Dopaje (electrónico) en ajedrez
Las trampas con ayuda de computadoras que superan al campeón del mundo son ahora el gran peligro
No se conoce caso alguno de ajedrecista que haya mejorado su rendimiento con sustancias ilegales. Pero el dopaje electrónico (sobre todo, en los torneos por internet) sí es un problema grave. Hay maneras de paliarlo; de momento, eficaces. ¿Pero qué ocurrirá cuando sea normal llevar un chip implantado en el cerebro? En realidad, las trampas en el ajedrez relacionadas con máquinas ya existían en el siglo XVIII.
La lista de sustancias prohibidas que la Agencia Mundial Antidopaje (WADA) aplica al a...
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No se conoce caso alguno de ajedrecista que haya mejorado su rendimiento con sustancias ilegales. Pero el dopaje electrónico (sobre todo, en los torneos por internet) sí es un problema grave. Hay maneras de paliarlo; de momento, eficaces. ¿Pero qué ocurrirá cuando sea normal llevar un chip implantado en el cerebro? En realidad, las trampas en el ajedrez relacionadas con máquinas ya existían en el siglo XVIII.
La lista de sustancias prohibidas que la Agencia Mundial Antidopaje (WADA) aplica al ajedrez —reconocido como deporte por el Comité Olímpico Internacional— es la misma que para las demás disciplinas. Un jugador que además sea culturista puede dar positivo por un anabolizante, cuyo consumo no influye para nada en su rendimiento ante el tablero. Si está muy nervioso y toma un betabloqueante, le ayudará a evaluar, planear y calcular con calma y precisión; pero cuando lleguen los apuros de tiempo (pocos minutos para muchas jugadas) y necesite un cerebro muy veloz, es muy probable que el betabloqueante le haga perder la partida. Y lo contrario ocurriría si tomase una anfetamina por cansancio extremo: no podría pensar con sosiego porque estaría como una moto.
Al igual que con el dopaje genético (cambiar músculos a la carta en el deporte profesional), es posible que ya se estén probando sustancias que mejoran el rendimiento cerebral sin esos efectos contraproducentes, y no haya trascendido aún. Pero lo que preocupa en el mundo del ajedrez, desde hace 25 años, no es eso. Un jugador puede esconder en su oído un microauricular que burla a los detectores de metales, por el que un amigo le está soplando los mejores movimientos con la ayuda de programas que calculan millones por segundo (desde hace 15 años, el mejor ajedrecista del mundo no es un ser humano). Más grave aún: una de las mayores ventajas del ajedrez, muy popular durante la pandemia, es que se puede practicar por internet; pero entonces las trampas son mucho más difíciles de detectar.
Como en el atletismo, ciclismo y otros deportes, la ciencia es siempre más rápida que la ley. Pero también hay métodos eficaces ―aunque no al 100%― en el deporte mental: algoritmos que calculan el porcentaje de jugadas que coinciden con las que harían los mejores ajedrecistas de silicio; si es muy alto en varias partidas del mismo torneo, el investigado es un genio o un tramposo, y la diferencia suele aclararse pronto.
Si hablamos de ajedrez telemático profesional o de aficionados de alto nivel (por ejemplo, el Torneo Mundial Escolar Expo Dubái, organizado recientemente por el Pabellón de España con 2.600 adolescentes de 53 países), hay que tomar además otras medidas. Cada jugador está vigilado por dos cámaras: una, trasera, muestra la pantalla donde disputa la partida y sus alrededores, así como sus manos; la otra, frontal, su rostro; además, tiene que compartir su pantalla con el árbitro a través de un programa específico, y las cámaras deben tener activado el audio para constatar que nadie le está soplando jugadas ni dando consejos. Aún con todo eso, hay sanciones por trampas, pero en un número manejable, de momento. Entre otras razones, porque sería absurdo que un jugador de élite se arriesgase a tirar su prestigio a la basura ―y con él, decenas o cientos de miles de euros cada año― por mejorar sus resultados.
Hacer trampas en ajedrez con máquinas viene de muy atrás. Sería divertido sacar de su tumba al afamado ingeniero e inventor austro-húngaro (hoy sería eslovaco) del siglo XVIII Wolfgang von Kempelen (1734-1804), a quien Edgar Allan Poe dedicó un ensayo, y ver qué cara pone al observar toda esa parafernalia. La creación que le hizo inmortal fue una máquina, vestida con ropas turcas, que jugaba al ajedrez en exhibiciones por diversas cortes europeas. El Turco de Kempelen ganó, entre otros, a Napoleón y Catalina la Grande. Y más tarde, en una gira por América con Kempelen ya fallecido, a Benjamin Franklin y muchos más.
Un ajedrecista bajo escondido
La trampa era un ajedrecista de alto nivel y muy baja estatura escondido en el interior. No se descubrió durante decenios por la gran inteligencia de Kempelen, quien, gracias a un preciso juego de espejos, abría las puertas de los cuatro lados de la máquina sin que se viese nada sospechoso. Y encendía candelabros en la parte superior para disimular el humo de la vela que alumbraba al jugador oculto.
Si Kempelen, inspirador del inventor español Leonardo Torres Quevedo, no se muriese otra vez del susto, habría que contarle lo que viene: chips insertados en el cerebro, que serán muy útiles, por ejemplo, para descubrir o prevenir enfermedades. Cabe suponer que instalar ahí un ajedrecista de silicio será muy fácil. Por tanto, las herramientas profesionales de los árbitros de ajedrez incluirán un detector y desactivador de esos artilugios en cada torneo, presencial o telemático. Fascinante mundo el que ya está a la vuelta de la esquina.
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