El ‘nuevo’ Vox sin Santiago Abascal
La falta de liderazgo de la ultraderecha deja todo el protagonismo a un sentimiento de comunidad cada vez más popular, sobre todo entre los jóvenes
Existe un Vox sin Santiago Abascal: el partido sube en las encuestas, pese a que su líder parece que esté desaparecido la mitad del tiempo. Quizás fue un error creer que el reaccionarismo siempre necesitaba de liderazgos fuertes o que Vox iba de capa caída tras el ciclo electoral de 2023. Al contrario, el sentimiento de comunidad en torno a la ultraderecha parece hoy más pode...
Existe un Vox sin Santiago Abascal: el partido sube en las encuestas, pese a que su líder parece que esté desaparecido la mitad del tiempo. Quizás fue un error creer que el reaccionarismo siempre necesitaba de liderazgos fuertes o que Vox iba de capa caída tras el ciclo electoral de 2023. Al contrario, el sentimiento de comunidad en torno a la ultraderecha parece hoy más poderoso en España que el mero hecho de votar unas siglas. Y sus jóvenes no se resignan a quedarse huérfanos: han desarrollado un tejido social propio y una idea de pertenencia; el Partido Popular se equivoca si cree que podrá reabsorberlos fácilmente.
Sirva la tragedia de la dana en Valencia como metáfora de ese arraigo que está forjando la ultraderecha entre sus filas. El mantra de “solo el pueblo salva al pueblo” no solo se usó de forma oportunista ante la sensación de vacío institucional. Con perspectiva, fue la consigna para reelaborar una suerte de nacionalismo, que ni siquiera pasaba por sacar la bandera de España, como símbolo en frío, sino que buscaba dotar a los más jóvenes de un patrimonio emocional, de un “nosotros” que capitalizara su desafección con la clase política. Rápidamente, cantidad de usuarios cercanos a la ultraderecha empezaron a visibilizar en redes sus acciones de llevar comida, hacer tareas de limpieza, o montar apoyo logístico. El sentimiento de comunidad, de liderazgo o de empatía que despertaron en esos días, en mitad de una indignación que no se filtraba por el tamiz ideológico, fue llamativo.
Así que la ultraderecha ha pasado en España de mesiánica a comunitarista. Es decir, que ha trascendido ya a Vox, Alvise Pérez o al partido de turno. Tienen sus propias redes, no solo las físicas: cuentan con el mundo virtual, donde interactúan con sus pares mediante los mismos códigos de repulsa contra la izquierda, y donde contemplan a cantidad de referentes de la internacional ultraliberal o ultraderechista (Donald Trump, Javier Milei, Giorgia Meloni…). Y es que cuando uno se siente parte de algo, de un imaginario compartido, ni siquiera necesita comulgar con todas las tesis de fondo: a veces, la pertenencia puede unir más que cualquier reflexión ideológica sesuda. El machismo, la homofobia o el racismo pueden hasta vivirse desde la indulgencia cuando quienes lo defienden son los suyos.
Sin embargo, Abascal no ha planeado todo lo que está ocurriendo. Los medios afines al PP han contribuido a esa desinstitucionalización de la ultraderecha, que es ahora su mayor baza como movimiento. Clama al cielo hasta qué punto Vox se ha vuelto un estorbo para ciertos altavoces conservadores, a diferencia 2018, cuando se deshacían en elogios hacia la formación porque era útil para ir contra la izquierda o el independentismo. Sigue pesando que Alberto Núñez Feijóo no llegara a La Moncloa, pese a haber una mayoría de derechas en el Congreso, porque a Vox no quiere acercarse ni el PNV. Y muchos jóvenes, que consumen pocos medios tradicionales, cada vez sienten más aversión ante la impresión de que hay un oficialismo que defiende al PP, en detrimento de lo que ellos piensan.
Por su parte, Vox ha tomado decisiones para volver a la indefinición, como antes de entrar en las instituciones, lo que favorece su repunte. La salida de los gobiernos populares sirvió para lavarse las manos de lo ocurrido en Valencia. Es probable que la formación esté también absorbiendo el caldo de cultivo antiinmigración que el CIS reporta. Mientras el partido se pronuncie poco, son sus propios partidarios lo que van rellenándolo de tesis: Vox se ha convertido ya en lo que cada uno crea que es en cada momento, aunque sus postulados resulten contradictorios. Basta ver la pugna que se mantiene en el seno del trumpismo ahora en Estados Unidos. La base rural y trabajadora del MAGA (Make America Great Again) votó consignas contra la inmigración, pero los tech bros de Silicon Valley defienden ahora mantener las visas para que extranjeros altamente cualificados trabajen en sus empresas.
La misma pugna puede aplicarse a la mezcolanza que hay en la ultraderecha española: unos más proteccionistas, y otros de pensamiento ultraliberal. Ciertos votantes del PP que buscan impuestos bajos quizás volverán a Vox porque no les gusta que Feijóo acuda a los actos sindicales de la UGT o hable sobre políticas de conciliación. Y otros lo harán, seducidos por las tesis más falangistas que apelan a la precariedad de los jóvenes, ofreciéndoles cobijo, después de que el sector liberal —encarnado por Iván Espinosa de los Monteros— se fuera yendo del partido.
En consecuencia, el vendaval de ultraderecha tiene un suelo más sólido de lo que podía parecer: hoy uno de cada seis españoles votaría por Vox o Alvise Pérez. Y si existe una ultraderecha sin Abascal también es porque esa corriente ha ido echando raíces, generacionales y de contexto. De su magnitud, tendrán la verdad las urnas. Mientras tanto, la indefinición y la ausencia de liderazgo visible pueden resultar a corto plazo una gran baza de crecimiento, aunque no definirse, ni tener a un líder como referente, sea también lo más cercano a un horizonte de decepción por inutilidad política.