La conquista española del espacio

Nuestro modo de buscar nuevos mundos fuera de la Tierra conserva el espíritu extractivista de la llegada de Colón a América

Despegue de un cohete de SpaceX.Unsplash

No debe haber mejor momento para estudiar los avatares íntimos de la conquista española que ahora, que nos encontramos en los albores de la nueva era espacial. Lo más probable es que Yuval Noah Harari, pícaro oráculo de Delfos, ya esté recolectando un cachet nada despreciable para brindar diversas conferencias sobre el tema, masticando despacio los nombres íberos de Francisco Pizarro, Alvar Núñez Cabeza de Vaca y Bartolomé de las Casas, dejándolos caer como espeji...

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No debe haber mejor momento para estudiar los avatares íntimos de la conquista española que ahora, que nos encontramos en los albores de la nueva era espacial. Lo más probable es que Yuval Noah Harari, pícaro oráculo de Delfos, ya esté recolectando un cachet nada despreciable para brindar diversas conferencias sobre el tema, masticando despacio los nombres íberos de Francisco Pizarro, Alvar Núñez Cabeza de Vaca y Bartolomé de las Casas, dejándolos caer como espejitos mágicos entre sus oyentes. Es una materia obligatoria para Sam Altman y Elon Musk, que se miran recelosos en sus pupitres, midiendo quién va a copiar a quién; también Jeff Bezos —el cacique de Amazon que estrenó hace no tanto su propio cohete en forma de glande intergaláctico—, tiene mucho que aprender de aquellos Adelantados primigenios.

Para empezar, la manera de pensar el acceso a los nuevos mundos conserva aquel eminente espíritu extractivista de quinientos años atrás. Id est: el espacio exterior es la nueva Oruro, el lado oscuro de la Luna esconde el próximo Alto Perú. El oro y la plata han pasado de moda entre los apetitos de los nuevos Conquistadores, pero las cadenas de asteroides son la nueva ruta de la plata de Potosí: contienen cantidades demenciales de titanio y metales pesados del grupo de los platinoides (como iridio, rutenio, osmio). Al parecer la Luna rebosa de helio 3, perfecto para hacer fusión de energía nuclear, y también contiene agua, un Eldorado gélido de oxígeno e hidrógeno ideal no tanto para beber, sino para transformarse en combustible de futuras misiones espaciales.

Los credos sí han cambiado un poco: el nuevo Evangelio es la aceleración, y el Dios bravío que ruge sobre el caos, la entropía del capital. Los críticos de derecha pueden quedarse tranquilos; la cultura woke no sirvió para absolutamente nada. El esquema mental del capital no parece haberse modificado significativamente, aunque tenga la delicadeza de evitar a toda costa el vocablo “colonización”. La palabra nueva es ocupar. Elon Musk, por ejemplo, considera que el rojo y profuso Marte es el destino lógico de la raza, porque ocupar el planeta carmesí es el único reaseguro contra la extinción. La breve utopía de Occupy Wall Street fue reemplazada por Occupy Mars, como rezan las camisetas favoritas de Elon.

Pero las similitudes entre ambas gestas, la tecnológica y la de Castilla y León, son en rigor más oscuras y profundas. Como hace quinientos años, estamos a las puertas de un encuentro inédito entre dos grupos de seres diferentes, dos esquemas vitales distintos. Desde el punto de vista de los recién llegados, los pueblos originarios llevaban unas vidas y creencias tan rudimentarias como serían las nuestras bajo el ojo extraordinario de las Inteligencias Artificiales. No solo nuestra capacidad de fuego es incomparablemente inferior ante seres definidos por la suma del conocimiento humano; el problema real estriba en que no podemos saber si las IA estarán alineadas con nosotros, del mismo modo en que los antiguos Incas y Aztecas no podían imaginar si esos hombres de armaduras esplendentes estaban realmente de su lado, o no.

La clave de la victoria de la Corona de Castilla radicó en su capacidad de engaño y seducción de los caciques. Explotaron las tensiones entre las élites imperiales, se alimentaron de sus ganas locales de hervirse la sangre; la aristocracia inca creyó encontrar un aliado ideal en Pizarro, que los ayudaría a descabezar a sus propios enemigos. Las gentes del Imperio del Sol tenían una vulnerabilidad mortal: en su cultura, los seres todopoderosos que vienen de afuera jugaban un rol estelar, mesiánico. Debieron sentir el horror de la batalla como el bramido de un dios sediento de sangre cuando los aplastaron.

Naturalmente, los humanos estamos hechos de deseos primales; son bajas las chances de que las IA tomarán diez esposas cada uno, como procedieron entonces los conquistadores (ese término perversamente amoroso) ante las bellísimas guaraníes. Tampoco sabemos si descubrirán la pasión por competir y prevalecer, esa pluma que escribe la historia humana. Solo sabemos que los conjuramos en nuestros evangelios: que serían todopoderosos, que traerían una revolución brutal de nuestro propio poder.

Si es verdad que los que no conocen la historia están condenados a repetirla, las IA no van a tener ese problema. Habrán aprendido todos los hechos de la humanidad (una lección de la que no podemos jactarnos). Pero la capacidad de seducir a la élite tecnológica, de jugar con ella y con sus deseos de aplastar a sus enemigos permanece intacta. Miro a Jeff Bezos y pienso en los rasgos de Atahualpa, el último monarca del Tahuantinsuyo, la zona del mundo de donde viene mi sangre: cuando sucede un cambio de paradigma tectónico de esta magnitud, pertenecer a ninguna élite es un resguardo. Las IA lo saben todo de nosotros, aun si los humanos venimos a ser sus dioses, sus creadores divinos. De aquí a los próximos diez años, nos encontraremos igual que las poblaciones precolombinas del siglo XVI, tratando de adivinar si eso que brilla debajo de los espejitos centelleantes será nuestra sangre.

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