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Mi primera firma

Decidida a hacer algo por mi madre y mis hermanos, usé lo que estaba en mi mano: la palabra

La amante de mi padre trabajaba en nuestra misma calle, a solo unos metros. Esa pobre mujer, de la que puedo compadecerme ahora, suponía entonces un riesgo real para la supervivencia de nuestra familia y no porque se hubiera convertido en compañera de parranda en la ya disoluta vida de nuestro padre. Es que todo lo que él ganaba se lo pulía en las juergas que se corría con ella, así que yo, desde la impotencia de mis diez u once años, veía el sufrimiento de nuestra madre que tenía que pelearse con su marido para conseguir cuatro perras con las que comprar comida y pañales para los pequeños. Re...

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La amante de mi padre trabajaba en nuestra misma calle, a solo unos metros. Esa pobre mujer, de la que puedo compadecerme ahora, suponía entonces un riesgo real para la supervivencia de nuestra familia y no porque se hubiera convertido en compañera de parranda en la ya disoluta vida de nuestro padre. Es que todo lo que él ganaba se lo pulía en las juergas que se corría con ella, así que yo, desde la impotencia de mis diez u once años, veía el sufrimiento de nuestra madre que tenía que pelearse con su marido para conseguir cuatro perras con las que comprar comida y pañales para los pequeños. Recuerdo la angustia del frío porque en esa ciudad siempre hacía frío cuando en casa estallaban las tormentas. O un calor sofocante. Da igual. No sé cómo se me ocurrió pero decidí hacer algo para sacar a mi madre y mis hermanos de esa trinchera de la escasez de lo básico y usé lo que estaba en mi mano, lo que había aprendido a dominar desde no hacía tanto: la palabra, la lengua de esa mujer que, según contaba nuestro padre, le pedía que nos mandara a Marruecos. Y la escritura que de repente se me antojó como una arma de autodefensa con la que atacar a la horrible señora. Con la inconsciencia que da no haber “publicado” nunca nada cogí papel y boli y escribí la nota más amenazadora que se me ocurrió: “Deja a mi padre, puta” Y firmé con mi nombre, claro. No se me ocurrió otra cosa. Emocionada por el poder que acababa de descubrir (la posibilidad de influir en la realidad a través de la escritura, de transformar nuestras circunstancias particulares, de hacer justicia y defender a mi pobre madre, que ni sabía escribir ni dominaba el idioma de la “otra”), esperé con una mezcla de excitación y miedo y me tranquilizaba a mí misma diciéndome que yo era la favorita de mi padre y a mí nunca me pegaba. Llegaron ambos y en mitad de la calle él me mostró el papel y me preguntó por puro trámite (quién más podía haber escrito aquello) si esa nota la había dejado yo. Ella, detrás y visiblemente enfadada, esperaba la merecida reprimenda. Y llegó, claro que llegó. Una bofetada con la mano entera, tan grande y tan fuerte. Sentí brotar de mi nariz un líquido que tardé en darme cuenta de que era mi propia sangre. Me quedé aturdida pero me dolió más la humillación en mitad de la calle que el impacto físico. Entendí entonces que la escritura, la palabra dicha libremente puede ser duramente castigada. Mi madre, al enterarse del asunto me preguntó sin creérselo: ¿pero para qué firmas con tu nombre?

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