La hikaye palestina: el murmullo infinito de un pueblo
¿Cómo abordar o entender epistémicamente el genocidio desde la filosofía?
Cuando hace ya unos años daba clase de antropología, recuerdo hablar de la hikaye palestina a propósito de los reconocimientos de patrimonio inmaterial con sello UNESCO. Este, en concreto, el de la hikaye (2008), alude a la hermosa tradición oral de contar cuentos e historias por parte de las abuelas palestinas, las ancianas, para entretener a las criaturas en las noches de invierno, al amor de la lumbre. Una tradición, en realidad, universal y que me atrevería a afirmar nativa de cualquier cultura. Una de esas.
Dejando a un lado las reservas de la antropología crítica del patrimonio sobre la mera cosmética institucional que suponen estos sellos UNESCO en un mundo poscolonial, la historia de las hikaye es bella. Bellísima. Habla, entre otras cosas, de ese “murmullo infinito de un pueblo”, recordando a Saramago en Viaje a Portugal, que es en realidad el patrimonio vivo, ese cuento que una cultura se cuenta sobre sí misma.
Ese patrimonio subalterno que es la forma más poderosa y legítima del mismo.
El pueblo palestino es hoy víctima de un genocidio, está siendo aniquilado, como otros tantos que en la historia fueron. En un genocidio sucede siempre, también, el epistemicidio, la muerte de una cosmovisión, de un cuento popular, de una forma de entender y narrar el mundo singular, irrepetible. Ahora los versos de Mahmoud Darwish, poeta nacional palestino por antonomasia, parecen casi un conjuro, una invocación: “Allá donde estemos, cultivamos plantas que crecen deprisa y recogemos mártires. / Soplamos en la flauta el color de la lejanía, dibujamos un relincho en el polvo del camino y escribimos nuestros nombres piedra tras piedra. ¡Oh, relámpago! Ilumina para nosotros la noche, ilumínala un poco. / Nosotros amamos la vida cuando hallamos un camino hacia ella”.
En un genocidio sucede siempre, también, el epistemicidio, la muerte de una cosmovisión, de un cuento popular, de una forma de entender y narrar el mundo singular, irrepetible
Mahmoud Darwish nació en 1941 en Al Birwa, una aldea palestina que ya no existe, porque fue destruida.
Ya no como profesora de filosofía moral, sino como ser humano, me interrogo sobre ello cada día con sangrante dolor, con la impotencia irresoluble ante un problema de magnitud tal, que nos preguntamos (hasta) cómo llamarlo. Genocidio, sí, claro, pero más allá. Cómo abordar o hasta entender epistémicamente el problema, llegamos a cuestionarnos a menudo desde la filosofía. ¿Es un problema de salud pública, un problema de bioética, como algunos colegas se preguntaban hace poco en un foro que compartimos sobre estos temas?
Sí, lo es, entre otras muchas cosas.
Es un problema (bio)ético porque tiene que ver con la vida y el ethos, claro, y con el atropello inveterado sobre otras vidas. Es político porque tiene que ver con la polis, la comunidad que somos, y su destrucción. Es humano, demasiado humano, pero, sobre todo, es atroz. Es tan atroz que no tendría que tener un nombre. Es un problema que no debería haber alma humana que tuviera que comprender (o nombrar), comprenderlo de verdad. El suplicio de un niño muriendo solo, aterrado en medio de la noche (“Ilumina para nosotros la noche, ilumínala un poco”). Como madre, madre cuyos hijos duermen cada noche en sus lechos tranquilos, no puedo comprenderlo, nombrarlo, “porque me moriría”, como dice Pizarnik. Saberlo, comprenderlo, puede incitar a la rebelión, pero también a una desolación tan honda por la vida que incapacita y asola. Nos reduce a cenizas un poco más cada día, antes de tiempo.
La hikaye alude a la hermosa tradición oral de contar cuentos e historias por parte de las abuelas palestinas, las ancianas, las “hikaye”, para entretener a las criaturas en las noches de invierno al amor de la lumbre
Nos preguntamos, sí, cada día qué hacer, más allá de las protestas públicas, las presiones a diferentes escalas, las manifestaciones personales, las objeciones, las oraciones, los bloqueos. Solo somos humanos, y pequeños, ínfimos. Recordamos el Holocausto, aquel silencio, aquella ignorancia. La indiferencia. También surge la pregunta abrupta sobre el agravio comparativo en nuestras inquietudes, siempre la pregunta carnívora, ¿y las otras causas –los otros niños-? ¿Y Sudán, y Sáhara, y Ucrania, Congo, Yemen…? ¿Quién computa las urgencias, quién le pone número, quién ordena los dolores, las culpas? ¿Basta una sola vida?
“Genocidio”, como otras tantas palabras de nuestra lengua, tiene su raíz etimológica en “genus”, en latín “origen, nacimiento, linaje”. En realidad, la raíz indoeuropea “gen” significa, también, parir, dar a luz.
Génesis.
Genocidio.
Es un problema (bioético, político, histórico… cósmico, terruñero) eterno como la guerra, como la aniquilación. Una vergüenza insoportable de la especie humana, del homo sapiens, inalcanzable por fortuna para cualquier otra especie animal. Una vergüenza que atenaza e inmoviliza, también. Me sucede igual cuando veo animales abandonados (por no mencionar muertos o maltratados) por el ser humano. Me avergüenzo profundamente de mi especie. Me doy cuenta de que, para ellas, las otras especies, lo sepan o no, somos algo así como un dios terrible, un dios veterotestamentario lleno de inexplicable odio, todopoderosamente malvado, inapelablemente destructor.
El problema tiene muchos nombres. Como canta Silvio, “El problema vital es el alma”, y en otro momento, eterno siempre, “me quiero salvar haciendo revolución”.
La hikaye habla, cuenta, narra la historia, es la voz del alma colectiva.
La voz del pueblo perdido.