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Las comidas de los domingos

En aquella mesa de mis padres hacíamos como que nada nuestro podía ser tan grave para separarnos, hasta los fatales diagnósticos que se los llevaron por delante

Las comidas de los domingos en casa de mis padres eran sagradas. En una familia sin más credo que el trabajo y la decencia ni más misas que las de las bodas y los duelos, la comunión alrededor de la paella de mi madre y el vino del pueblo de mi padre era lo más cerca que estuvimos sus cuatro hijos de catar por gusto el cuerpo y la sangre de Cristo. Nunca hizo falta doblar campanas para convocar el oficio. Se iba todos los santos domingos del año y, si no se podía, había que justificar el motivo, o comerse los ofendidos morros de mi madre y el solidario silencio de mi padre hasta el domingo sig...

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Las comidas de los domingos en casa de mis padres eran sagradas. En una familia sin más credo que el trabajo y la decencia ni más misas que las de las bodas y los duelos, la comunión alrededor de la paella de mi madre y el vino del pueblo de mi padre era lo más cerca que estuvimos sus cuatro hijos de catar por gusto el cuerpo y la sangre de Cristo. Nunca hizo falta doblar campanas para convocar el oficio. Se iba todos los santos domingos del año y, si no se podía, había que justificar el motivo, o comerse los ofendidos morros de mi madre y el solidario silencio de mi padre hasta el domingo siguiente, al que acudías con una bandeja de medio kilo de pasteles para hacerte perdonar el pecado y se te absolvía en el nombre de ambos. En aquella mesa de mis padres, y en sus prolegómenos, y en sus fregotes en la cocina, y en sus sobremesas sin hora, se reía, se lloraba, te cabreabas y te arreglabas, se pasaba revista a novios, embarazos, divorcios, ascensos y caídas laborales y personales y, ay, se hacía como que nada nuestro podría ser tan grave como para separarnos nunca, hasta los respectivos y fatales diagnósticos de los males que se los iban a llevar por delante. Entonces, sí, se acabó lo que se daba. Ninguno de los hijos hemos sido capaces de recoger el testigo. Yo, la primera.

Por eso, añoré hasta el tuétano esas comidas viendo la película Los domingos, de Alauda Ruiz de Azúa, en una sala en la que se podía oír fluir la sangre de los presentes por el silencio de iglesia que se hizo desde el primer fotograma. Solo cuento el principio: un día, la niña adorada de una familia, primera hija, primera sobrina, primera nieta, les suelta a los suyos que quiere ser monja. De clausura. A los 17 años. Justo cuando empiezan a brotarle las alas, anhela ¿cortárselas? encerrándose en un convento. Los efectos de la bomba de racimo en los adultos de la saga van dejando un crescendo de arañazos en tu fuero interno hasta un final que te noquea. Ni puedes apartar los ojos de la pantalla ni sacarte el corazón del puño en que se te mete durante las dos horas del filme y lo que se te queda rondando dentro pensando qué harías tú en tal tesitura. Todavía lo dudo.

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