Nuestros discos duros externos

Todos dependemos del otro para construir el prisma de nuestras vidas, pero los desmemoriados somos más conscientes de ello

Maskot (Getty Images)

La capacidad de recordar experiencias relacionadas con nuestra propia vida se llama memoria autobiográfica. La mía es pésima, así que me fascinan aquellas personas que conservan bien en su mente la película de lo vivido y pueden reproducirla a voluntad hacia adelante y hacia atrás. En su libro La memoria y la vida, el profesor José María Ruiz-Vargas explica que este tipo de memoria ―hay otras― forja nuestro carácter e identidad, nos hace a cada uno distinto del resto...

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La capacidad de recordar experiencias relacionadas con nuestra propia vida se llama memoria autobiográfica. La mía es pésima, así que me fascinan aquellas personas que conservan bien en su mente la película de lo vivido y pueden reproducirla a voluntad hacia adelante y hacia atrás. En su libro La memoria y la vida, el profesor José María Ruiz-Vargas explica que este tipo de memoria ―hay otras― forja nuestro carácter e identidad, nos hace a cada uno distinto del resto y nos distingue a su vez de las demás especies. Solo los humanos poseemos memoria autobiográfica, solo nosotros construimos con ella una narración coherente. Es también, además de una factoría de significado, una máquina del tiempo. Podemos, dice, resumir la experiencia de un año de lucha en un chispazo de nuestro cerebro.

Todo el mundo cree sufrir una mala memoria autobiográfica, sobre todo quienes la tienen excelente. Pero si ni siquiera me acuerdo de qué llevaba puesto el día de mi 18 cumpleaños, te dicen, cuando tú ni siquiera sabes quién eras a esa edad. Nosotros, los desmemoriados de verdad, viajamos ligeros por la vida hasta que llega la época de los reencuentros navideños. Estas fiestas tuve la suerte de comer con mis amigas del instituto, a quienes hacía muchos años que no veía juntas (23, precisó una de ellas). Fue una tarde preciosa, como si nos hubiéramos reunido para desenterrar juntas un valioso disco duro externo con información perdida hace mucho tiempo.

La sobremesa transcurrió más o menos así durante horas:

― ¿Os acordáis de cuando fuimos a Shanghái y saltamos de un tren en marcha para asesinar al espía ruso aquel pero al final nos invitaron a una fiesta y nos hicimos amigas de Brad Pitt?

En estas ocasiones, las personas con la memoria autobiográfica de una bacteria solo podemos decir una cosa:

― Claro que sí, tía, qué guapo estaba con el pelo largo, volvía de grabar Entrevista con el vampiro.

Hace unos años se hizo muy popular un bonito texto de Jorge Carrión citado por Manuel Vilas en Ordesa: “Cada pareja, cuando se enamora y se frecuenta y convive y se ama, crea un idioma que solo pertenece a ellos dos. Ese idioma privado, lleno de neologismos, inflexiones, campos semánticos y sobreentendidos, tiene solamente dos hablantes. Empieza a morir cuando se separan. Muere del todo cuando los dos encuentran nuevas parejas, inventan nuevos lenguajes, superan el duelo que sobrevive a toda muerte. Son millones, las lenguas muertas”.

Todos dependemos del otro para construir el prisma de nuestras vidas, pero los desmemoriados somos más conscientes de ello, y sabemos que con cada relación que se aleja se esfuman no solo lenguas diminutas, sino también gigas y gigas de almacenamiento compartido sobre nosotros mismos. Cuando el yo pesa, lo delegamos en cada encuentro del camino.

Ojalá sea cierto lo que proponen algunas teorías, que las memorias nunca desaparecen y solo flaquea la forma de acceder a ellas; así nuestras amistades serían más un valioso cable para ayudarnos a recuperarlas que un disco duro externo que almacena datos con perfección. “La memoria humana ni miente ni engaña a nadie, porque no es su función restaurar realidades, sino vivencias”, escribe Ruiz-Vargas. Como nos han enseñado las charlas que hemos mantenido en los últimos años con las inteligencias artificiales generativas, en la conversación no solo buscamos verdad, anhelamos la coherencia esquiva entre lo que el otro recuerda de sí mismo y el reflejo de nuestra propia, volátil, identidad.

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