Alfiles, chips y proteínas
La inteligencia artificial ha logrado enormes avances tras experimentar con el ajedrez desde 1947
Una curiosidad muy útil para que periodistas y conferenciantes llamen la atención: el número de partidas distintas de ajedrez (un uno seguido de 123 ceros) es mayor que el de átomos en el universo conocido (un uno seguido de 80 ceros). Pero ese dato explica además por qué el deporte mental ha sido un gran campo de experimentación de la inteligencia artificial desde 1947, impulsando tremendos avances científicos. El último está revolucionando la biología.
La ciencia de hace solo medio siglo decía que se necesitarían miles...
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Una curiosidad muy útil para que periodistas y conferenciantes llamen la atención: el número de partidas distintas de ajedrez (un uno seguido de 123 ceros) es mayor que el de átomos en el universo conocido (un uno seguido de 80 ceros). Pero ese dato explica además por qué el deporte mental ha sido un gran campo de experimentación de la inteligencia artificial desde 1947, impulsando tremendos avances científicos. El último está revolucionando la biología.
La ciencia de hace solo medio siglo decía que se necesitarían miles de millones de años para desentrañar todas las configuraciones posibles de una proteína, sustancia básica de la materia viva. Pero, el pasado noviembre, la empresa DeepMind (Google) logró que su programa AlphaFold descifrara en unos minutos la estructura de dos tercios de las proteínas que forman el cuerpo humano. Este era el segundo mayor reto de la biología, después del genoma (el código donde están todas las instrucciones para fabricar proteínas). Aunque todavía queda mucho trabajo por hacer para consolidar la hazaña, el avance es descomunal; por ejemplo, conocer a fondo la proteína del coronavirus ha sido fundamental para luchar contra la pandemia actual.
AlphaFold es hijo de AlphaZero, otro invento revolucionario que a finales de 2017 derrotó con claridad a los programas líderes hasta entonces en go (juego cuyo número de partidas posibles es 300 veces mayor que el del ajedrez), shogi (ajedrez japonés) y ajedrez. El método para lograrlo asombró incluso a los científicos: solo le programaron las reglas básicas de esos tres juegos; y luego disputó millones de partidas contra sí mismo en pocas horas hasta alcanzar un nivel técnico que no debe de estar muy lejos de la perfección.
Para entender cómo se llegó hasta ahí tenemos que retroceder hasta 1947, cuando dos padres principales de la informática, Alan Turing y Claude Shannon, eligieron el ajedrez como campo de experimentación de la inteligencia artificial. O quizá sea mejor ir un poco más atrás, a 1939, cuando el primer ministro británico, Winston Churchill, convoca a Turing para que se encierre en Bletchley Park y participe en una misión ultrasecreta (Operación Enigma, cuyo objetivo era descifrar el código de comunicación del ejército nazi) junto a otros cerebros brillantes. Entre ellos, tres ajedrecistas británicos: Hugh Alexander, Philip Milner-Barry y Harry Golombek. El éxito de ese trabajo, que duró cinco años y medio, acortó la Segunda Guerra Mundial (algunos historiadores estiman que al menos dos años) y salvó probablemente de la muerte a millones de personas.
Es lógico pensar que ese contacto largo e intenso con tres jugadores ilustres influyó en que Turing terminase de crear en 1948 el primer programa digital de ajedrez, Turochamp (es conveniente destacar que el primer ordenador analógico para jugar al ajedrez fue obra, en 1914, del inventor español Leonardo Torres Quevedo, tan reconocido internacionalmente como casi olvidado en su país). Turing y Shannon se fijaron en que el número de 123 ceros se asemeja al concepto del infinito que tiene cualquier ser humano, pero es finito para una máquina. Y previeron con total acierto: si una computadora lograse vencer al campeón del mundo de ajedrez, lo aprendido durante ese proceso sería muy útil en diversos campos de la ciencia. Pero no esperaban que, para conseguirlo, se tardase ¡50 años!, debido a que las reglas del ajedrez incluyen muchas excepciones, fáciles de entender para un niño, pero muy difíciles de programar; por ejemplo, que una dama vale diez puntos normalmente, pero mucho menos si está encerrada por sus propias piezas.
La histórica derrota (la retransmisión de las partidas por internet colapsó las redes de la época) de Gari Kaspárov ante Deep Blue (Nueva York, 1997) no se debió tanto al fascinante progreso de la máquina de IBM como a los errores del ruso, quien perdió el control de sus nervios cuando vio que su rival inhumano hacía jugadas que hasta entonces eran exclusivas de los ajedrecistas de carne y hueso. En realidad, fue ocho años después (Bilbao, 2005) cuando un enfrentamiento de los mejores humanos contra las mejores máquinas dejó claro que el mejor ajedrecista del mundo ya era de silicio.
IBM aplicó lo aprendido con Deep Blue en la fabricación de medicamentos muy complejos, meteorología, planificación agrícola o la Bolsa. Otros mejoraron a Deep Blue, pero el paso de gigante lo dio Demis Hassabis, un niño prodigio británico (Londres, 1976), ajedrecista desde los cuatro años, cuando se convirtió en consejero delegado de DeepMind y Google compró su empresa. En lugar de que la máquina se apoyara en bases de datos de diez millones de partidas y jugara a partir de ellas, Hassabis decidió que sus redes neuronales tuvieran plena libertad para aprender desde cero. Esa idea refuerza las del grandioso Turing, y pueden servir para poner en jaque al cáncer o las pandemias en un próximo futuro.
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