Juicio a la barbarie sexual
El proceso contra los violadores de Gisèle Pélicot evidencia todo lo que queda por hacer para combatir la cosificación de las mujeres
El 2 de septiembre comenzó en Aviñón (sur de Francia) el juicio contra Dominique Pélicot, de 71 años, acusado de drogar a su mujer, Gisèle, durante más de 10 años para que la violaran decenas de hombres contactados por internet. 51 de ellos, de diferentes edades y condiciones sociales, serán juzgados junto a él en un macroproceso que durará cuatro meses y que hoy se reanuda después de ser aplazado por un problema de salud del principal acusado.
Se calcula que Gisèle fue violada más de 90 veces entre 2011 y 2020, como demuestran los más de 20.000 fotos y vídeos hallados por la policía en el ordenador de su marido y guardados en una carpeta titulada “abusos”. Gisèle ha rechazado el anonimato y ha querido que el juicio sea abierto para que “la vergüenza cambie de lado” y para alertar sobre el uso de la sumisión química como arma de violación. El inmenso coraje de esta mujer de 72 años la ha convertido en un símbolo que ha traspasado las fronteras. El suyo es uno de los casos más atroces de agresión sexual de la historia de Francia.
Durante una década, Gisèle sufrió mareos, pérdidas de memoria y enfermedades de transmisión sexual. Pero jamás se hubiera imaginado que el causante era la persona en quien más confiaba, el “tipo genial” y padre ejemplar con el que llevaba “felizmente” casada 50 años. Ni los médicos que la trataron ni su entorno sospecharon que hubiera sufrido semejante barbarie, palabra que la misma víctima ha utilizado en el juicio para describir los hechos cometidos por padres de familia, por profesionales respetados y maridos atentos. Perfiles todos que desmontan el mito del monstruo y deberían hacernos reflexionar sobre una sociedad estructuralmente machista que cosifica a las mujeres y banaliza la violencia sexual contra ellas.
Tanto es así que de los 51 acusados reclutados a través de un chat llamado “Sin su consentimiento” solo 14 han reconocido su responsabilidad. Algunos dicen que creyeron que se trataba de un juego sexual de pareja y otros, que la presencia del marido era la garantía de la conformidad de su esposa, como si el consentimiento de una mujer fuera algo que se puede delegar a un tercero. Hay incluso quien ha alegado que si hubo violación no fue adrede. Sin embargo, todos acataron las consignas que les dio Dominique Pélicot para que la víctima no se despertara durante la agresión, como aparcar el coche lejos de su domicilio, desvestirse en la cocina, no llevar perfume o calentarse las manos.
El hecho de que muchos de estos hombres —entre los que se encuentran médicos, periodistas, enfermeros, bomberos, estudiantes o funcionarios públicos de edades comprendidas entre los 26 y los 74 años— no sean conscientes de haber abusado físicamente de una mujer demuestra el largo camino que aún queda por recorrer para erradicar una mentalidad que trivializa el abuso y la agresión y que, en muchos hombres, perpetúa la idea de que disponer del cuerpo de las mujeres es uno de sus privilegios.
Por ahora, la reacción social en Francia al calvario de Gisèle se ha limitado a la esfera feminista, que, no obstante, consiguió este sábado movilizar a miles de personas en las calles de todo el país y reclama una ley integral contra la violencia machista. Igual que el caso de La Manada supuso un antes y un después en España, el caso Pélicot debería tener una respuesta política y legislativa a la altura de la gravedad de los hechos, en un país cuya definición jurídica de la violación no prevé la noción de consentimiento y que en diciembre pasado se opuso a la reforma europea de dicho delito, que pretendía incluir ese concepto fundamental.