Vox sigue ganando terreno
La ultraderecha carcome la base electoral del PP porque rentabiliza el endurecimiento de las posiciones de Feijóo
El auge de la ultraderecha en España ya es un hecho. Las últimas encuestas apuntan a que el descenso en diputados de Vox en 2023 —cuando bajó a 33 escaños desde los 52 de 2019— fue un paréntesis en una tendencia ascendente que no da signos de remitir, sino todo lo contrario, se acelera. El partido de Santiago Abascal —fundado hace solo 12 años y convertido en tercera fuerza en el Congreso— crece además a costa del Partido Popular. Alberto Núñez Feijóo está fracasando en su misión de frenar este fenómeno. Las razones parecen claras: la estrategia del PP de asumir el discurso extremista para hacer oposición al Gobierno no ha hecho más que alimentar ese discurso y legitimarlo ante la ciudadanía.
El PP insiste en tratar a Vox como una escisión de exaltados que un día volverán a la casa grande de la derecha. Peor aún, parece verlos como agitadores útiles de una polarización que en algún momento dará frutos electorales que recogerán los populares. Es urgente que la derecha moderada despierte de esta fantasía. La serie de encuestas del último lustro demuestra que Vox, que surge de una escisión del PP, sigue crecido a su costa y hasta convenciendo a antiguos votantes de izquierda. Crece en todos los segmentos de población, especialmente primeros votantes. Es un fenómeno nuevo que —con un lenguaje simplista adaptado a las redes sociales— impugna sistemáticamente la legitimidad del Gobierno mientras apela a la inflamación del nacionalismo español, al odio a los valores progresistas y a la frustración social: junto a la quimera de unos valores tradicionales supuestamente amenazados por el progreso, cabalga sobre problemas reales como la crisis de acceso a la vivienda, la precariedad juvenil, los bajos salarios y una sensación de estancamiento de la clase media. No va a ser reabsorbido por el PP bajo la lógica del voto útil.
El congreso del PP del pasado julio coincidió con el peor momento de Pedro Sánchez en La Moncloa. Feijóo salió de allí entronizado sin debate y rodeado de un equipo muy agresivo —pensado para un supuesto adelanto electoral— que traslada todos los días a los ciudadanos la idea de que España es un país caótico al borde del colapso de las instituciones. Sin embargo, el PP es ahora mismo un partido con un enorme poder institucional en España merced, entre otros factores, a su clara victoria en las elecciones autonómicas y municipales de hace dos años. Jamás va a poder ofrecer el nivel de furia e impugnación del consenso constitucional que ofrece Vox. No es coherente con su historia ni con su perfil. Por eso se ha estancado electoralmente, incluso con un PSOE contra las cuerdas tras los casos de corrupción. Los votantes de derechas con sensación de fin de ciclo no parecen ansiosos por votar al PP sino a Vox, que no ha pagado la factura de romper con los populares en los gobiernos autonómicos —incluidas la Comunidad Valenciana de Mazón y la Castilla y León de Mañueco— para seguir jugando la baza antisistema. Por supuesto, ni la dana ni los incendios han tenido coste alguno para ellos.
Santiago Abascal ha limpiado su partido de cualquier rastro de pragmatismo tecnócrata, como se demuestra en eventos internacionales del partido como el que se celebra este fin de semana en Madrid. Vox es hoy un partido nacionalcatólico, al estilo del de Victor Orbán en Hungría, con un discurso racista, homófobo, negacionista climático, que hace mofa de la violencia machista, quiere recentralizar el Estado y prohibir partidos políticos, que justifica la masacre en Gaza y el expansionismo de Putin. Cuánto de esto es una provocación para ocupar espacio en las redes y cuánto es convicción es algo que sería mejor no tener que comprobar de nuevo. Donald Trump parecía un provocador televisivo hasta que llegó al poder. Abascal ya impone su ideario a los gobiernos regionales y municipales del PP que necesitan sus votos.
El PP suele utilizar el contexto europeo, donde dominan los gobiernos de derecha, para señalar el Gobierno progresista español como una anomalía. Pero un vistazo a Europa ofrece también otras lecciones: el viento sopla a favor de los ultras, no de los moderados. Allí donde los partidos conservadores tradicionales no han sido capaces de poner pie en pared para defender unos valores básicos compartidos por encima de las ideologías, se ven maniatados —cuando no devorados— por la extrema derecha. Ha ocurrido en Francia e Italia. El embrión de un fenómeno parecido se puede ver en Reino Unido y Portugal. En Alemania, el auge extremista ha sido contenido por ahora —en las instituciones, que no en las urnas— gracias al cordón sanitario trazado por los partidos centrales. El aviso para la derecha española, para la democracia española, no puede estar más claro.