Historia de Abdul

Hay personas admirables que mejoran el mundo sin hacer ruido acogiendo en sus casas a inmigrantes

Abdul Azizu en la playa de Pinedo, en Valencia, en una fotografía facilitada por él mismo.

No hay paella sin sobremesa, y aquí estamos, inmersos en la huerta valenciana que en un día de domingo se nos revela como lo más parecido a la huerta del Edén; comensales a la sombra de una morera, suavemente adormecidos por el vino, charlando, en el mismo paraíso. Responde a algunas de nuestras preguntas el joven Abdul, que no es retraído ni reservón, pero son los que han sido sus protectores desde su llegada a España los que nos completan el relato:

Abdul nació y pasó su infancia en una aldea cercana a Acra, la capital de Ghana, razonablemente feliz siendo criado en un entorno de dign...

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No hay paella sin sobremesa, y aquí estamos, inmersos en la huerta valenciana que en un día de domingo se nos revela como lo más parecido a la huerta del Edén; comensales a la sombra de una morera, suavemente adormecidos por el vino, charlando, en el mismo paraíso. Responde a algunas de nuestras preguntas el joven Abdul, que no es retraído ni reservón, pero son los que han sido sus protectores desde su llegada a España los que nos completan el relato:

Abdul nació y pasó su infancia en una aldea cercana a Acra, la capital de Ghana, razonablemente feliz siendo criado en un entorno de digna pobreza. Al morir su padre, un tío materno lo tomó bajo su protección y para facilitarle un futuro se lo llevó a la ciudad. Allí, Abdul, niño todavía, se formó en un colegio de habla inglesa y apuntó maneras de buen alumno; todo predecía que tendría estudios superiores, pero por azares políticos del país el tío, en la oposición, comenzó a ser perseguido y para librarse de una cárcel segura se exilió a Marruecos llevándose al muchacho consigo. Al poco tiempo, el tío enfermó gravemente y, temiendo que si Abdul volvía a Ghana fuera represaliado por su culpa, acordó con unos conocidos que se llevarían al sobrino a Alemania. Les pagó un dinero y estos tipos metieron a Abdul en una caja de madera con dos litros de agua, alimentos básicos y una linterna. En la caja, dentro de un contenedor, el chaval trató de contar los días que iban pasando, pero la noción del tiempo se pierde cuando no existen cambios de luz, se acaba el alimento, el agua, y la linterna y el móvil se quedan sin batería. El miedo y la oscuridad hicieron su trabajo, y Abdul perdió la esperanza de salir de allí con vida. Pero un buen día, temiéndose ya vencido, sintió que desmontaban el contenedor y que abrían su escondite. Quienes lo sacaron del zulo le dieron cinco euros y le dijeron, anda, vete y búscate la vida.

El chico estaba seguro de estar en Alemania y con ese convencimiento anduvo por la calle varios días. Listo y concienzudo, se lavaba bien de mañana en una fuente, saciaba el hambre con un bollo y procuraba pasar desapercibido en aquel barrio popular por el que deambulaba del día a la noche. Se fue percatando de que había llegado a España, a Valencia, a Paterna, al barrio de La Coma. No pudo escabullirse de la policía local que le pidió la documentación. La tenía, pero era menor y fue conducido a un centro de menores en Buñol. Allí, la directora observó en él algo que en su rostro es tan significativo: la bondad y la inteligencia. Decide entonces buscarle un hogar y lo instala en casa de su hermano y su cuñada, en esta casa inmersa en la huerta en la que nosotros estamos ahora, escuchando. Cuando Abdul cumple la mayoría de edad, comienza a trabajar en una empresa de pollos, Pollos Planes. La familia extensa de acogida le compra una moto para que vaya al trabajo y le ayudan a encontrar un lugar donde vivir. Tres años después, Abdul ha sido promocionado en la empresa y parece un miembro más de este hogar valenciano. Se ha casado por poderes con una muchacha de su pueblo ghanés y ahora piensa en cómo será el futuro, si aquí o allá. Es un joven austero, tanto como para haber financiado la construcción de un pozo en su aldea y pagar el cordero con el que celebran la fiesta en verano.

Esta es su historia, una historia no acabada sino en curso. En ocasiones escuchamos esa tópica zafiedad amenazante con que la derecha extrema afirma que si tanto queremos a los inmigrantes los metamos en nuestra casa. Bien, habrían de saber que, dejando a un lado que la solución no depende de la generosidad individual, hay personas admirables que mejoran el mundo sin hacer ruido, que logran que el olor a mierda que desprende el discurso racista sea interceptado y que la tierra emane, como ahora, una mezcla de aromas de higuera, flores salvajes, moreras, granados y un ligero aliento del prado de chufas.

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