en la campaña Calma tu ‘Menteboca’ con la que asegura que el chicle puede callar los pensamientos intrusivos y aumentar la confianza. Una boquita en la frente protagoniza el comercial. Orbit lo va a petar.
–Entonces, las que tenéis vacaciones y podéis parar de currar, ¿sois “sujeto vaca” también en verano? ¿desaparece la rumia o quedó instalada para joder vuestro descanso y bienestar?
–El otro día fui al súper y pillé dos paquetitos monísimos y me los metí en el bolso.