Las defensoras de los bosques plantan cara a la empresa turca que renovará el Camp Nou
Limak, una empresa cercana al Gobierno turco que ha sido seleccionada para edificar el nuevo estadio “sostenible” del FC Barcelona, está acusada de destruir el ecosistema en el suroeste de Turquía y desplazar a la población
El camino que lleva a la aldea de İkizköy concluye en una barrera flanqueada por advertencias: “Zona peligrosa, no acercarse”, “Entrar es peligroso y está prohibido”. El guarda privado que la vigila ordena parar al periodista, que inquiere por la vía al pueblo:
—No se puede pasar, İkizköy ya no existe.
En realidad no es cierto. Sí lo es que parte de esta pequeña localidad turca, de unos 200 habitantes y situada en la provincia suroccidental de Mugla, ha sido destruida, pero lo que queda de ella se ha convertido en una piedra en el zapato del progreso. Del progreso de una mina a cielo abierto que lleva décadas avanzando kilómetro tras kilómetro, devorando montes y bosques para convertirlos en un valle grisáceo de donde se extrae el lignito, un carbón mineral necesario para el funcionamiento de las cercanas centrales térmicas.
Hay otra entrada al pueblo, a través de un pinar exiguo, vallado por la policía. Incluso en un país como Turquía, acostumbrado a los controles policiales y a las barreras para impedir protestas, un piquete de estas características en medio de un paraje campestre parece fuera de lugar. A finales de julio, la policía recluyó aquí a los activistas y vecinos que llevaban dos años resistiendo a la destrucción de este bosque, llamado Akbelen: el medio centenar de pinos vallados es todo lo que queda. Tras las fuerzas de seguridad, y sus porras, escudos y gas lacrimógeno, llegaron los operarios del Ministerio de Agricultura, que talaron unas 80 hectáreas de árboles.
Ilkay Demir —los brazos fuertes de lidiar con las vacas, las manos bastas de trabajar la tierra— debe atravesar el piquete cada vez que entra y sale de su pueblo: “Nos tratan como si fuéramos el enemigo, como terroristas”. La mina ha llegado hasta la linde de sus propiedades y las explosiones de dinamita con los que se va abriendo hueco hacen retumbar su hogar. Varias casas de las inmediaciones se han agrietado.
El mundo de Demir está hecho de caminos invisibles a través de la maleza, de árboles cuya historia conoce, de hogares para cada criatura. Habla de los animales del bosque, de los zorros, de los jabalíes, de los pájaros y los conejos como parte de su familia. Allí donde la empresa minera ve una sucesión de troncos que entorpecen su progreso, ella ve un ecosistema que funciona en armonía, un bosque que sabe corresponder a quienes cuidan de él, un mundo que llega a su fin. Que se encoge, que empequeñece delimitado por fronteras de alambrada y concertinas.
“Estaréis mucho mejor”
Año 1984. El primer ministro, Turgut Özal, visita la zona. Las vecinas le exponen sus temores sobre la construcción de la primera de las tres centrales térmicas que se levantarán en la provincia de Mugla para aprovechar los depósitos de lignito. “No os preocupéis, conservaréis vuestros pueblos. Desarrollaremos la zona, vendrán turistas. Estaréis mucho mejor”, les dice en tono campechano. Y termina pellizcando la mejilla de una ellas.
Los campesinos firmaron las expropiaciones y un pueblo tras otro fueron evacuados para abrir paso a las centrales y las minas que las alimentaban. Más tarde, en 2014, dos de ellas fueron vendidas a una compañía formada por las empresas Limak y IC Içtas, que continuaron expandiendo las minas a cielo abierto y absorbiendo pueblos y bosques.
“Al principio intentaron engañar así a la gente: traeremos trabajo. ¿Para quién crean empleo si a nosotros nos expulsan de nuestra tierra, contaminan nuestra agua y nos hacen enfermar?”, denuncia Nejla Isik, habitante de Ikizköy. Un estudio de la ONG europea Alianza para la Salud y el Medioambiente (HEAL) estima que la actividad de las centrales térmicas —que no han colocado los filtros exigidos por las directivas nacionales en todas sus unidades— ha provocado 65.000 muertes prematuras solo en la provincia de Mugla.
