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Tribuna

Tres razones que explican la nostalgia de la dictadura

La avería en el contrato social producida por las políticas neoliberales ha hecho a amplios sectores permeables a proyectos de pulsión autoritaria

Treinta y cinco años después del colapso del comunismo, buena parte de los rumanos sigue recordando los años de Ceaucescu como tiempos de prosperidad. Una reciente encuesta del centro de investigación INSCOP revela que un 66% lo considera un “buen líder”, impulsado por la nostalgia de un pasado en el que —según la mayoría— Rumanía era más rica, se producía más y el Estado ofrecía mayor seguridad e...

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Treinta y cinco años después del colapso del comunismo, buena parte de los rumanos sigue recordando los años de Ceaucescu como tiempos de prosperidad. Una reciente encuesta del centro de investigación INSCOP revela que un 66% lo considera un “buen líder”, impulsado por la nostalgia de un pasado en el que —según la mayoría— Rumanía era más rica, se producía más y el Estado ofrecía mayor seguridad económica. En Latinoamérica y Asia, la memoria hacia las dictaduras militares de la Guerra Fría es igualmente benévola, vistas como épocas de industrialización acelerada y bonanza económica. En Corea del Sur, este fenómeno se conoce como el síndrome Park Chung Hee, en alusión al dictador que gobernó el país con mano de hierro desde su golpe de Estado (1961-1979) y que en 2015, según Gallup Korea, fue considerado por el 44% de los encuestados como el mejor presidente que ha tenido la nación. Incluso en Alemania se escucha la frase “no todo fue malo bajo Hitler”, aludiendo a los presuntos logros del régimen –auge económico, pleno empleo y, claro, las autopistas–. Una encuesta de FORSA de 2007 mostraba que el 25% de los alemanes consideraba que el nazismo también había tenido “aspectos positivos”, una proporción que, según un sondeo de Die Zeit de marzo de 2025, se mantiene prácticamente constante.

Medio siglo después de la muerte de Franco, también su dictadura continúa generando una extraña fascinación en ciertos sectores de la sociedad española. No se trata solo de la nostalgia explícita de quienes vivieron aquellos años desde el lado de los “vencedores”, sino también de la persistencia de una serie de mitos que han resistido a la investigación histórica y al paso del tiempo. Entre ellos destaca la idea de que el franquismo “modernizó” España y, en cierta manera, también preparó el terreno para la exitosa transición a la democracia.

La última encuesta del CIS ofrece el más reciente reflejo de la magnitud de aquella fascinación. En ella se recoge que el 21,3% de la población, un poco más de uno de cada cinco ciudadanos, considera que la dictadura de Franco fue “buena” o “muy buena”. Un dato que ha llamado la atención de los medios de comunicación, protagonizando algunos titulares que, paradójicamente, relegaban el dato contrario, esto es, que casi el 75% de la población española considera que la actual democracia es mejor que la dictadura franquista. El resultado de la encuesta merece algunas reflexiones con perspectiva histórica.

En primer lugar, cabría recordar que existió –y aún hoy persiste– un sector importante de la sociedad española identificado con el franquismo y con su cosmogonía, ya fuera por convicción ideológica o por agradecimiento hacia los privilegios y posiciones de poder que obtuvieron durante la dictadura. Los “vencedores” de la Guerra Civil no desaparecieron con la muerte de Franco: conservaron buena parte de sus prerrogativas y su influencia en los ámbitos político, económico y social. De hecho, los pactos de la Transición consolidaron aquellas posiciones, sancionando la renuncia a la revisión del pasado en prácticamente todos los casos. Es razonable pensar que algunos de estos sectores mantienen una consideración positiva para con un régimen que les aseguró bienestar y seguridad, para ellos y sus herederos.

