El peligroso viaje de May Phaw para huir de Myanmar: “Tengo un hijo que salvar”
Civiles desplazados por la guerra civil que asola desde hace tres años el país asiático se enfrentan a una travesía por selvas, montañas y ríos para escapar de la violencia. Así hacen el camino
Un grupo de 40 personas recorre la jungla en Myanmar (antigua Birmania) con los pies llenos de ampollas, una mochila en la que cargan sus únicas pertenencias y el kilo de arroz que los sustenta durante la larga marcha hasta la frontera con Tailandia. Mujeres embarazadas, jóvenes estudiantes e incluso padres con bebés de escasos meses forman este grupo de desplazados que ha decidido apostarlo todo para huir de la violencia que asola el país y empezar una nueva vida en la nación vecina.
Como ellos, miles de personas han usado estas rutas en los últimos tres años, desde que se reavivó el longevo conflicto armado en Myanmar, después de que los militares dieran un golpe de Estado en febrero de 2021 que hundió cualquier esperanza de transición democrática. Multitudinarias protestas tomaron las calles y fueron reprimidas violentamente. Una alianza de guerrillas de minorías étnicas opositoras y fuerzas prodemocracia se alzó contra la junta militar. En la escalada de combates de octubre de 2023, más de 300.000 birmanos se han visto forzados a huir de sus hogares y la cifra total de desplazados por la guerra civil sobrepasa los dos millones, según la ONU. La mayoría quedan atrapados en campamentos improvisados dentro del país, expuestos al fuego de artillería y aislados de toda ayuda humanitaria.
Otros, movidos por el miedo a morir en el fuego cruzado o por la esperanza de escapar del conflicto armado más longevo del mundo, se embarcan en una arriesgada odisea a través de ríos y montañas, bajo la intensa lluvia del final del monzón y la continua amenaza de los aviones de la dictadura. Esta es la historia de su viaje.
Es finales de 2023 y May Phaw (nombre ficticio, usado por miedo a la represión de la dictadura) despierta a su pequeño de tres años a las cuatro de la mañana; mientras, su marido recoge la mosquitera bajo la luz del frontal y recarga dos botellas con agua recién hervida de un arroyo cercano.
Llevan viajando una semana desde que abandonaron su ciudad en el Estado norteño de Shan para reunirse con el resto de los migrantes a los pies de la cordillera Dawna, en el Estado de Karenni, al este de Myanmar. Han pasado la noche a las afueras de uno de los campos de desplazados de la región. Es la última antes de sumergirse en la selva y comenzar una dura escalada por las montañas, lejos de cualquier población durante días. A sus 31 años, May Phaw se enfrenta por primera vez a los peligros de la jungla. “Lo que más miedo me da es que algo le pase a mi hijo. Temo que le muerda alguna serpiente o que se contagie de malaria. Pero era peor seguir en nuestra casa. El Ejército bombardea todos los días nuestro barrio como represalia por las emboscadas de la guerrilla”, explica apenada. Atrás ha dejado toda una vida destruida por la guerra: la iglesia baptista en la que trabajaba acabó incendiada por uno de esos bombardeos.
La marcha comienza antes del amanecer para ganar unas horas al sol. A la cabeza de la columna itinerante hay una docena de soldados del Ejército Karenni, uno de los grupos armados que luchan contra la junta militar de Myanmar. Uno de sus comandantes se ha ofrecido a escoltar a los civiles y patrullar la ruta montañosa. La primera pausa se hace tras cuatro horas de subida, salvando un desnivel de mil metros, en un claro de la montaña. Mientras se hierve el arroz del almuerzo en pequeños fuegos improvisados, soldados y civiles contemplan el mar de nubes que queda a sus pies. Todo el Estado de Karenni parece hundido bajo la bruma.
El breve descanso se interrumpe por el zumbido de un avión de la dictadura. El miedo empuja al grupo a retomar apresuradamente la marcha y ponerse bajo la cobertura del bosque. La jornada prosigue por la sierra, con descensos y ascensos en un tramo donde la vegetación apenas deja pasar la luz del sol. Esto provoca que la lluvia se acumule en bancos pantanosos donde el lodo alcanza las rodillas. Nadie habla mientras recorre este fétido cenagal en el que se pudren raíces y hojas desde hace semanas. Abrir la boca supone atragantarse con la nube de insectos que lo sobrevuelan.
Algunas de las rutas que conocen los guías se han vuelto inaccesibles por los desprendimientos de la montaña y toca abrir un nuevo paso a machetazos
Tras un largo descenso, al mediodía se alcanza la ribera del río Salween, el segundo más largo del país. Allí todos esperan mientras los guerrilleros contactan por radio con la otra orilla. El caudal, de un color terroso en esta época, arrastra con fuerza el agua de las últimas lluvias. En pocos minutos, un cayuco de ocho metros, dirigido por dos milicianos karenni, aparece navegando a contracorriente para recoger a los viajeros en dos tandas. Tras media hora surcando el río y los cúmulos de niebla que se posan sobre él, el grupo desembarca en una playa virgen.
Aún toca caminar tres horas más hasta dar con los restos de un refugio que la vegetación ya ha comenzado a engullir. Los primeros en llegar reparan el techo de las dos cabañas de bambú en las que dormirán las familias con niños. El resto se apaña en hamacas con una lona de plástico tensada sobre sus cabezas para cubrirse de las lluvias nocturnas. El sol se desvanece antes de instalarse, y la única luz residual es la de las linternas y las hogueras que permanecen encendidas para secar la ropa y cocer agua. Han sido 18 horas de marcha y aún quedan tres días de viaje.
