Ir al contenido
Tribuna

Esperando a Dimitrov

No cuadra que Podemos agudice su crítica al Gobierno justo cuando Vox supone una amenaza real para la democracia

Durante su VI Congreso, celebrado en Moscú en 1928, la Internacional Comunista aprobó la doctrina de “clase contra clase”, según el cual la revolución sólo podía triunfar si el proletariado rompía toda vía de entendimiento con el resto de clases sociales. En la medida en que los partidos socialdemócratas mantenían relaciones con fuerzas burguesas, no cabía colaboración alguna entre comunistas y socialdemócratas. Esta política de la intransigencia conducía a un enfrentamiento definitivo entre el proletariado y todas las demás clases. La socialdemocracia pasó a ser considerada no solo parte del ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Durante su VI Congreso, celebrado en Moscú en 1928, la Internacional Comunista aprobó la doctrina de “clase contra clase”, según el cual la revolución sólo podía triunfar si el proletariado rompía toda vía de entendimiento con el resto de clases sociales. En la medida en que los partidos socialdemócratas mantenían relaciones con fuerzas burguesas, no cabía colaboración alguna entre comunistas y socialdemócratas. Esta política de la intransigencia conducía a un enfrentamiento definitivo entre el proletariado y todas las demás clases. La socialdemocracia pasó a ser considerada no solo parte del enemigo, sino uno de sus elementos más peligrosos.

En la resolución del congreso, se decía: “Tendencias fascistas y embriones de fascismo existen ahora en todas partes, bajo una forma más o menos desarrollada; la ideología de la colaboración de clases —ideología oficial de la socialdemocracia— tiene muchos puntos en común con la del fascismo. Los métodos fascistas aplicados a la lucha contra el movimiento revolucionario existen bajo unas formas embrionarias en la práctica de numerosos partidos socialdemócratas y de la burocracia sindical reformista.” A partir de aquí, los comunistas se refirieron a los socialdemócratas como “socialfascistas”, convirtiéndolos en enemigos del proletariado. Nunca fueron tan malas las relaciones entre las dos grandes familias de la izquierda.

Hay cierto consenso entre los historiadores en que este ejercicio de sectarismo ideológico fue un profundo error que impidió constituir a tiempo frentes antifascistas. La política de “clase contra clase” solo se corrigió con la llegada del búlgaro Georgi Dimitrov a la secretaria general de la Internacional. En 1935, durante el VII Congreso de esta organización, cuando el fascismo ya gobernaba en Alemania, Dimitrov presentó un informe en el que cambiaba radicalmente el rumbo, apostando por “la creación de un extenso frente popular antifascista sobre la base del frente único proletario”. Y añadió, en una clara rectificación, que “tenemos que acabar con el menosprecio y la actitud despectiva que se dan con harta frecuencia en nuestra actuación respecto a los distintos partidos y organizaciones de campesinos, artesanos y de masas de la pequeña burguesía urbana”. Como resultado de este giro político, se formaron Frentes Populares en Francia y en España en 1936. Los socialdemócratas pasaron a ser socios imprescindibles dada la gravedad de la situación política en Europa.

A una escala ciertamente diferente y en un contexto político y económico bastante distinto, en España hemos vivido un proceso que parece ser el opuesto al de la Internacional Comunista. En 2018, Podemos batalló con fuerza para conseguir el concurso de los partidos nacionalistas en la moción de censura contra Mariano Rajoy. En aquel momento, parecía que Podemos apostaba con mayor determinación por un Gobierno presidido por Pedro Sánchez que el propio Sánchez. La moción tuvo éxito y mandó al PP a la oposición, donde sigue después de más de siete años.

Posteriormente, tras las elecciones de abril de 2019, Podemos se empeñó en que había que formar una coalición de gobierno con el PSOE. El PSOE tenía muchas resistencias ante esa posibilidad, hasta el punto de que Sánchez, en lo que quizá haya sido su mayor error político hasta la fecha, convocó irresponsablemente unas nuevas elecciones. Los resultados en noviembre fueron peores para ambos, sobre todo para Podemos y sus fuerzas aliadas. La izquierda perdió apoyo en su conjunto y Vox pasó del 10,3% al 15,1%, convirtiéndose en el tercer partido. Sánchez entendió tardíamente el mensaje y dio su brazo a torcer, conformando rápidamente el primer Gobierno de coalición desde la muerte de Franco. A juicio de muchas personas, entre las que me encuentro, creo que aquel fue uno de los mejores gobiernos de la democracia, con mayor capacidad de transformación.

