Las elecciones mundiales
Qué extraño es que el futuro del planeta dependa de lo que unos miles de votantes de Pensilvania piensen sobre lo que les cuesta hacer la compra
El 5 de noviembre, mucha gente de todo el mundo encenderá el televisor para ver las elecciones mundiales. No son unas elecciones “mundiales” en el sentido de la Copa del Mundo —un campeonato de fútbol en el que participan muchos países—, pero son mucho más que unas Series Mundiales, el campeonato de béisbol que tiene ese curioso nombre a pesar de que no participan más que equipos de Norteamérica. Se ha dicho que 2024 es el mayor año electoral de la historia. Cuando ter...
El 5 de noviembre, mucha gente de todo el mundo encenderá el televisor para ver las elecciones mundiales. No son unas elecciones “mundiales” en el sentido de la Copa del Mundo —un campeonato de fútbol en el que participan muchos países—, pero son mucho más que unas Series Mundiales, el campeonato de béisbol que tiene ese curioso nombre a pesar de que no participan más que equipos de Norteamérica. Se ha dicho que 2024 es el mayor año electoral de la historia. Cuando termine, casi la mitad de la población adulta mundial habrá tenido la oportunidad de poner una cruz junto a un nombre en una papeleta electoral. Pero el partido más importante del año son las elecciones presidenciales estadounidenses.
¿Por qué? Porque son unas elecciones democráticas de las que saldrá un presidente con una concentración de poder ejecutivo excepcional en el que sigue siendo el país más poderoso del mundo. Todos nos acomodamos para ver un culebrón con una trama clásica que nos resulta familiar. Y, además, uno de los dos contendientes de este año, Donald Trump, es un peligro para su propio país y para el mundo. Si la “elección” del presidente de China, la otra superpotencia mundial, fuera verdaderamente democrática, quizá tendría la misma trascendencia. Pero, como no lo es, no la tiene. Rusia celebró “elecciones” presidenciales a principios de este año, pero la única incógnita era el tamaño de la mayoría conseguida oficialmente por Vladímir Putin.
Por otra parte, si Estados Unidos fuera una democracia parlamentaria y, sobre todo, si tuviera un sistema electoral de representación proporcional, no sería tanto lo que está en juego. El gobierno resultante dependería de la distribución de los escaños del parlamento entre los partidos; y en muchos países es habitual que se acabe con un gobierno de coalición. Incluso en la “dictadura electiva” del Reino Unido, como llamó en una ocasión el político conservador lord Hailsham al sistema político británico, el primer ministro tiene bastante menos poder que un presidente estadounidense. El presidente de Francia, Emmanuel Macron, está comportándose en los últimos tiempos como si creyera que está en Estados Unidos y carece de restricciones a la hora de formar el Gobierno de la nación, pero eso no es lo que dice la Constitución de su país.
Como nos recuerda el politólogo estadounidense Corey Brettschneider en su nuevo libro The Presidents and the People (Los presidentes y el pueblo), el peligro inherente a la concentración de poder presidencial lo señaló ya Patrick Henry, héroe de la guerra de independencia estadounidense, durante los debates para ratificar la constitución en la Convención de Virginia de 1788. ¿Y si resultara elegido un delincuente?, preguntó Henry. ¿Y si tuviera la capacidad de abusar de su posición como cabeza única del poder ejecutivo y comandante en jefe de las fuerzas armadas para hacer realidad sus ambiciones criminales? Pues bien, aquí estamos, 236 años después, ante un delincuente convicto y admirador confeso de los autócratas, empatado en las encuestas con la recién coronada candidata demócrata, Kamala Harris.
Si la rival de Harris fuera Nikki Haley, la segunda en las primarias republicanas, el drama no sería ni mucho menos tan intenso. Sería una campaña electoral bastante normal. Pero el rival es Trump, así que no lo es.
