Privilegiados e infelices
El cansancio contemporáneo no es casual, es estructural; somos herederos de un sistema que necesita cuerpos extenuados
Desde la ventana, mientras fregaba los platos, vi algo moverse en el agua. Se agitaba con desesperación. Vivo cerca del Estrecho de Gibraltar, así que lo primero que pensé fue que era un hombre. Cogí una toalla y le dije a mi hija de tres años que nos íbamos a la playa. Mientras bajábamos a toda prisa, iba pensando en cómo sacarlo sola, en que un cuerpo al borde del ahogo puede hundirte con él. Recordé que en algunas zonas de Japón los socorristas, cuando no tienen otra opción, golpean la cabeza del ahogado para desmayarlo antes del rescate.
Pero no era un hombre. Era un buitre. Unos pe...
Desde la ventana, mientras fregaba los platos, vi algo moverse en el agua. Se agitaba con desesperación. Vivo cerca del Estrecho de Gibraltar, así que lo primero que pensé fue que era un hombre. Cogí una toalla y le dije a mi hija de tres años que nos íbamos a la playa. Mientras bajábamos a toda prisa, iba pensando en cómo sacarlo sola, en que un cuerpo al borde del ahogo puede hundirte con él. Recordé que en algunas zonas de Japón los socorristas, cuando no tienen otra opción, golpean la cabeza del ahogado para desmayarlo antes del rescate.
Pero no era un hombre. Era un buitre. Unos pescadores me dijeron que llevaba dos horas luchando contra la corriente. Por fin lograron sacarlo con una red.
Ya en tierra, me impresionó su forma de ángel caído: las alas enormes plegadas sobre el cuerpo, como omóplatos desterrados del paraíso. El animal estaba aterido, tiritaba, y desde el pico le caía un hilo de baba espesa, mezcla de bilis y jugos gástricos que los buitres usan para eliminar bacterias. Sabía que ese ácido, inocuo para ellos, es corrosivo para la piel humana. Le eché la toalla por encima. Un ser hecho para los aires recién salido del mar. Mientras me fijaba en su temblor pensé que aquel buitre no había caído del cielo, sino del desastre de nuestro tiempo. También nosotros, desde el privilegio del primer mundo, nos estamos ahogando en un medio que ya no nos pertenece. Intentamos batir las alas contra un peso invisible: el cansancio, la burocratización de cada gesto.
Mis días, la mayoría, se parecen a una sucesión de absurdos: correos electrónicos que exigen registrarse en plataformas solo para pagar un recibo; asistentes virtuales que te obligan a atravesar menús infinitos antes de llegar a una voz humana; certificados digitales que fallan justo cuando los necesitas; contraseñas que minan la memoria; burócratas que rebotan tu paciencia como si fuera una pelota. No son problemas técnicos: son mecanismos de desgaste. Es una de las enfermedades del privilegio: la pérdida del tiempo propio. Simone Weil escribió que “la atención es la forma más pura de la generosidad”. Pero vivimos distraídos hasta la mutilación, y sin atención no puede haber pensamiento, ni compasión, ni mundo compartido.
El tiempo, lo único que tenemos en cantidad finita. No es el hambre ni la guerra; es una pobreza silenciosa que define a la clase media global. Hemos escapado —por ahora— de la escasez física, pero vivimos atrapados en una penuria de horas perdidas, en una miseria que no mata el cuerpo, pero aplasta el sentido de existir. Y aun así, el sentimiento de no tener derecho a la queja: porque el tiempo que yo pierdo en contraseñas, en un Occidente cebado de exceso y colesterol, lo pierde otra persona en esperanza de vida, en guerras, en hambre. Lo que para nosotros es un trámite para otros es un destino. Lo que aquí se desgasta en minutos, allí se extingue en cuerpos. Aquí lo llamamos estrés. Demasiado ocupados para pensar. Allí lo llaman supervivencia. Demasiado débiles para resistir.
En los llamados países avanzados el tiempo es una cuestión de jerarquías. El tiempo de gestión se ha convertido en un marcador de clase. Quienes menos tienen son quienes más pierden resolviendo trámites que otros pagan por delegar. Nos drenan la vida mediante un expolio diario, un saqueo sistemático de minutos irrecuperables. Nos llaman usuarios, pero somos mano de obra no remunerada. Recepcionistas de nosotros mismos. Secretarios de nuestra vida.
El buitre permanecía con el cuello inclinado hacia abajo, el pico apuntando al suelo, con el aire del anciano más triste, más solo. No me muero de hambre, y doy gracias a la vida por ello, pero otros hombres, otras mujeres, otros niños se extinguen cada segundo, mientras yo tengo que demostrar que no soy un robot seleccionando ridículas fotos de semáforos. La sostenibilidad, la eficiencia, la transición verde: etiquetas al servicio de la versión amable de un colonialismo que continúa drenando horas humanas y recursos ajenos para mantener la infelicidad de la mayoría y la desatención al Otro.
En los peores días llego a la noche exhausta sin haber hecho nada que sienta mío ni útil, ni para mí ni para nadie. Un día perdido. El cansancio contemporáneo no es casual: es estructural. Somos herederos de un sistema que necesita cuerpos extenuados para mantener la fatiga, la insolidaridad y la muerte del espíritu.
El buitre mueve, de manera casi imperceptible, un ala. Me conmueve ese intento: el instinto de seguir batiendo el aire incluso cuando ya no queda cielo.
Quizá eso sea lo único que nos salve: la obstinación animal de vivir no sólo para nosotros, sino para que otros también sigan viviendo. Recordar que la atención es la forma más pura de generosidad. Y para mantenerla, necesitamos reclamar la devolución de nuestro tiempo.
Por nuestro bienestar.
Por la recuperación y el ejercicio de la bondad humana.