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Tribuna

Miedo

Vuelven a producirse abusos y atropellos de algunos poderes en medio de un silencio cómplice. Y hay que denunciarlo

Una de las frases que, después del franquismo, quedaron en la conciencia de los españoles, es que lleves cuidado con lo que dices o haces, porque un día podrían ir a por ti. La frase se escucha todavía recurrentemente, cincuenta años después, y responde a un modo netamente mafioso de entender el ejercicio del poder imponiendo una especie de omertà, es decir, de silencio forzosamente cómplice, ante los abusos y atropellos. No es algo, ni mucho menos, que haya pasado solamente en España —...

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Una de las frases que, después del franquismo, quedaron en la conciencia de los españoles, es que lleves cuidado con lo que dices o haces, porque un día podrían ir a por ti. La frase se escucha todavía recurrentemente, cincuenta años después, y responde a un modo netamente mafioso de entender el ejercicio del poder imponiendo una especie de omertà, es decir, de silencio forzosamente cómplice, ante los abusos y atropellos. No es algo, ni mucho menos, que haya pasado solamente en España —acuérdense del pobre Émile Zola en Francia—, pero sí que es un comentario que se escucha con frecuencia en España, y no realmente en el resto de países europeos.

Podría decirse que semejante pensamiento generalizado es más bien una habladuría o un temor irracional, si no fuera porque algunos casos sorprendentes de los últimos tiempos están actualizando entre nosotros, de nuevo, ese temor. Puede que sus protagonistas sean personas que conocieron de jóvenes el franquismo y que, de un modo u otro, son nostálgicos de aquellos medios expeditivos de quitar de enmedio a quien se considera molesto. Sea como fuere, en el silencio de tantos se percibe ese miedo, que además puede asomar la nariz en todo momento en cualquier Estado, como está ocurriendo en EEUU con el “you’re fired” de Trump, que sólo diverge del método si se compara con las extrañas defenestraciones que han tenido lugar en Rusia en los últimos años. Es inevitable acordarse de Don Corleone y sus modos de proceder para comprar y quebrar voluntades, o para eliminar a quien incordia en los fines de la famiglia.

Este es el momento en el que el lector esperará que cite casos concretos que hayan ocurrido o estén ocurriendo en España. ¿Es necesario? Creo que no, y por eso no lo voy a hacer. Todos tienen en la cabeza a sus fantasmas. Algunos periodistas hasta han contado recientemente cómo fueron coaccionados por una autoridad, lo que recuerda mucho a aquel antiguo “el que se mueve, no sale en la foto”, con que amenazaba, al parecer, un recordado personaje para conseguir mantener, qué paradoja, prietas las filas. No se trata de derechas o izquierdas, sino de personajes que desean retener un poder a toda costa jugando con el miedo de la gente.

Esos sujetos, si ocupan cargos o empleos públicos, debieran recordar que esa conducta siempre se acaba volviendo en contra de uno tarde o temprano, salvo que alguno de ellos tenga mucha suerte y consiga esquivar las balas del enemigo falleciendo finalmente de muerte natural mientras juega con su nieto, o ya olvidado en un banco cualquiera mientras toma el sol recordando, lleno de amargura, a su hija ensangrentada agonizando en sus brazos. No es que exista la justicia divina ni el yin y el yan ni nada que se le parezca. Lo que ocurre es que cuando se rompen según qué precintos, se abre una partida en la que todos acaban jugando ejerciendo una defensa que consideran legítima, aunque no lo sea por los medios que se emplean. Sea como fuere, todos pueden hacerse mucho daño.

¿Qué hacer para evitar que todo lo anterior ocurra o incluso esté sucediendo? Lo más efectivo en estas situaciones, como en los casos de acoso escolar, es denunciarlo. Más allá del recorrido que tenga la denuncia o querella, poner de manifiesto lo que hay llama la atención a muchas personas cuando, además, se hacen públicas evidencias de lo que está pasando, puesto que si no se exhiben esas pruebas, la credibilidad de la denuncia es y debe ser nula. Pero si se presentan a la luz pública los indicios de esas amenazas antes de que hagan daño, o bien se describe con precisión una situación que no es más que el vulgar acoso de un aprendiz de matón o, peor aún, de su sicario, el acosador se queda sin su principal arma, esa clandestinidad que tanto le gusta porque le aclama cuando se jacta en privado de sus tropelías, y a la vez le protege, pues es el disfraz perfecto de su intrínseca cobardía.

Este tipo de comportamientos deben ser investigados y cortados de raíz. Destruyen la democracia, puesto que atribuyen al matón un poder inmenso para hacer y deshacer entre amenazas, silencios y complicidades, formándose peligrosos caciquismos en centros de poder. Es preciso que en una democracia sólo sientan temor los delincuentes, y no los inocentes. Como decía Sabina en una canción, que los que matan se mueran de miedo. Y no sus víctimas.

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