En cierto sentido, la coalición se hizo demasiado tarde. Cuando por fin se optó por la misma, Podemos se encontraba en un proceso interno de descomposición. Durante la legislatura 2020-2023, Pablo Iglesias abandonó formalmente el liderazgo de la organización y se produjo el distanciamiento cada vez mayor con la sucesora, Yolanda Díaz, y su proyecto Sumar.

La evolución posterior de las izquierdas no ha podido ser más extraña. Tras la ruptura traumática entre Sumar y Podemos (por razones puramente personalistas de las dos partes, no por desacuerdos ideológicos o programáticos), Podemos ha ido endureciendo el tono contra el Gobierno, aun siendo este muy parecido a aquel otro en el que Podemos estuvo presente con una vicepresidencia y cuatro ministerios. Ahora critica con extremada dureza al Gobierno y sus políticas, presentándolo como un Ejecutivo traidor y claudicante. En Podemos se ha llegado a afirmar que el Gobierno de Sánchez es cómplice del genocidio israelí. Algo así, dicho de uno de los gobiernos occidentales que más lejos ha ido en el rechazo a la política criminal de Israel en Gaza, suena fuera de lugar.

En la actualidad, Podemos mantiene un discurso que recuerda al de los partidos de la izquierda extraparlamentaria europea de los años setenta u ochenta del siglo XX. Eran fuerzas que impugnaban el sistema en su totalidad, defendían una salida revolucionaria y abominaban de cualquier responsabilidad de gestión. Pero, más allá de parecidos ideológicos, Podemos tiene poco que ver con aquellos partidos, entre otras cosas porque ha tenido altas responsabilidades de gobierno hasta hace un par de años. De ahí que la sobreactuación en la crítica produzca cierto desconcierto y atraiga únicamente a un grupo incondicional pero más bien reducido de seguidores convencidos de la necesidad de un partido que centre su estrategia en la denuncia del statu quo.

Lo que menos cuadra en su creciente distanciamiento del bloque de legislatura es que Podemos agudice la crítica justo cuando Vox muestra en las encuestas un crecimiento sostenido y supone una amenaza real para la democracia española y para mucha gente que puede sufrir personalmente las consecuencias de sus políticas excluyentes. A medida que el riesgo de un gobierno derechista con presencia de Vox se hace mayor, Podemos pasa de la crítica a la descalificación total. En un momento de retroceso de las fuerzas progresistas en todos los países desarrollados, enarbolar la bandera de la pureza ideológica tiene un recorrido más bien corto. En el fondo, había mejores razones políticas para mostrarse inflexible con el poder en 2018 que en 2025.

Precisamente por el papel positivo que tuvo Podemos en acabar con el Gobierno terminal de Mariano Rajoy, forzar la coalición de gobierno y presionar al PSOE desde la izquierda para hacer políticas más ambiciosas, su estrategia actual resulta difícil de comprender. Siempre hay buenas razones para ejercer la crítica, ningún gobierno está libre de fallos, renuncias e incoherencias, por lo que es lógico que un grupo que reivindica la pureza de la izquierda ejerza una oposición dura; el problema en este caso es que el contenido de la crítica es tan desmesurado que no resulta creíble teniendo en cuenta que Podemos ha sido parte del Gobierno de Sánchez hasta hace nada.

En última instancia, estas disfuncionalidades se originan en el destrozo que se ha producido en la izquierda como consecuencia de enfrentamientos personalistas entre Podemos y Sumar. La intransigencia discursiva de Podemos es sobre todo consecuencia de su deseo de diferenciarse de Sumar y de presentar a esta fuerza como un apéndice de la socialdemocracia. Si Dimitrov saliera de su tumba, se quedaría espantado de que las cosas hayan llegado tan lejos. Urge una recomposición.

Archivado En