Con el amanecer del segundo día, May Phaw comprueba las rozaduras de sus hombros causadas por las correas de tela con las que carga a su hijo. Aunque se ha ido turnando al pequeño con su marido, tiene la piel en carne viva. Al ver las heridas, uno de los milicianos karenni se ofrece a cargar con sus mochilas durante el resto del viaje para que solo se tengan que ocupar del niño. El desayuno es ―como todas las comidas del viaje― arroz cocido con pescado seco y algunas verduras recogidas durante el trayecto. Algunos mezclan en sus cantimploras polvos isotónicos en el agua hervida que beben. Cuando se deja el lugar de acampada, atrás quedan las primeras mudas embarradas que se abandonan durante la marcha.
En el siguiente tramo, la maleza ha crecido tanto con las lluvias que ha borrado todo rastro de camino. Algunas de las rutas que conocen los guías se han vuelto inaccesibles por los desprendimientos de la montaña y toca abrir un nuevo paso a machetazos. Las escaladas también se vuelven más peligrosas con el barro y los resbalones son constantes. En más de una situación se escucha un grito de aviso: alguien ha dado un paso en falso y parte del terraplén se está derrumbando sobre los que van por debajo. En el peor de los casos, el grito de aviso es para que alguien agarre a quien está rodando ladera abajo.
El tercer y cuarto día se hacen vadeando el río. Los afluentes del Salween son la ruta más rápida por la cordillera frente a la densidad de la jungla. Esto supone andar toda la jornada con el agua por la cintura y a veces contra la fuerza del arroyo.
Al atardecer del tercer día un trueno resuena por el cañón del río. El monzón ha alcanzado al grupo y una lluvia intensa se presenta sobre sus cabezas. El nivel del afluente crece dos metros en menos de 10 minutos, con la violencia suficiente para arrancar árboles enteros de la ribera. Uno de los civiles no es capaz de trepar a tiempo todo lo alto que debía y empieza a pedir auxilio a gritos. Los soldados crean una cadena humana para rescatarlo del tronco al que se ha quedado agarrado antes de que se lo lleven las aguas. Separados en distintos puntos de la ladera del cañón, todos esperan pacientemente a que amaine. El marido de May Phaw envuelve en varias capas de plástico a su hijo, intentando mantenerlo seco mientras su mujer revisa las provisiones que les quedan.
Poco antes del anochecer del cuarto día se distingue en la lejanía Do No Ku, el campo de desplazados junto a la frontera con Tailandia. Los rostros del grupo se iluminan conforme descienden hacia el valle y dejan atrás la selva, viéndose rodeados de cultivos de maíz y arroz. El olor al jazmín de los jardines karenni los recibe antes de alcanzar las primeras chozas de bambú, donde los espera una pequeña comitiva entre la que muchos encuentran familiares y conocidos. Al fin han llegado a la entrada a Tailandia.
La política tailandesa con el asilo político es firme: no ofrece ninguno
Mientras se tratan las heridas del viaje y tienden las prendas que han sobrevivido a los elementos, los desplazados que llegaron antes que ellos les advierten de que el país vecino no acepta refugiados. La política tailandesa con el asilo político es firme: no ofrece ninguno. Si cruzan, serán considerados inmigrantes ilegales y se enfrentarán a la persecución de las autoridades. En los últimos días, además, oficiales del Gobierno tailandés les han exigido que se alejen de la frontera y han reforzado la seguridad. Los desplazados, mientras, siguen expuestos a la guerra, pese a su cercanía con Tailandia. Prueba de ello es que la escuela del campamento está calcinada tras haber sido bombardeada hace unos meses por un caza de la dictadura.
Ante el cierre de la frontera, los recién llegados debaten sobre su futuro. El anuncio de un pacto entre la dictadura birmana ―de la que intentan escapar― y las autoridades tailandesas para gestionar la seguridad de la frontera complica su situación. Algunos se plantean instalarse en Do No Ku pese al temor de los bombardeos. Otros tantean volver a sus aldeas y desandar todo el trayecto por la jungla. Los que tienen más ánimo ―y recursos― investigan la posibilidad de escapar por otro país, pero la situación se repite a lo largo de toda la frontera.
Al norte, cerca de 30.000 refugiados birmanos fueron devueltos por las autoridades chinas el pasado noviembre. Al oeste, los campos de refugiados de Bangladesh son debate de una polémica política de repatriación involuntaria. En medio, dos millones de personas que han perdido su hogar se ven atrapados en un pimpón humano que dura desde el inicio de la guerra civil. La violencia los empuja a un lado y las políticas de los países vecinos, hacia otro. Mientras, la promesa de sus derechos humanos parece escrita en un papel más mojado que sus ropas bañadas por el monzón.
Para May Phaw y su familia no hay marcha atrás ni dinero para continuar el viaje. Cuando revisa los mensajes de su móvil descubre que su casa ha sido destruida en los combates. Sus ojos se empañan ante las fotos que le envía uno de sus vecinos, donde lo único distinguible que queda de su hogar es un sofá rodeado de escombros y maderas quemadas. Pese a ello, no cae en la desesperación. “No me lo puedo permitir”, afirma llena de convicción. “Sé que saldré de aquí. Tengo un hijo que salvar”.
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