En otro mar

Estábamos en una isla de Brasil. Un lugar sin luz, casi sin agua, sin calles que no fueran de arena

Una bañista en la playa de Copacabana, en Río de Janeiro.André Coelho (EFE)

Fue hace muchos años. Estábamos en una isla de Brasil. Un lugar sin luz, casi sin agua, sin calles que no fueran de arena. Había algo llamado bicho do pé que se metía debajo de las uñas, infectaba y producía dolor. Al caer la tarde, a la luz de las velas, nos arrancábamos los bichos como monos, usando agujas que cauterizábamos con el yesquero. Vivíamos en un cuarto sin baño, con otros siete u ocho que empezaron a irse, a dejarnos solos, quizás porque éramos demasiado. No había m...

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Fue hace muchos años. Estábamos en una isla de Brasil. Un lugar sin luz, casi sin agua, sin calles que no fueran de arena. Había algo llamado bicho do pé que se metía debajo de las uñas, infectaba y producía dolor. Al caer la tarde, a la luz de las velas, nos arrancábamos los bichos como monos, usando agujas que cauterizábamos con el yesquero. Vivíamos en un cuarto sin baño, con otros siete u ocho que empezaron a irse, a dejarnos solos, quizás porque éramos demasiado. No había mucho sentimiento ni demasiada mentira. No era teatral sino algo más trascendente, primitivo. Por las noches, lo dejaba durmiendo y salía a la playa cubierta por algún vestido viejo, medio roto. Después, peregrinaba de regreso hacia ese cuerpo de santo lesivo. Él tenía una cara revolucionaria, una belleza en bloque sostenida por hombros de tormento. La cama era de dureza variada. El colchón estaba repleto de chinches y de olor a moho. Un grifo escupía a veces, siempre a deshoras, algo de agua. Nosotros nos limpiábamos en el mar. Teníamos la piel crujiente como un mapa seco. A veces, dormíamos sobre la arena y despertábamos rodeados de cangrejos. Un día salí a correr por una zona de manglares. Un tipo al que había visto bailando capoeira empezó a seguirme. Corrí rápido, el tipo también, detrás. Salí en estampida hacia la playa. Él estaba ahí, resplandeciente, rubio, fumando algo, golpeado por el sol. Me escuchó resollar, se dio cuenta de todo. Se levantó, se puso bravo, un gallito. Amagó alguna cosa pero yo hice un gesto, le dije al tipo: “Andate”, y el tipo se fue. Él se acercó, me preguntó: “¿Qué pasó?”. Le dije: “Nada”. Y era verdad. Nunca lo dejé cuidarme. No hizo falta. Me movía como una barricada. Ahora, años después, en otro país que puede ser cualquiera, miro otro mar. Busco qué cosas. “Cuando no soy un simio inmóvil, soy un perro viejo mal entrenado que corre por la orilla. Buscándote”, escribió Nathalie Léger. Yo sé qué busco. Yo sé lo que no encuentro.

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