El fin del conflicto de intereses
La justificación de la ley de amnistía obliga a mirar hacia otro lado para evitar lo que exige florituras inverosímiles
Casi todos los analistas coinciden en que una novedad de la presidencia de Donald Trump es la desaparición de la idea del conflicto de intereses. Jimmy Carter dejó su granja de cacahuetes en manos de un fideicomiso ciego cuando ocupó la presidencia de Estados Unidos, mientras que Donald Trump aprovecha su tiempo en el cargo para ganar dinero, recomienda elecciones de consumo, recibe regalos de terceros países, ...
Casi todos los analistas coinciden en que una novedad de la presidencia de Donald Trump es la desaparición de la idea del conflicto de intereses. Jimmy Carter dejó su granja de cacahuetes en manos de un fideicomiso ciego cuando ocupó la presidencia de Estados Unidos, mientras que Donald Trump aprovecha su tiempo en el cargo para ganar dinero, recomienda elecciones de consumo, recibe regalos de terceros países, lanza criptomonedas, no hace nada por disipar la impresión de que enreda con información privilegiada, ajusta cuentas con la Universidad de Columbia, lloriquea por el Nobel de la Paz, prescinde de la aprobación del Congreso para una acción militar y la anuncia en su propia red social, cuyo nombre, Truth, confirma el principio tradicional de que la mejor forma de entender la terminología política es interpretarla al revés.
Quizá el fin de la preocupación por el conflicto de intereses sea el signo de los tiempos: en su informe sobre la cuestión prejudicial planteada por el Tribunal de Cuentas ante el Tribunal de Justicia Europeo, la Comisión Europea ha señalado que una amnistía va contra la igualdad ante la ley y que solo se explicaría por el interés general, mientras que en la ley de amnistía ese interés era particular: “Los votos de sus beneficiarios han sido fundamentales para su aprobación”, y “el proyecto de ley es parte de un acuerdo político para lograr la investidura del Gobierno de España”.
Si nos planteáramos la hipótesis de que el borrado de delitos de malversación de los líderes independentistas condenados permitiría que otros políticos continuaran con su presunta actividad malversadora, la circularidad sería más obscena. Tampoco resultaría favorecedor, por esbozar posibilidades remotas, que un partido con problemas de corrupción decidiera reformar la justicia en mitad de las investigaciones que le incomodan. La justificación de la ley de amnistía obliga a mirar hacia otro lado para evitar lo que salta a la vista y exige florituras inverosímiles: el absurdo, señalado por Pedro Cruz Villalón, de que el legislador por ser quien es no puede incurrir en arbitrariedad, lo que se podría denominar argumento L’Oreal Porque yo lo valgo, y otras marrullerías más clásicas: del mismo modo que la voz del pueblo dice lo que a mí me da la gana, el interés general coincide plenamente con el mío.