La extraordinaria vida de Karapiru
Este respetado indígena awá falleció de covid-19 en Maranhão, Brasil, a mitad de julio. Desde la ONG Survival le rinden homenaje, destacando su extraordinaria bondad a pesar de su dramática vida
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Karapiru (que significa halcón), del pueblo indígena awá, vivió la mayor parte de su vida en la comunidad de Tiracambu, en la Tierra Indígena Caru, en la Amazonia brasileña. El pasado 16 de julio falleció por covid-19 en el hospital del pueblo de Santa Inés. Era un hombre cuya extraordinaria calidez y bondad llamaban especialmente la atención, teniendo en cuenta la desgarradora vida que “nuestra” sociedad le ofreció.
Su resistencia y fortaleza fueron llevadas al límite después de que invasores rancheros armados masacraran brutalmente a su familia a mediados de los años setenta, cerca del pueblo de Amarante, en la selva awá ahora conocida como Caru, Alto Turiaçu, en los territorios indígenas de Alto Turiaçu y Arariboia. Como único superviviente, Karapiru vivió solo en la selva durante diez años. Pero al final de esta travesía tan cruel, le esperaba una alegría inesperada.
El hallazgo del mayor yacimiento de hierro del planeta sobre la selva de su pueblo en Serra de Carajás, hacia el oeste de los territorios awás, a finales de los sesenta, fue el punto de partida de la destrucción de su tierra ancestral (Alto Turiaçu, Caru y Arariboia, y tierras intermedias).
Pronto se construyó una inmensa mina sobre la selva que era su hogar, en el Estado de Maranhão. Para transportar el mineral, se construyó una línea de ferrocarril de 900 kilómetros a través de la selva ―desde la mina de Carajás a Parauapebas, en las colinas Carajás, al puerto de la ciudad de São Luís (Maranhão), y miles de foráneos llegaron a la zona. Para los colonos, los awás eran un obstáculo, una molestia de la que había que deshacerse. Y así comenzaron los asesinatos y las masacres. Muchos murieron tras comer harina mezclada con veneno para hormigas: un regalo de un agricultor local. A otros, como presenció Karapiru, les dispararon en sus hogares, delante de sus familias.
Karapiru creyó que era el único miembro de su familia que había sobrevivido a la masacre de su comunidad entre mediados y finales de los setenta, según su relato. Los asesinos mataron a su mujer, a su hijo, a su hija, a su madre, a sus hermanos y a sus hermanas. Otro de sus hijos fue herido y capturado.
Profundamente traumatizado, Karapiru escapó por la selva con una bala de plomo incrustada en su espalda. “No tenía manera de curar la herida. No podía echarme medicamento en la espalda y sufrí mucho”, contó a la investigadora de Survival Fiona Watson. “El plomo me quemaba, sangraba. No sé cómo no se me llenó de insectos. Pero conseguí escapar de los blancos”, dijo en referencia a su huida de los colonos violentos.
Karapiru creyó que era el único miembro de su familia que había sobrevivido a la masacre. Profundamente traumatizado, escapó por la selva y pasó los diez años siguientes huyendo
Karapiru pasó los diez años siguientes huyendo. Caminó casi 700 kilómetros por las colinas boscosas y las llanuras, cruzando dunas y ríos desde el Estado de Maranhão al de Bahía. Estaba aterrorizado, hambriento y solo. “Fue muy duro”, le dijo a Watson. “No tenía familia que me ayudara y nadie con quien hablar”.
Y cuando el dolor y la soledad se hacían demasiado fuertes, hablaba en voz baja consigo mismo o tarareaba mientras caminaba. “A veces no me gusta recordar todo lo que me pasó”. Más de una década después de presenciar el asesinato de su familia, Karapiru fue avistado por un agricultor en las afueras de una ciudad en el vecino estado de Bahía.
Tras varios intentos infructuosos de comunicarse con él y averiguar qué lengua hablaba, algunos trabajadores de la Fundación Nacional del Indio (FUNAI) hicieron un último esfuerzo: llevaron a un joven awá llamado Xiramukû para que lo conociera.
El encuentro con Xiramukû fue algo que Karapiru nunca hubiera podido imaginar durante todo el tiempo que pasó solo. El joven no solo podía entender su lengua, sino que utilizó una palabra awá que transformó instantáneamente la vida de Karapiru: le llamó “padre”. El hombre que tenía enfrente, hablándole en su lengua materna, era su hijo. El joven que había sobrevivido al ataque violento y había sido capturado por los fazendeiros (agricultores), aprendió un poco de portugués, y cuando la FUNAI lo encontró, lo llevó al Posto Indígena Guajá. En 1992, después de más de 10 años separados, padre e hijo se reencontraron.
Xiramukû convenció a su padre para que se fuera con él a la comunidad awá de Tiracambu, donde Karapiru finalmente se instaló y hasta se volvió a casar. Amado y apreciado, se convirtió en una figura central en la comunidad. Fue padre, abuelo, excelente cazador y profesor con unas habilidades forestales únicas y una increíble sabiduría sobre la vida que compartía con todos.
Impulsado por el trauma, el profundo respeto por la selva y la preocupación por el bienestar de sus parientes no contactados, Karapiru siempre estuvo dispuesto a alzar su voz junto a otros pueblos indígenas y exigir la expulsión de madereros y agroganaderos ilegales de los territorios awás, y más recientemente para protestar contra las políticas genocidas del Gobierno de Bolsonaro.
Se unió a estas protestas con su arco y sus flechas, con plumas de buitre y tucán decorando sus brazos, y derrochando energía y afecto con quienes le rodeaban y por la vida por la que luchaban.
Atento y curioso, Karapiru hacía un claro análisis de la gente que conocía y de la diferencia entre los invasores y los aliados no indígenas de los awá. Siempre recibía a las visitas con afecto, una sonrisa contagiosa en la cara, una palmadita confiada en el pecho y el saludo: “¿Karapiru, katu, katu?” (Soy Karapiru, todo bien, ¿cómo estás?).
Después de presentar síntomas de covid-19, Karapiru fue llevado de la aldea al hospital, donde fue ingresado en estado grave. Falleció en la noche del día 16 de julio.
Priscilla Schwarzenholz trabaja en Survival International, movimiento global por los derechos de los pueblos indígenas.
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