En segundo lugar, no hay que descartar que muchos ciudadanos mantengan una opinión benevolente con la dictadura franquista fruto de la ignorancia (o ingenuidad) sobre la naturaleza de aquel régimen, sobre todo entre aquellos que no cuentan con una experiencia vital directa sobre lo que significa vivir en un régimen dictatorial. A esta ignorancia han contribuido múltiples factores de carácter político, educativo y social. Pero es necesario apuntar uno de muy relevante: la renuncia mostrada hasta hoy por parte del principal partido de centroderecha en España a rechazar explícitamente aquel régimen antidemocrático. Esta permanente reticencia ha dificultado sobremanera establecer un consenso social sobre el franquismo —en claro contraste con el amplio consenso historiográfico existente en la academia española—, al tiempo que ha facilitado la pervivencia, más allá de lo razonable, de mitos emanados de la propaganda franquista. Es difícil no deducir que esta actitud política tiene su origen, en última instancia, en el hecho de que la derecha española —a diferencia de las fuerzas conservadoras de la Europa occidental tras 1945— no se edificó sobre un consenso antifascista, sino sobre la continuidad, más o menos explícita, de ciertos legados del franquismo. El reciente ascenso de partidos de extrema derecha ha encontrado un terreno abonado en esa falta de consenso social, contribuyendo al fomento de posiciones ambiguas y al revisionismo historiográfico, o directamente propagando falsedades sobre aquel régimen.

En tercer lugar, la persistente indulgencia hacia el franquismo tiene mucho que ver con una memoria selectiva que privilegia los últimos 15 años del régimen —los del llamado “desarrollismo”— frente al recuerdo de sus inicios, una de las etapas más sangrientas de la historia europea contemporánea, marcada por la represión masiva, el hambre y casi dos décadas de estancamiento económico. A medida que el recuerdo directo de aquella violencia se fue diluyendo, la imagen final de prosperidad y estabilidad se impuso en el relato familiar y cotidiano: el primer coche, el ascenso social o la sensación de seguridad se evocaron como signos de bienestar, desvinculados de la falta de derechos y libertades. En ello, no solo se revela la sustitución del análisis político por la memoria emocional, sino también el éxito de la propaganda franquista, pues logró presentar la dictadura —y especialmente a Franco, “benévolo artífice” del “milagro económico”— como responsable de un desarrollo que, en realidad, se explica por la simple integración de España en la dinámica expansiva europea de posguerra. Tal memoria selectiva y manipulada parece haberse instalado en muchas sociedades que sufrieron dictaduras modernizadoras, según reflejan las encuestas citadas.

El éxito del mito desarrollista facilitó una postrera confusión, la asociación del desarrollo franquista con la construcción y la expansión del Estado de bienestar ulterior. Una confusión interesada, propiciada por los apologetas de aquel régimen, pues jamás existió en la agenda del franquismo el más mínimo interés por políticas de redistribución, ni siquiera por la modificación del obsoleto sistema fiscal. Cualquier indicador socioeconómico relevante es suficiente para constatar que solo con la democracia el país alcanzó niveles de bienestar comparables a los europeos: sanidad pública universal, un sistema moderno de prestaciones por desempleo, protección laboral y seguridad en el trabajo, educación obligatoria gratuita, pensiones universales, políticas de igualdad social y de género, etcétera. El Estado del bienestar no se fraguó durante el franquismo, sino que se anhela y se alcanza en la España democrática.

Por último, una parte de la apreciación positiva del régimen franquista, sobre todo en las generaciones más jóvenes, debería rastrearse en su desasosiego ante un horizonte incierto, percibido como amenazador. La avería en el contrato social y la promesa emancipadora, producida por las políticas neoliberales de las últimas décadas, ha dejado al margen de los beneficios de la globalización a amplios sectores sociales, haciéndolos permeables a proyectos de repliegue nacional, con tintes xenófobos y pulsión autoritaria. En toda Europa proliferan partidos populistas que apelan a regímenes del pasado, cuando las libertades se subordinaban al desarrollo, eran guiados por ejecutivos decididos, sin contrapoderes capaces de limitar su acción, y liderados por un jefe carismático. Un camino que convendría no volver a recorrer.

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