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Sufro, luego existo

A un lado y otro de la guerra cultural, hemos normalizado el agravio como postura identitaria, como lenguaje y como estética

Estamos en la era de las identidades. La cultura del “yo” impregna nuestra percepción del mundo y está presente en los espacios que lo forman, desde las lógicas del mercado hasta la retórica política, las luchas sociales o incluso las relaciones personales. No se trata solo de una cultura individualista o egocéntrica, sino, sobre todo, de una cultura capaz de convertir algo tan íntimo y complejo como la identidad en una figura de ajedrez. La angustia existencial que envuelve una pregunta infinita –quién soy, quiénes somos– ...

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Estamos en la era de las identidades. La cultura del “yo” impregna nuestra percepción del mundo y está presente en los espacios que lo forman, desde las lógicas del mercado hasta la retórica política, las luchas sociales o incluso las relaciones personales. No se trata solo de una cultura individualista o egocéntrica, sino, sobre todo, de una cultura capaz de convertir algo tan íntimo y complejo como la identidad en una figura de ajedrez. La angustia existencial que envuelve una pregunta infinita –quién soy, quiénes somos– se canaliza mediante la consolidación artificial de grupos identitarios.

La identidad ofrece una ilusión de pertenencia y de propósito. Ser alguien, nombrarse de una manera u otra, acalla momentáneamente los malestares de un presente demasiado incierto. Aunque cortoplacistas y poco sostenibles, las luchas identitarias ofrecen una recompensa inmediata: uno tiene la sensación de estar ocupándose continuamente de los problemas que le atañen; la política radica en el individuo, nos convertimos en nuestro propio espacio de militancia; es una política portable, fácil de cargar de un sitio a otro, adaptada al usuario.

Por sí solas, las identidades no tienen por qué apelarnos, pero cuando a la fórmula “quiénes somos” se añade la variable “qué nos duele”, la fuerza de movilización se dispara. El victimismo es un motor incansable, echa leña al fuego del “yo” y renueva la rigidez de sus fronteras. Cuanto más amenazados o agraviados nos sentimos, más nos atrincheramos en los espejismos de la certeza que la identidad nos ofrece. La herida se convierte en base filosófica, en ideal identitario. Sufrimos, luego somos. Hacemos sufrir a los “otros” porque su existencia amenaza la nuestra.

Desde un punto de vista ético, basar la identidad de un grupo en el dolor es cuestionable (fomenta el pánico al otro y la agresividad, dificulta el diálogo y la empatía), pero también lo es desde una perspectiva política. El agravio no cotiza a precio fijo, es inestable, fluctúa, sube o se desploma dependiendo del contexto. Cualquier colectivo que construya su identidad en torno del agravio podrá encontrarse con la resistencia de otro colectivo que aprenda a construirse de forma similar. Lo vemos en la regresión antifeminista: la oposición no se nutre tanto de una imagen de hipermasculinidad invulnerable, como de la queja de un sujeto que se siente injustamente discriminado.

A un lado y otro de la guerra cultural, hemos normalizado el agravio como postura identitaria, como lenguaje y como estética. Abundan las narrativas del ombliguismo herido, el arte del lamento, las tertulias quejumbrosas. Esta mezcla de rencor y debilidad crea ciudadanos resentidos que, a pesar de la virulencia de algunos de sus discursos, se resignan a no cambiar el orden de las cosas. Las gramáticas del odio ofrecen una vía de escape mientras los discursos democráticos pierden terreno, en parte porque las causas que defienden (y que van, o deberían ir, más allá del descontento individual) parecen irrealizables en este contexto de fragmentación y crispación.

El control de la izquierda sobre el relato está tan debilitado que es incapaz de ofrecer alternativas ilusionantes. Para ello, sería necesario insistir en los objetivos comunes, y no en la satisfacción individual, como base de la identidad política. O, quizás, de la actividad política. Es decir: dejar de pensar en el sujeto-que-es y pensar en el conjunto de acciones-que-hacen. Abandonar la ficción del individuo como aspiración última y, en su lugar, preguntarse por las alianzas que pueden surgir entre nosotros, por los horizontes que podemos crear a partir de la colaboración.

Del mismo modo, es esencial replantearnos el significado de la herida y las formas en que se conjuga políticamente. Algunos movimientos sociales, desde las luchas anticoloniales hasta el feminismo, han pensado la herida como espacio de encuentro. El dolor compartido puede ser una metáfora para reconocerse y alumbrar vías de resistencia basadas en la reparación. Cuando se entiende como una circunstancia colectiva, la herida puede llevarnos a lugares políticamente interesantes. Sin embargo, debemos abordarla con la intención de trascenderla.

La herida debe llevarnos a la reparación, no a enquistarnos en el dolor. De lo contrario, corremos el riesgo de entrar en una dinámica perversa de comparación y jerarquía, donde no solo se determina quién sufre más y quién menos, sino también quién tiene derecho a quejarse y quién no, qué sufrimiento es abominable y cuál más fácil de aceptar. Dentro del dolor, se establecen clases sociales, ganadores y perdedores, y nuevas formas de poder. Los discursos de extrema derecha han sabido capitalizar esta lógica: explotan el agravio para movilizar a votantes que se sienten desengañados, alimentando en ellos sentimientos de pérdida, humillación y miedo. No les prometen justicia, ni reparación, sino revancha. O, incluso, algo menos: la constatación del daño, la posibilidad de regodearse en la ofensa.

La diferencia entre la herida como reparación y la herida como revancha es, en el fondo, una cuestión de tiempo: la reparación es un puente a otro lugar, a una realidad más justa; la revancha es un presente eternizado en el agravio. Hace falta creer en el futuro para ir más allá del sufrimiento.

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