A eso se añaden las partículas de polvo que despiden las minas a cielo abierto y que cubren los campos y olivares, reduciendo la productividad de los cultivos, según los campesinos locales. “Nosotras recolectamos setas, frutos y hierbas aromáticas del bosque; de nuestros olivares el aceite y las aceitunas; de los trigales hacemos pan y sacamos paja para el ganado; y con la leche de nuestros animales hacemos nuestro yogur y quesos. ¿Qué vamos a comer sin nuestra tierra? ¿Nos va a dar oxígeno el dinero?”, se pregunta Isik. “Conocemos a los que se tuvieron que ir. En esos apartamentos de la ciudad se sienten en una prisión. Gente que hasta hace dos años producía sus propios alimentos y vendía lo que les sobraba, ahora ya no les llega ni para comprarlos”.
Los aldeanos —sobre todo ellas, que son las que lideran la protesta— llaman a la mina “el hoyo de la muerte” porque, a medida que avanza, engulle sus bosques, sus tierras de cultivo, los árboles bajo los que apacentaban al ganado, bajo los que se reunían a cantar y a llorar. Su memoria. “Es como un desierto que avanza”, lamenta la anciana Naime Yorulmaz. “Cuando talaron el bosque de Akbelen, no pude ingerir nada en una semana, no me entraba, era como si me apretasen la garganta”, añade su vecina, Melahat Çulha.
“No se trata solo de una cuestión local”, explica la activista Elif Eren en el campamento de solidaridad con el bosque de Akbelen: “Han arrasado una gran cantidad de bosques y eso nos afecta a todo el país, porque contribuye al cambio climático. Y si no los paramos aquí en Ikizkoy, la mina tiene licencia para seguir avanzando hacia los siguientes pueblos, bosques y cultivos”. Junto a ella, el activista Ahmet Tatar apunta al daño que la mina provoca en los acuíferos y ríos subterráneos que, al localizarse en la principal área montañosa de la zona, abastecen a toda la provincia, desde sus campos de cultivo unos kilómetros más allá, a la monumental industria turística de la costa: “Si ya hay cortes de agua, imagina en caso de que se continúen destruyendo los acuíferos”.
La mitad del territorio de Turquía corre el riesgo de desertificación debido al cambio climático y al mal uso de los acuíferos, según la ONU
La ONU ha advertido de que la mitad del territorio de Turquía corre el riesgo de desertificación debido al cambio climático y al mal uso de los acuíferos. En un artículo publicado este verano, el profesor de la Universidad de Navarra, Michäel Tanchum, alertó de que, a menos que se apliquen avanzadas tecnologías de riego y cultivo, “la incapacidad de responder al estrés hídrico severo y a la sequía” pueden poner en riesgo la producción agrícola de Turquía, “clave en las cadenas de suministro alimentario de Europa y la zona de Oriente Medio y el Norte de África”.
En el otro lado de la balanza están las crecientes necesidades energéticas del país: Limak arguye que la tala es necesaria pues, sin expandir la mina, se quedaría sin lignito para hacer funcionar las plantas térmicas más allá de 2024, que aportan el 2,5% de la electricidad que consume anualmente Turquía. El Gobierno ha ampliado la vida útil de varias centrales térmicas y ha intensificado el uso de “lignito local de baja calidad” —en palabras de la Agencia Internacional de la Energía— para reducir su dependencia de la importación de fuentes energéticas del extranjero.
La Cámara de Ingenieros Eléctricos de Turquía sostiene, en cambio, que el país tiene capacidad suficiente para suplir la producción en caso de cierre de las plantas térmicas de Mugla. Uno de los abogados del movimiento de defensa del bosque de Akbelen, Ismail Hakki Atal, recuerda que una sentencia judicial ordenó el cierre de estas plantas por sus emisiones contaminantes ya en 1996, algo que han ignorado los sucesivos gobiernos (por lo cual el Tribunal de Estrasburgo condenó a Turquía en 2005). Atal, además, señala que la explotación minera viola la Constitución turca, que dedica un artículo específico (el 169) a la protección de los bosques, prohibiendo “cualquier acción que los dañe” e impidiendo “amnistías y perdones a aquellos que cometan ofensas contra los bosques”. Y denuncia que el juez de un tribunal local que suspendió cautelarmente la tala del bosque de Akbelen fue sustituido por otro más cercano al Gobierno que levantó esta medida: “Cuando el partido de [el presidente Recep Tayyip] Erdogan volvió a ganar las elecciones [a finales de mayo], los de Limak se dijeron que ya podían empezar a talar”.
