Los monstruos, si no dan miedo, regresan
Si se quiere abordar políticamente la conquista y la colonia de América, un debate indispensable, las partes tienen que ponerse de acuerdo en reparaciones auténticamente políticas
No es lo más importante, pero quizá sí lo más sorprendente, que en la polémica sobre la exclusión del jefe de Estado de España en la toma de posesión de la nueva presidenta de México, Claudia Sheinbaum, tanto esta última como el presidente saliente digan que el Rey debe pedir una disculpa no por la (mal) llamada conquista de México, sino por los excesos y las atrocidades cometidas durante la misma. Como si una conquista no fuera int...
No es lo más importante, pero quizá sí lo más sorprendente, que en la polémica sobre la exclusión del jefe de Estado de España en la toma de posesión de la nueva presidenta de México, Claudia Sheinbaum, tanto esta última como el presidente saliente digan que el Rey debe pedir una disculpa no por la (mal) llamada conquista de México, sino por los excesos y las atrocidades cometidas durante la misma. Como si una conquista no fuera intrínsecamente un exceso imperialista, independientemente de si se derrama sangre en abundancia o de forma comedida. España, si acaso, debería pedir perdón por la conquista misma, pues es toda ella una calamidad. De lo contrario, al diferenciar implícitamente entre lo bueno y lo malo de la conquista y la colonia, se empieza a darle la razón a esa infame forma de imperialismo ideológico, muy en boga de nuevo en España, que sostiene que los beneficios de la conquista fueron mayores que sus perjuicios.
Pero, como decía, lo más importante del asunto no es seguramente esto. Uno pide perdón cuando pisa sin querer a otra persona en el transporte público. Pero cuando se llama mestizaje a la violación sistemática de los locales, se explotan recursos naturales y humanos y se evangeliza a sangre y fuego, amén de otras docenas de arbitrariedades morales, no se exige que el agresor o sus descendientes pidan perdón: se exigen reparaciones políticas. Imagínense que saliera en unos meses Benjamín Netanyahu a pedir disculpas por la muerte de más de cuarenta mil gazatíes. Sonaría a insulto. Y sí, ya sé que el Papa Francisco sí pidió perdón por las ofensas a México cometidas en nombre de la Iglesia católica. Y sí, me parece que lo que hizo el Papa fue un insulto político, porque exigir perdón por acciones imperdonables es despolitizar la discusión acerca de ese episodio histórico.
El por otras razones esperanzador gobierno de Sheinbaum parece, sin embargo, querer continuar la senda abierta por López Obrador de no abordar la llamada conquista en los términos de un debate genuinamente político. La conquista es superficialmente usada para excitar los fervores patrios y despertar la bestia del nacionalismo desacomplejado. A lo que Pedro Sánchez responde con la cursilada insoportable e inmoral de “los pueblos hermanos”.
Nadie en la escena política parece tener especial interés en arremangarse y entender la gran perturbación, diacrónica y sincrónica, que significó la siniestra empresa española en Mesoamérica. De lo contrario, se empezaría por tratar el asunto como un asunto político contemporáneo. O sea, se dejaría de elegir al Rey como interlocutor para este asunto (o para cualquier otro que no sea puramente formal). En una monarquía parlamentaria, el Rey está subordinado a los poderes democráticos. Al dirigirse insistentemente a él, Sheinbaum y López Obrador —en una carambola indigna de políticos de izquierdas y republicanos— sitúan al Rey por encima de los poderes democráticos y lo legitiman políticamente, como si estuviéramos en 1521 y no en 2024. Pero para exigir reparación y reconocimiento por lo ocurrido en los siglos XVI, XVII y XVIII es innecesario articular el propio discurso como si nada hubiera cambiado políticamente. Yo soy republicano, pero no veo cómo eso me exime de entender que no es lo mismo una monarquía parlamentaria que una monarquía autoritaria.
También se podría y se debería acudir, como indicó en su momento Yásnaya A. Gil, a conceptos diferentes del de la culpa y el perdón para lidiar con el pasado. Se trata de conceptos ajenos a los de los pueblos originarios de Mesoamérica y, en un sentido, insistir en usarlos refrenda una peculiar forma de colonialismo cultural y ético. Tratar políticamente el asunto de la conquista implica no usar solo conceptos impuestos por los conquistadores. En unas páginas lamentables, el filósofo Pascal Bruckner decía que es cierto que los europeos habíamos colocado en jaulas a los pueblos que sometíamos en nuestra cruzada imperialista. Pero, al hacerlo, añadía Bruckner, también les habíamos dado las herramientas para que ellos mismos pudieran liberarse de la jaula. Los instrumentos en cuestión serían la razón y la moral. No podría, aunque pusiera lo mejor de mí, exagerar la repugnancia que me produce esta idea de Bruckner. Pero si la traigo a colación es porque al insistir en la dialéctica culpa-perdón para lidiar con el asunto de la conquista, se ha aceptado la jaula conceptual —políticamente inerme— impuesta por la conquista y, más en general, por el imperialismo europeo.
Tal vez una alternativa, no exenta de problemas pero menos sospechosa de colonialismo ético, sea la de Hannah Arendt en relación con los alemanes y su pasado nazi: no era una cuestión de culpa ni de perdón, sino de responsabilidad política. La España de 2024 tiene una responsabilidad política respecto de la barbarie infligida por el Imperio español en Mesoamérica, pero la dialéctica culpa-perdón, si Arendt tiene razón, más que revertir el significado de aquella barbarie, puede que lo esté perpetuando en el nivel donde las cosas más importan en política: el nivel de las sutilezas.
Por su parte, España debería abandonar, de una vez por todas, la vergonzosa propaganda histórica —tanto la institucional, recuérdense los fastos de la celebración del V centenario de la llegada de Colón a América en 1992, como la no institucional— que perpetra en relación con Latinoamérica en general. No fue un descubrimiento. No fue un encuentro entre dos culturas. No fue una heroicidad española la toma de Tenochtitlán en 1521. Y no podemos ser pueblos hermanos si el origen de la fraternidad es fruto de una retahíla de violaciones.
Por último, si se quiere abordar políticamente la conquista y la colonia, y yo creo que es un debate indispensable, las partes tienen que ponerse de acuerdo, insisto, en reparaciones auténticamente políticas. Se dirá que qué se puede hacer si ya están todos muertos desde hace siglos. Y yo respondo: mucho. Un modelo que podría servir de inspiración es el de la reparación por la expulsión de los sefardíes en España en 1492. Hace unos pocos años, el Gobierno español promulgó una ley que permite a los descendientes de aquellos sefardíes adquirir el pasaporte español. Esto sí hace una diferencia política, porque la adquisición de un pasaporte de la Unión Europea, como el español, implica la adquisición también de una serie de derechos para las personas titulares de esos pasaportes. En otras palabras, una reparación histórica es política si tiene un coste político para quien la lleva a cabo. Pero la suerte de reparación espiritual que reclamaba López Obrador y ahora Sheinbaum despolitiza la cuestión de la conquista y su significado. Peor aún. Al sugerir que el asunto se resuelve con una disculpa, como ocurre cuando pisamos involuntariamente a una persona en el transporte público, se trivializa el comportamiento de quienes la dirigieron y la ejecutaron y hace que se los deje de ver como monstruos para pasar a verlos como criaturas pecaminosas que, tras quedar disculpadas, ya no deberían darnos miedo. Pero, como dijo alguna vez Habermas, los monstruos, si no dan miedo, regresan.