Lo que haya que decir

El epitafio es grato, pero es un género muy sufrido

María Branyas, en una imagen de abril de 2023.Jordi Bedmar (EFE)

Una mañana de las de Bachillerato, a punto para el examen de Selectividad, la profesora de Lengua entró en el aula y nos preguntó de pronto qué era la connotación. Avisó de que si nadie lo sabía nos pondría un cero a toda la clase, de lo que era capaz, por supuesto. A mí aquello me pareció muy mal en ese momento, porque si nadie lo sabía sería porque no nos lo habían explicado antes, pero desde entonces no se me olvida que algunas palabras llevan asociadas significados de repuesto y que eso es la connotación. Ocurre con viejo, por ejemplo; que quiere decir de alguien que es mayor, pero ...

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Una mañana de las de Bachillerato, a punto para el examen de Selectividad, la profesora de Lengua entró en el aula y nos preguntó de pronto qué era la connotación. Avisó de que si nadie lo sabía nos pondría un cero a toda la clase, de lo que era capaz, por supuesto. A mí aquello me pareció muy mal en ese momento, porque si nadie lo sabía sería porque no nos lo habían explicado antes, pero desde entonces no se me olvida que algunas palabras llevan asociadas significados de repuesto y que eso es la connotación. Ocurre con viejo, por ejemplo; que quiere decir de alguien que es mayor, pero se lo dice con desprecio o con desdén. No es lo mismo llamar viejo a alguien que llamarle anciano, o longevo, que da incluso cierta distinción.

Este martes murió la mujer que tenía más años del mundo y, en señal de reconocimiento, todo el mundo ha titulado que era la más longeva. Maria Branyas tenía 117 años, y la ciencia estudiaba su caso por ver si en la resistencia de sus células estaba la respuesta para algunas enfermedades. Sus familiares la describen como una mujer de buen ánimo y han hecho saber que, al final de sus días, les dijo: “No lloréis, no me gustan las lágrimas. Sobre todo, no sufráis por mí. Ya me conocéis; allí donde vaya seré feliz, pues de algún modo os llevaré siempre conmigo”.

Dejados llevar por el verano, que invita a probar retos nuevos y cortos, en la radio nos hemos puesto a hacer necrológicas en vida: traemos a un invitado y le pedimos que se ponga en la tesitura de haberse muerto, para redactar con él o con ella la noticia que se emitirá el día en que fallezca y para que anote sus últimas palabras. Muchos recelan, porque la muerte tiene aún connotaciones y tabúes, pero al final se animan. Descubren que es más complicado de lo que pensaban saber lo que hay que decir al morirse, o peor: saber cómo quieres que te recuerden. No tanto por lo que digan los demás, sino por lo que eso dirá de lo que hemos sido o dejado de ser. El epitafio es grato, pero es un género muy sufrido, a menos que seas Groucho Marx.

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Este martes, el profesor de Antropología Manuel Delgado, curtido en mil entrevistas, empezó la suya con dudas cuando le pregunté por su último mensaje: “Es que, ¿qué vas a decir?”. Y eso es: qué vas a decir. El mismo abismo que nota el escritor con la página en blanco debe de notarse ante la muerte cuando apenas tienes una hoja por escribir. Hemos aprendido al hacer las necrológicas que lo que haya que decir es mejor decirlo a tiempo, antes de que vengan las dudas y los remordimientos. Luego se hace tarde y, al cabo, las palabras son sólo eso: lo único que va a quedar cuando ya no quede nada más.

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