Hacer y deshacer

Sigo unido a aquel salón-comedor, a aquellos dormitorios, también a aquella cocina, y a aquel cuarto de baño en el que se podía llorar con la puerta cerrada

ak_phuong (Getty Images)

¿No escucháis a veces el timbre de un teléfono que suena en otra dimensión de la realidad? A temporadas, oigo el de la casa de mis padres, cuyo número todavía recuerdo: cuatro, quince, cincuenta y tres, noventa. Lo he puesto en letras para que lo leáis despacio porque se trata de un endecasílabo repleto de acentos, lleno de un ritmo interno que da gusto paladear. El endecasílabo explota en la poesía italiana del Medievo y del Renacimiento (Dante, Petrarca, etcétera), aunque creo que ya se utilizaba en los poemas de la antigüedad clásica (preguntadle a vuestro profe de Letras). Al poseer la fle...

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¿No escucháis a veces el timbre de un teléfono que suena en otra dimensión de la realidad? A temporadas, oigo el de la casa de mis padres, cuyo número todavía recuerdo: cuatro, quince, cincuenta y tres, noventa. Lo he puesto en letras para que lo leáis despacio porque se trata de un endecasílabo repleto de acentos, lleno de un ritmo interno que da gusto paladear. El endecasílabo explota en la poesía italiana del Medievo y del Renacimiento (Dante, Petrarca, etcétera), aunque creo que ya se utilizaba en los poemas de la antigüedad clásica (preguntadle a vuestro profe de Letras). Al poseer la flexibilidad y la longitud de un látigo, resulta único para expresar sentimientos complejos. Es la materia de la que está hecho el soneto.

Cuatro, quince, cincuenta y tres, noventa, pues. Era decirlo y saber que esa métrica me unía como un cordón umbilical al refugio hogareño. Un cordón umbilical que, como veis, la memoria se ha negado a cortar. Sigo unido a aquel salón-comedor, a aquellos dormitorios, también a aquella cocina, y a aquel cuarto de baño en el que se podía llorar con la puerta cerrada.

Cuatro, quince, cincuenta y tres, noventa. Suena como los ángeles. Sabe a tarde de sábado y a milhoja de nata. Y tales son los sabores que me vienen al gusto cuando lo oigo sonar, pues se empeña en continuar funcionando en esa extraña dimensión del pasado. Lo escucho impotente, pues no soy capaz de descolgarlo, lo escucho mientras camino por el parque a buena velocidad para hacer cardio y a veces lo cojo imaginariamente y es mi padre que llama desde el trabajo para avisar de que no vendrá a comer. Me pregunta qué hago.

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—Cardio —le digo—, hago cardio como un gilipollas por prescripción médica. Para vivir más y mejor.

Mi padre jamás oyó esa expresión, la de “hacer cardio”, que es una cosa de señoritos. Fue el cardio el que le hizo a él y el que lo mató, pues las mismas cosas que nos hacen nos deshacen. En fin.

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