Ir al contenido

Si hay polarización, no hay conflicto

En la política española no hay discusión de ideas. Solo hay intercambio de argumentarios y de eslóganes con sustrato de chantaje moral

Había una palabra bendita en la Transición y su estela. Consenso. Como el hierro, el consenso adquirió, con el paso del tiempo, la maldición del óxido. A partir de 2011, aproximadamente, mentar el consenso era anestesiar a la población, ocultar el conflicto político y blanquear los vestigios sociales de la dictadura. Si las grandes fuerzas políticas buscaban consensuar algo importante, solo podía ser porque se quería perpetuar el sistema de castas inaugurado en la Transición. Había unas élites con sus tejemanejes y una ciudadanía que no se sentía representada por los arreglos que, ya fuera a p...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Había una palabra bendita en la Transición y su estela. Consenso. Como el hierro, el consenso adquirió, con el paso del tiempo, la maldición del óxido. A partir de 2011, aproximadamente, mentar el consenso era anestesiar a la población, ocultar el conflicto político y blanquear los vestigios sociales de la dictadura. Si las grandes fuerzas políticas buscaban consensuar algo importante, solo podía ser porque se quería perpetuar el sistema de castas inaugurado en la Transición. Había unas élites con sus tejemanejes y una ciudadanía que no se sentía representada por los arreglos que, ya fuera a plena luz del día o en lo oscurito, aquellas pergeñaban. Había que dinamitar los grandes pactos sobre la imparcialidad del poder judicial, las virtudes de la meritocracia, el carácter semiheroico de la Monarquía, los viáticos de la clase política o el proyecto común de España, entre otras cosas.

Con una ingenuidad a ratos alarmante, la izquierda se sorprendió de que, a rebufo de la maldición de la palabra consenso, también la derecha empezara a impugnar otros consensos. Ante la evidencia de que esta vivía cómoda y feliz en la desmesura, la guerrilla cultural y la confrontación, la nueva izquierda intentó, por un momento fugaz, hacerla volver al redil. Tras haber dicho Pablo Iglesias en 2014 que “el cielo no se toma por consenso, se toma por asalto”, en 2019 blandió en un debate electoral un ejemplar de la Constitución de 1978, el ejemplo más cristalino de consenso de la historia de España. Ya era demasiado tarde. Iglesias había contribuido decisivamente a abrir la caja de Pandora de la polarización y ahora ya no podía cerrarla. La derecha, que, sin poner en duda los grandes consensos, ya había ensayado una retórica hiperbólica en el último periodo de Felipe González, y que subió un peldaño en el de Rodríguez Zapatero, había encontrado al fin no el púgil que necesitaba, sino el que deseaba. Como aquel personaje sin muchas luces de Amarcord, de Fellini, que se encarama a lo alto de un árbol y se pasa varios días gritando al viento “voglio una donna!”, la derecha ditirámbica llevaba años clamando por la existencia de una izquierda igualmente ditirámbica. Y, finalmente, la encontró en la retórica de Pablo Iglesias, primero, y en la de Pedro Sánchez, más tarde.

¿Pero qué ocurrió cuando se agrietaron los grandes consensos? ¿Emergió al fin el anhelado conflicto político? Ni de chiste. A estas alturas, más de diez años después de que la derecha hiperbólica encontrara en Iglesias y Sánchez a sus novios de la muerte predilectos, ya se puede hacer balance. Lo que ocurrió fueron, a grandes rasgos, dos cosas. Primero, una de las grandes victorias de la Transición y la Postransición pasó a peor vida: si la derecha constitucionalista había diluido las pulsiones de la ultraderecha hasta convertirlas en algo marginal, la impugnación por parte de la izquierda ditirámbica —y del nacionalismo catalán reconvertido en independentismo— de los grandes consensos propició el resurgimiento de la ultraderecha en España. Sí, hay toda una oleada internacional en esta dirección. Pero, para decirlo como en Anna Karenina, los países infelices lo son cada uno a su manera. Y la nuestra consiste, tal vez, en haber aislado al PP y su entorno al maldecir los consensos. Quizás el primer ejemplo de esta manera de obrar fue la reforma del Estatut de Cataluña de 2006. De hecho, para algunos no solo fue hecha al margen del PP, sino contra el PP.

