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Columna

Una Europa sin símbolos

Si estamos en lucha, como dice Ursula von der Leyen, los europeos mereceríamos saber para qué combatimos

No existe comunidad sin signos compartidos ni sin una premisa emocional. Por eso tejemos banderas y, por eso, cada vez que miramos la entrada del Congreso de los Diputados sabemos reconocernos en la antigua solemnidad que anuncian sus formas.

En la fachada, el frontón triangular nos remite a la arquitectura clásica. Las columnas de orden corintio del pórtico ...

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No existe comunidad sin signos compartidos ni sin una premisa emocional. Por eso tejemos banderas y, por eso, cada vez que miramos la entrada del Congreso de los Diputados sabemos reconocernos en la antigua solemnidad que anuncian sus formas.

En la fachada, el frontón triangular nos remite a la arquitectura clásica. Las columnas de orden corintio del pórtico nos pueden recordar a la Maison Carrée de Nimes, pero también nos conectan con las reinterpretaciones que poblaron Occidente: desde el Capitolio de Washington hasta las sedes de tantas universidades.

Dentro del palacio, se guarda una colección de pintura historicista. Allí se preserva la memoria de las Cortes de Valladolid de 1295 y del juramento de las de Cádiz de 1810. Antes de entrar al salón de plenos, un busto de Agustín Argüelles nos recuerda que hubo un tiempo en que el parlamentarismo fue un oficio noble. Y una vez dentro del hemiciclo los signos vuelven a multiplicarse.

Cuando sus señorías toman la palabra —así sea para insultarse—, arriba, en lo alto, unas vidrieras muestran las cuatro virtudes cardinales que se inspiraron en el Libro IV de la República de Platón. En los flancos laterales, dos hornacinas custodian a los Reyes Católicos. Dentro de las pinturas de la bóveda se suceden distintas alegorías y, en el centro, aún puede leerse el tetragrama que da nombre al Dios de los judíos. Está escrito, por cierto, con letras hebreas.

Cada uno de estos detalles representa algo de todos nosotros. Y aunque podamos cuestionar su vigencia, su actualidad o su pertinencia, la mera disputa abre una conversación que nos une. Discutir los símbolos compartidos es, en sí misma, una forma íntima de relación. Pero esa discusión sería mucho más difícil si la trasladáramos al terreno europeo.

La semana pasada, Ursula von der Leyen dijo que Europa estaba en lucha. Reparé entonces en la asepsia del Parlamento Europeo: en la higiénica tipografía de sus escaños o en su neutra tribuna de oradores. Tan plástica, simple y nihilista que resulta indistinguible de la sala de juntas de una multinacional farmacéutica.

Esa vacuidad simbólica resume el furor tecnocrático de una comunidad que decidió vaciarse de contenido hasta hacerse casi ininteligible. Por supuesto, no todo está perdido. Pero si de verdad estamos en riesgo y en un futuro hubiera que repartir sacrificios, los europeos mereceríamos saber para qué demonios combatimos. Porque sin símbolos que nos hablen de nosotros mismos, hasta la más justa de las causas se diluirá en el aire.

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