Presión al Barça
Desde la torre de cristal en la que se encuentra la sede de Limak en Estambul se ve el Bósforo, como desde toda gran empresa turca que se precie. La empresa nació en 1976 del contacto entre dos estudiantes de ingeniería, Nihat Özdemir y Sezai Bacaksiz, en una universidad de Ankara. Pretendían seguir su carrera en la academia, pero se dieron cuenta de que el sector privado, o más bien lo que se llama la cooperación público-privada, ofrecía muchas más oportunidades. Hoy, cada uno tiene fortunas valoradas en más de 1.600 millones de euros y se encuentran entre los hombres más ricos de Turquía. Limak produce cemento y electricidad, gestiona hoteles y fabrica zumos. Pero sus filiales más rentables son las de la construcción: edifica aeropuertos, puentes, túneles, presas y todo tipo de infraestructuras. Desde que Erdogan llegó al Gobierno hace dos décadas, el conglomerado se ha convertido en uno de los más potentes de Turquía, tanto que la oposición la acusa de ser parte de “la banda de las cinco”, es decir, de las cinco compañías que más se benefician de los contratos públicos, presuntamente, y de dar a cambio apoyo al partido del Gobierno.
El interior de las oficinas de Limak es casi un museo de arte contemporáneo. En cada recoveco, en los pasillos, en los despachos, cuelgan o son expuestas obras de artistas grandes y medianos. Allí convoca al periodista un encargado de comunicación de la empresa, que da su versión durante una hora. Al final de la entrevista, asegura que todo lo dicho es estrictamente off the record, cosa que subraya, en una llamada posterior, una encargada de la empresa de relaciones públicas española contratada por Limak. Lo único que puede citar este periodista, por tanto, es un comunicado de la empresa traducido a varias lenguas.
En él, Limak especifica que la empresa no ha talado un solo árbol (eso corresponde al Ministerio de Bosques turco) y “no ha tenido ninguna interacción física con los manifestantes” (es labor de la policía). También asegura que dispone de los preceptivos estudios de impacto ambiental y que los árboles talados tenían entre 50 y 60 años y estaban destinados a uso industrial. En su informe anual de resultados para los inversores, Limak asegura que la “sostenibilidad” es su “pasión”.
Precisamente esa debería ser una de las marcas del nuevo Spotify Camp Nou. En un vídeo que explica las obras de remodelación del estadio —con un coste de 900 millones de euros—, el FC Barcelona afirma que será un estadio “verde”, con empleo de materiales “reciclados” y “saludables”. De hecho, el proyecto del nuevo Espai Barça recibió en mayo un certificado BREEAM que avala que el plan de construcción cumple con criterios de sostenibilidad.
“No puedes construir un estadio limpio con una empresa sucia. Es una muestra de la hipocresía de esta empresa, que habla de sostenibilidad mientras conculca derechos y destruye la naturaleza”Nese Tuncer, de la Plataforma Medioambiental de Mugla
“No puedes construir un estadio limpio con una empresa sucia”, critica Nese Tuncer, de la Plataforma Medioambiental de Mugla: “Es una muestra de la hipocresía de esta empresa, que habla de sostenibilidad mientras conculca derechos y destruye la naturaleza”.
Las protestas de los activistas turcos contra las actividades de Limak se han dirigido al FC Barcelona con acciones en la Ciudad Condal y cartas al presidente de la entidad, Joan Laporta. La presión ha forzado que el Programa de la ONU para el Desarrollo (PNUD) cancele un protocolo de colaboración con Limak y que la presidenta ejecutiva de Limak, Ebru Özdemir, se vea obligada a dimitir de la junta directiva de la ONG ecologista WWF.
En Akbelen, Ilkay pide perdón a su bosque por no haberlo podido defender, pero mantiene la esperanza: “Si paramos aquí la mina, salvaremos los siguientes pueblos y bosques. Y si conseguimos cerrarla, podríamos recuperar el bosque o al menos los prados”.
30 metros más allá, con sus armas largas reposando sobre las vallas, los gendarmes custodian el camino que va al pueblo. Se refugian del sol inclemente bajo la sombrilla de una marca de helados porque ya no quedan árboles que les den sombra. Ilkay les ha perdido el respeto, dice, después de ver a estos veinteañeros aporrear y lanzar gas a ancianas de 80 años que se abrazaban a los árboles para protegerlos. “Nosotras luchamos por nuestro aire, por nuestra agua y por nuestra tierra. Esta es nuestra patria”. ¿Qué hay más patria que eso? ¿Una bandera? ¿Un himno? ¿Un desfile militar? “De esta tierra hemos nacido, en esta tierra hemos vivido —arguye la campesina, desafiante—. Y en esta tierra nos enterrarán”.
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