La segunda cosa que ocurrió tras convertir el consenso en un tabú fue que jamás el conflicto político había estado tan soterrado como en los últimos años. Hubo y hay mucha polarización. Pero nunca ha habido menos conflicto político. Esto no es fácil de explicar. Como ocurre a menudo, lo mejor es usar una alegoría. La polarización es como un derbi futbolístico: hay dos aficiones que se detestan, hay cánticos y lemas, hay palabras duras en el campo y fuera de él. Cada equipo se posiciona enfurecido en el terreno de juego. En un sentido, todo es previsible: el árbitro estará siempre en el centro de la polémica, habrá insultos, odio irracional e identitario, entradas feas y tanganas lamentables. Los más cazurros de cada afición incluso se zurrarán de vez en cuando en un bar. Pero, al final del día de partido, cada uno se irá a su casa. Y al día siguiente, cuando se levanten, se reinaugurará el mismo partido eterno, a ratos entretenido, pero siempre opiáceo. Todo parecerá estar siempre al borde de la conflagración civil. Y algunos incluso la propondrán. Pero, como dicen en México, casi todo será pura llamarada de petate.

La polarización política consiste en dejar trabajar el marketing para que dote de una identidad moral a cada equipo y a cada miembro de la afición de cada equipo. Se paren lemas, eslóganes y se conmina a posicionarse con declaraciones duras y expeditivas en el terreno de juego. Todo seguirá un penoso protocolo de comunicación. Pedro Sánchez dirá algo sobre la foto de Alberto Núñez Feijóo con un narco, Feijóo hablará de la banda del Peugeot. Iglesias insistirá en que es un simple militante de Podemos y Santiago Abascal dirá que los inmigrantes destruyen nuestras tradiciones. Unos dirán que el Tribunal Supremo es la encarnación del juez Hércules, del sabio Salomón y del filósofo Kant. Los otros dirán que la decisión del Supremo sobre el fiscal Álvaro García Ortiz es el nuevo 23-F y la reedición del 18-J porque, en fin, comunicó su fallo un 20-N. No habrá, a pesar de las apariencias, ningún conflicto, porque todos estarán de acuerdo en jugar la misma competición deprimente, en la cual, por cierto, hay algunos partícipes excelsos. La polarización es un deporte al que juegan el PSOE, el PP, Vox y Podemos y en el que siempre gana Gabriel Rufián.

En cambio, el conflicto político es, en última instancia, conflicto de ideas. Y en la polarización no hay discusión de ideas. Solo hay intercambio de declaraciones de matón, de argumentarios y de eslóganes con sustrato de chantaje moral. Las cosas podrían haber sido de otro modo, pero lo que trajo consigo la impugnación de los consensos fue la despolitización de la vida pública. Es ciertamente irónico que hubiera más contraste de ideas políticas en la época de los grandes consensos que en la época en que estos se impugnaron. Hubo en los años ochenta y noventa duros intercambios acerca de cuál era el papel de los sindicatos cuando la socialdemocracia llegaba al poder, por qué no era lo mismo tener sentido de Estado que invocar la razón de Estado o cómo la política cultural del Gobierno podía llegar a ser un ángel exterminador para la cultura. No eran declaraciones, posicionamientos o ni formas de coacción retórica con propósitos meramente tácticos. Era puro conflicto político sostenido a lo largo del tiempo.

Desde 2011, no hay apenas rastro de esto. Casi todo ha ido de destruir al adversario, de reventarlo, de humillarlo, de dominarlo, de decir cosas “brutales” contra el otro, de soltar verdades como puños, de lanzar zascas y de la peor forma de ironía: la que nunca se refiere a uno mismo. La polarización es testosterónica. Y lo mínimo que puede decirse del conflicto político es que pone en marcha otras hormonas.

El olor que dejó tras de sí el abandono de los grandes consensos fue exactamente el mismo que uno encuentra en un vestuario de hombres antes de ducharse tras un viril derbi futbolístico. Se llama peste.

Más información

Archivado En