Inquietud en Chile
La extrema derecha se dispone a tomar el poder en una de las democracias más robustas de América Latina
En una región marcada por tensiones políticas, instituciones débiles y pulsiones autoritarias, Chile volvió a demostrar este domingo una de sus principales fortalezas: su institucionalidad democrática. En una jornada electoral sin incidentes y un recuento rápido y confiable, el país puso en marcha lo que se percibe como un nuevo cambio de ciclo. Lo hizo con la naturalidad con la que las democracias maduras alternan proyectos, evalúan gestiones y recompensan o castigan rumbos. En tiempos en los que la antipolítica es una herramienta de campaña y no un síntoma que deba atenderse, esa normalidad es, en sí misma, una victoria democrática.
La foto que dejan las elecciones en primera vuelta del domingo, no obstante, encierra también señales de inquietud. El avance de las derechas, especialmente el salto de la extrema derecha de José Antonio Kast, que si aglutina el voto en segunda vuelta tiene prácticamente asegurada la presidencia, no puede leerse únicamente como un castigo al Gobierno de Gabriel Boric o a la izquierda en su conjunto. Ese malestar existe y es profundo: las clases medias agotadas por el estancamiento, la inseguridad, la inflación y la percepción de un Estado incapaz de responder a las urgencias empujaron el tablero hacia posiciones más conservadoras. El desencanto con el progresismo que prometía una nueva realidad y chocó con la realidad tras llegar en 2022, la fragmentación parlamentaria y los límites del propio país, también son parte de esa explicación. Pero reducir el resultado a un voto de castigo es insuficiente y peligroso.
El notable resultado que el Partido Republicano de Kast obtuvo en la Cámara de Diputados y en el Senado habla de algo más profundo: un giro sostenido hacia la derecha que ya no puede considerarse un accidente ni un refugio temporal. Chile lleva años deslizándose por ese carril. Después del estallido social de 2019, el país vivió una rápida oscilación entre extremos: primero hacia la reforma constitucional más progresista de América Latina y luego hacia un rechazo masivo a ese proyecto. Después hubo un segundo proyecto, esta vez liderado por la derecha republicana, pero con el mismo resultado: el rechazo ciudadano. Lo que vemos ahora es la consolidación de esa segunda fase. Un electorado que pide orden, eficiencia y certezas, incluso si eso significa acercarse a discursos excluyentes, punitivistas o abiertamente reaccionarios.
Ese avance debe encender las alarmas. Kast promete, como tantos líderes ultraconservadores en la región, “sentido común” frente a lo que considera excesos identitarios y políticas sociales inviables. Su proyecto, sin embargo, representa riesgos evidentes: retrocesos en derechos conquistados, un repliegue autoritario en nombre de la seguridad y un discurso antipolítico que mina la confianza en la propia democracia que le permite competir. La fuerza de la institucionalidad chilena no consiste solo en la limpieza de sus procesos electorales, sino en preservar un marco de derechos, contrapesos y convivencia que ha sostenido al país durante décadas. Es ahí donde Chile deberá poner a prueba su madurez democrática si Kast llegara a gobernar con un Parlamento donde las derechas cuentan con más apoyo que la izquierda, aunque no tienen un camino despejado.
El castigo electoral no equivale a un cheque en blanco para desandar el camino andado. El país exige cambios, correcciones y eficacia; no una demolición del pacto social que permitió que Chile, con todas sus desigualdades, se convirtiera en un ejemplo regional de estabilidad. Chile ha dado un mensaje poderoso: las elecciones se ganan y se pierden, los gobiernos se desgastan, los ciclos se agotan. Lo que no debe agotarse es la convicción de que la democracia funciona y de que su fortaleza depende, precisamente, de la capacidad de procesar estos giros con normalidad. En un continente donde tantos presidentes prometen romperlo todo, Chile tiene la oportunidad y la responsabilidad de demostrar que cambiar de rumbo no significa renunciar a lo esencial.