Llegué a Estados Unidos un día antes de que Joe Biden admitiera, por fin, no volver a presentarse. Desde entonces hemos sido testigos de la oleada de esperanza que ha inundado la candidatura de Harris y su campechano compañero Tim Walz, hasta culminar en la Convención Nacional Demócrata de hace dos semanas en Chicago, donde, a la habitual orgía de gestos teatrales, se sumaron una alegría sincera y un patriotismo de banderas sin complejos. Para su sorpresa —y la del resto—, los demócratas dan toda la impresión de estar unidos. Harris ha recaudado más de 500 millones de dólares para su campaña en solo un mes. No es una gran oradora, como Bill Clinton y los Obama, pero su discurso de aceptación fue excelente. Se presentó ante los estadounidenses como hija de una madre indoblegable que inmigró desde la India. Se extendió sobre el tema de la libertad, una brillante elección para su campaña, que recupera algo que ha sido durante años un leitmotiv de los republicanos y vuelve a vincular la libertad con el progresismo. Enumeró algunas de esas libertades que son al mismo tiempo derechos: la libertad de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo, la libertad de vivir a salvo de la violencia armada, la libertad de amar a quien se quiera, la libertad de respirar aire limpio, la libertad de votar. Un detalle muy importante en una mujer que procede de la izquierda es que Harris consiguió transmitir la imagen de una líder fuerte, que dotaría a Estados Unidos de “la fuerza de combate más potente y letal del mundo”, impulsaría al país para tomar la delantera a China en la rivalidad por dominar el siglo XXI y “apoyaría firmemente a Ucrania y nuestros aliados de la OTAN”. En realidad, Biden podría haber compartido el 90 % de su discurso, pero su forma de decirlo —entre otras cosas, que resultara creíble su preocupación por la desgarradora dimensión del sufrimiento palestino— hizo que pareciera nuevo y prometedor.
Como consecuencia, el entusiasmo por la candidata demócrata se ha disparado, pero, ojo, solo hasta conseguir que ahora los dos partidos estén igualados. En la convención, Barack Obama hizo referencia a su propio eslogan electrizante de las elecciones de 2008 —”Yes we can!”, “¡Sí, podemos!”— y proclamó: “Yes, she can!”, “¡Sí, ella puede!”; puede, pero eso no significa que lo consiga. Quizá tenga un ligerísimo margen de ventaja en las encuestas a nivel nacional, pero, con el anticuado sistema electoral que Estados Unidos utiliza para sus elecciones presidenciales, podría ganar el voto popular —como hizo Hillary Clinton en 2016— y, aun así, perder por culpa de unas pocas decenas de miles de votantes indecisos en los estados más disputados del medio oeste y el suroeste. Un destacado profesional de las encuestas me dice que los tres temas que más importan a los electores son la economía, la delincuencia y la inmigración y, en los tres, los republicanos suelen ir por delante. Trump, desde hace unas semanas, parece descolocado y pronuncia discursos interminables e incoherentes, pero a la hora de dar un contragolpe político es formidable. Los acuíferos sociales de la ira de la clase trabajadora blanca están todavía muy llenos, sobre todo entre los hombres (hay una marcada brecha de género en la competencia entre Harris y Trump). Además, si Harris gana por un margen estrecho, Trump se apresurará a proclamar que le han “robado” las elecciones y nos veremos abocados a una larga sucesión de demandas irreconciliables, algo similar a lo que ocurrió en el año 2000, pero con un Tribunal Supremo que muchos consideran sesgado en favor del bando republicano.
Lo que quiere decir todo esto es que nadie sabe lo que va a pasar. Y eso, al fin y al cabo, es lo que caracteriza a unas auténticas elecciones democráticas. Pero lo más curioso de todo es que millones de personas en todo el mundo, desde Austria a Zimbabue, no solo siguen de cerca estas elecciones, sino que conocen muchos de los intríngulis sociológicos y a veces esotéricos que pueden llegar a decidir los resultados en el colegio electoral. No solo porque Washington sea el teatro político del mundo, igual que Netflix es hoy la sala de cine, sino porque el resultado de las elecciones tendrá consecuencias de peso para todos nosotros. Para un ucranio o un palestino, puede ser una auténtica cuestión de vida o muerte.
En última instancia, lo más peculiar de estas elecciones mundiales es la incongruencia entre la causa y el posible efecto. Que las mujeres y los niños de Járkov o Rafah vivan o mueran puede depender de lo que Mike, el mecánico de Michigan, y Penny, la profesora de Pensilvania, piensen sobre lo que les cuesta hacer la compra.