Por qué la cocaína favorece la violencia sexual
La cocaína desata los instintos primarios, de la mano de la verborrea, la grandiosidad y el deseo de dominancia. Prevenir su consumo reduciría la exposición a experiencias traumáticas que son un factor de riesgo de graves trastornos mentales
Es un clásico de las guardias hospitalarias de fin de semana: el paciente es llevado de madrugada por sus compañeros de farra, algunos asustados y otros infantilmente risueños. El chico presenta unas pupilas como dos agujeros negros, está sudoroso, taquicárdico y no para de moverse. Conductualmente, se muestra retador, desafiante, buscando pelea. En un momento dado, ante una mínima frustración —una leve espera en ser atendido, una petición de análisis de tóxicos en orina, por ejemplo—, eleva el tono de voz, insulta, denigra a todos los presentes y pega una brutal patada a un monitor de constantes vitales. Ni sabe su coste, ni le importa. Se le acerca algún enfermero para calmarle y entra en escalada, a veces haciéndose el ofendido: “¡Que no me toques!”, repite. Uno que recuerdo se fijó en la joven residente que me acompañaba y le dedicó varios comentarios soeces y machistas. A mí me dijo: “Te voy a arrancar la cabeza”.
Estas escenas nocturnas no son agradables y requieren del personal sanitario mucha paciencia, dedicación y templanza de espíritu. Pero lo más chocante es visitar al enfermo a la mañana siguiente y encontrar a un desvalido corderito. Envuelto en sábanas, aturdido por haber dormido poco, sollozante y arrepentido.
La cocaína es, de lejos, el psicoestimulante ilegal más usado en el mundo, con aproximadamente 23 millones de consumidores, cifra que va ascendiendo. Esta sustancia dispara en el cerebro las concentraciones extracelulares de dopamina, noradrenalina y serotonina, actuando especialmente sobre las vías de la recompensa. Por eso, inicialmente, produce aumento de la energía, las emociones positivas y la confianza. Es altamente adictiva y puede tener graves consecuencias médicas, psicosociales y psiquiátricas. Nada menos que la mitad de los consumidores desarrolla síntomas psicóticos a lo largo de su vida, incluyendo reacciones paranoides, delirios o aterradoras alucinaciones visuales o táctiles.
Se asocia también a crisis de pánico, depresión y desregulación emocional. Pero otro efecto de la cocaína es especialmente relevante para la convivencia y la salud de las víctimas: se asocia robustamente a irritabilidad, agresividad, conductas de dominación y delitos. En estado de intoxicación se desatan los instintos primarios, de la mano de la verborrea, la grandiosidad y el deseo de dominancia, y se pueden aplicar ferozmente contra la persona que está más cerca.
La violencia en el ámbito doméstico es aterradoramente frecuente: una de cada cinco mujeres estadounidenses la ha sufrido. Y algunos estudios indican que el 92% de los hombres que agredieron a su pareja femenina había consumido sustancias el día de la agresión, de los cuales el 67% había consumido la explosiva mezcla de cocaína y alcohol. Una deriva del tema son las agresiones facilitadas por drogas administradas a la víctima, normalmente altas cantidades de alcohol.
En un estudio español entre 1.600 mujeres jóvenes, la mitad reportó haber sido víctimas de actos, comentarios o insinuaciones sexuales no deseados, que van desde el acoso verbal hasta la penetración forzada, con sustancias tóxicas de por medio. El riesgo aumenta en mujeres extranjeras, de bajo nivel educativo y no heterosexuales. La foto del estudio nos muestra que el consumo de alcohol en la víctima y de alcohol y cocaína en el agresor suponen un caldo de cultivo propicio para la violencia sexual. Por supuesto, no se trata exclusivamente de un efecto químico. Los contextos asociados al tráfico de drogas, la pobreza, la exclusión social y la falta de oportunidades aumentan la probabilidad de violencia. Piensen en el estremecedor cóctel de cocaína y prostitución, donde las mujeres son consideradas objetos sexuales y donde la violencia contra ellas está normalizada.
El uso de alcohol, cannabis y cocaína está dramáticamente arraigado en nuestra sociedad. Alguien me tiene que dar muchos argumentos para aceptar que tolerar o fomentar las drogas es de izquierdas: arruina la vida de los más vulnerables. En los años ochenta el viejo profesor Tierno Galván —admirable, por lo que dicen, en todo lo demás— alentó a las masas con su “el que no esté colocado, que se coloque”. La devastadora epidemia de heroína y delincuencia ya había estallado en los barrios populares, para desgracia de las sufridoras madres. El boom de la cocaína iba a seguir a continuación, con el ilusorio marchamo de droga de ganadores, y porque generaba esa hiperactivación tan propicia para el ritmo frenético de nuestros días. Con el cannabis, aún tenemos partidos políticos que minimizan sus daños, contra la evidencia científica disponible, y es consumido por el 28 % de los adolescentes españoles; todos ellos, con cerebros en desarrollo. Socialmente, tomar sustancias tóxicas parece un signo de ser enrollado, saber divertirse y sentirse parte de un grupo.
El discurso antidrogas, en cambio, suena puritano, retrógrado y punitivo. Pues que siga la fiesta, ¿no? Depende de lo que nos importen, por ejemplo, los problemas de salud mental, el fenómeno de la violencia machista o el maltrato infantil, en los que el alcohol y la cocaína parecen ser relevantes. Prevenir el consumo de estas sustancias reduciría la exposición a experiencias traumáticas, que son un factor de riesgo de desarrollar graves trastornos mentales. Si como sociedad apostamos realmente por la prevención, uno de los objetivos tiene que ser tratar de revertir esta distorsionada percepción social de las drogas, informar abiertamente a los ciudadanos sobre sus efectos neurobiológicos o las consecuencias a largo plazo de su consumo y ofrecer tratamiento y ayuda a las personas adictas.