Opinión

Son testimonios y también son una memoria colectiva de la violencia sexual contra las mujeres

La utilidad del relato colectivo del movimiento #Cuéntalo quedó demostrada con la denuncia contra Íñigo Errejón

El antiguo portavoz de Sumar, Íñigo Errejón, baja de la tribuna del Congreso, en julio de 2022.Eduardo Parra (Europa Press / Getty Images)

A principios de los 2000 un importante político catalán me mandó al teléfono una foto de su pene. Lo publiqué con detalle en el libro Ahora contamos nosotras (Anagrama, 2019), pero lo había mantenido en secreto durante años. Jamás he dado su nombre. Mi intención al relatarlo no pasa por señalar al personaje, sino explicar cómo aquello condicionó mi carrera y por qué entonces ni siquiera lo denuncié en la redacción o ante los suyos. Ahora, gracias al testimonio de miles, millones de mujeres en el mundo entero, todo habría sido diferente: no me habría sentido culpable y la ansiedad result...

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A principios de los 2000 un importante político catalán me mandó al teléfono una foto de su pene. Lo publiqué con detalle en el libro Ahora contamos nosotras (Anagrama, 2019), pero lo había mantenido en secreto durante años. Jamás he dado su nombre. Mi intención al relatarlo no pasa por señalar al personaje, sino explicar cómo aquello condicionó mi carrera y por qué entonces ni siquiera lo denuncié en la redacción o ante los suyos. Ahora, gracias al testimonio de miles, millones de mujeres en el mundo entero, todo habría sido diferente: no me habría sentido culpable y la ansiedad resultante de su agresión no me habría impedido desarrollar mi labor periodística adecuadamente. Una no puede entrevistar al hombre que le ha mandado el retrato de su polla, no creo necesario explicar por qué ni las consecuencias.

Casi dos décadas después, en abril de 2018, lancé en Twitter el movimiento #Cuéntalo, que llamaba a las mujeres a relatar con sus propias palabras la violencia sufrida. Solo en sus dos primeras semanas recabó cerca de tres millones de intervenciones en 60 países distintos. Desde entonces no he dejado de trabajar en la búsqueda de posibles vías para recopilar y visibilizar el testimonio de las mujeres sobre las múltiples violencias que vivimos, muy en particular la violencia sexual, para acabar componiendo una memoria colectiva irrefutable, la primera en toda la historia, que amplíe el marco de lo que la sociedad consideraba como tal, sea o no legalmente punible.

Después de algún tiempo estudiando los resultados del #Cuéntalo analizados por el Barcelona Supercomputing Center (BSC), llamó mi atención que muy pocos relatos se referían al tiempo presente. Se sabe que algunas obviedades tardan en florecer. Parece evidente que una mujer agredida por su marido no lo cuenta usando su identidad, lo mismo que una empleada o la mujer perteneciente a cualquier estructura jerárquica. Una no sirve en bandeja su propio castigo. Ana Orantes fue asesinada, Nevenka Fernández tuvo que exiliarse, la víctima de La Manada de Sanfermines vio cómo se filtraban sus datos y vivió un infierno “aún peor que el del portal”, según sus palabras. Sirva como explicación y respuesta a las críticas sobre el anonimato en los testimonios. Cuando las mujeres ponemos la identidad a la hora de relatar la violencia, es común que tal acción se vuelva contra nosotras en un proceso de revictimización que, por habitual y sistemático, no parece casual ni inocente.

Este artículo nace del hartazgo que me provocan dichas críticas, que, por cierto, no aparecieron hasta que el pasado 24 de octubre los testimonios dieron fruto, o sea, se demostró tanto la utilidad del relato colectivo como la efectividad del método. “Errejón dimite, el feminismo avanza”, tituló su editorial EL PAÍS. Tuvo que renunciar Íñigo Errejón para que la sociedad mirara lo que llevábamos tiempo haciendo, y ciertos sectores —también feministas y/o de “izquierdas”— fingieran escandalizarse. Me parece significativo y muy desasosegante que ninguno de los, llamémosles, análisis haya hecho referencia al contenido de los testimonios que critican, o al estremecedor volumen —calculo que supera el 70%— de relatos sobre violencia sexual en la infancia, entre otros. Muy al contrario, una de las preguntas que más me he tenido que oír es: “¿Cómo sabes que las mujeres no mienten?”. El colmo. ¿Por qué debería una mujer que no da su nombre ni el del agresor inventarse algo atroz? ¿En qué cabeza cabe que eso se le podría ocurrir a miles de mujeres a la vez? ¿Son conscientes del proceso dolorosísimo por el que pasa una víctima a la hora de recordar, redactar y hacer pública una agresión sexual? Y más: ¿qué razón les lleva a colaborar en el putrefacto sometimiento que nos ha mantenido en silencio durante toda la historia?

Lo cierto es que la inmensa mayoría de los ataques recibidos utiliza un argumento torticero. Hablan de “denuncias anónimas” pese a saber que las mujeres que se dirigen a mí, a diario, por miles, no manejan la denuncia sino el testimonio. Como en el caso del político catalán y su fotopolla, ellas no señalan al agresor ni lo nombran, sino que ponen el foco en sí mismas, lo sufrido y sus consecuencias. Ah, pero las voces “críticas” necesitan falsear la realidad para hablar de “linchamiento” y “muerte civil”, cambiar el foco y devolverlo al hombre. Señalan el “daño” que podría sufrir un individuo —o no, recordemos a Woody Allen, Johnny Depp, Plácido Domingo…— sin importarles en absoluto el daño que efectivamente hemos sufrido y sufrimos todas las mujeres de manera habitual, mayoritariamente desde la infancia.

Las tecnologías permiten hoy que nos narremos nosotras, que emerjamos en una construcción comunicativa, sociopolítica y cultural que nos había desaparecido desde siempre. Estamos construyendo una memoria inédita de la violencia, y además lo hacemos de forma colectiva. No parece casual que, a la hora de empezar por fin a narrarnos, hayamos elegido la violencia sexual, que atraviesa toda nuestra existencia, la modifica y cuyo adiestramiento se transmite de generación en generación. Y elegimos la manera de hacerlo, por supuesto. Hasta ahí podíamos llegar.

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