Canción de cuna
En un mundo de aislamiento, desarraigo e indiferencia, lo mejor que puede brindarnos una tradición es afecto y compañía
No hay expresión cultural más sincera ni más delicada que la que acontece en una canción de cuna. Es posible que, por eso, Federico García Lorca fuera capaz de convertirla en el objeto de una obsesión monográfica. Las canciones de cuna son siempre la herencia leal de otra generación, el fruto de una memoria colectiva y de proximidad en la que aprendemos una forma musical con la que se inauguran los sentidos. No hay dos madres que canten una nana de la misma manera y esos tonos jamás podrán ser gr...
No hay expresión cultural más sincera ni más delicada que la que acontece en una canción de cuna. Es posible que, por eso, Federico García Lorca fuera capaz de convertirla en el objeto de una obsesión monográfica. Las canciones de cuna son siempre la herencia leal de otra generación, el fruto de una memoria colectiva y de proximidad en la que aprendemos una forma musical con la que se inauguran los sentidos. No hay dos madres que canten una nana de la misma manera y esos tonos jamás podrán ser grabados o reproducidos con justicia. Cada vez que suenan lo hacen de manera distinta, personal e irrepetible. Encarnan, por fortuna, todo lo contrario a la tecnología.
La voz del padre o de la madre que la canta se sirve de la melodía, como en toda oración verdadera, para inducir al niño el cuidado inmaterial del sueño. Las canciones de cuna son el vehículo de las lenguas domésticas, el registro fundacional de una nueva familia que nace compartiendo un amor y un lenguaje: el que impone el canon o el repertorio privado de cada casa. La canción de cuna es el primer eslabón de una serie de recuerdos preciados, como son, en genérico, todas las canciones de nuestros padres. Escuchamos a nuestros mayores músicas de otro tiempo para apuntalar una pertenencia que nos pone a salvo de la temible soledad. En un mundo de aislamiento, desarraigo e indiferencia, lo mejor que puede brindarnos una tradición es afecto y compañía. Somos, en gran medida, porque hubo un día en el que nos cantaron.
Las canciones de nuestros padres resuenan con el eco antiguo que tuvieron los ritmos del trabajo. El golpe de martillo, la hoz o el remo pautaron el tempo de la música remota que se cuela en nuestros días por las fisuras del folclore. Hay más cultura en la voz de una persona que canta en un hogar mientras realiza una tarea doméstica que en todas las óperas del mundo.
Ese ejercicio de arte privado, casero y discreto se sublima con la canción que un día nos dirigieron cuando fuimos niños: la música que escuchamos cuando acabábamos de empezar a ser. La canción de cuna es el refugio simbólico que cada noche buscamos cuando, ya de grandes, supimos de los malditos rigores del mundo. Es la deuda de la más pulcra belleza conocida, la que nos sirvió de alivio y que después se convirtió en una misión imperativa: debemos cuidar porque fuimos cuidados. La canción de cuna es una expresión definitiva del espíritu en la que se nos advierte que, más allá del cuerpo y la materia, la voz y la palabra de un padre son lo único que podrá salvarnos.