El Tribunal Constitucional y las sentencias sobre los ERE: el normal funcionamiento de las instituciones (I)

No hay ninguna razón para que la Constitución hiciera al poder judicial inmune al control ante violaciones de derechos fundamentales

Enrique Flores

El Tribunal Constitucional (TC) ha dictado en las últimas semanas varias sentencias que declaran la nulidad de las dictadas en su día por la Audiencia Provincial de Sevilla y por el Tribunal Supremo (TS) en el caso de los ERE. Nulidad por haber vulnerado los derechos fundamentales a la legalidad penal (artículo 25.1 de la Constitución) y a la presunción de inocencia (artícu...

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El Tribunal Constitucional (TC) ha dictado en las últimas semanas varias sentencias que declaran la nulidad de las dictadas en su día por la Audiencia Provincial de Sevilla y por el Tribunal Supremo (TS) en el caso de los ERE. Nulidad por haber vulnerado los derechos fundamentales a la legalidad penal (artículo 25.1 de la Constitución) y a la presunción de inocencia (artículo 24.2 de la Constitución) de los recurrentes condenados por las sentencias anuladas, con algunas diferencias según las particularidades de cada caso. Vulneración producida por acoger las sentencias anuladas una concepción de la separación de poderes y de las relaciones entre ellos que no se ajusta ni a la Constitución ni al Estatuto de Autonomía, de los que el TC es el supremo intérprete.

La Constitución quiso que el Tribunal Constitucional pudiera declarar la nulidad de resoluciones judiciales si violaban derechos fundamentales y así ha ocurrido en muchas ocasiones. Ninguna razón había para que la Constitución hiciera al poder judicial inmune al control del TC ante violaciones de derechos fundamentales, en tanto que el poder legislativo y el ejecutivo hubieran de estar plenamente sometidos a tal control. Recordar ahora algo tan elemental resulta pertinente ante algunos medios y comentaristas que tratan de presentar las citadas sentencias del Constitucional sobre los ERE como una anomalía o un supuesto ataque al Supremo o al Estado de derecho alegando —sin el menor fundamento como veremos— que se entromete en la función del poder judicial.

Hay, pues, que celebrar nuestro Estado de derecho cuando las instituciones —en este caso el TC— funcionan y cumplen el papel que se les ha asignado. El Constitucional ha sido extraordinariamente exquisito en la forma y en el fondo al evitar entrar en las interpretaciones de los tipos penales hechas por el Tribunal Supremo.

Exquisito en la forma porque emplea argumentos racionales, desapasionados y exhaustivamente motivados sin meterse —de acuerdo con la propia jurisprudencia constitucional— en el ámbito lícito de interpretación de los tipos penales reservado al Supremo.

En el fondo porque el TC deja bien claro que la sentencia del Tribunal Supremo y de la Audiencia de Sevilla, al fundamentar la condena de los consejeros y otras autoridades de la Junta a partir de una interpretación errónea y ajena a la legalidad penal sobre la naturaleza de las relaciones entre ejecutivo y legislativo, que le corresponde interpretar al TC como supremo intérprete de la Constitución, vulneró el principio de legalidad penal que exige una sujeción estricta a la ley penal y el veto a la exégesis y aplicación de las normas penales fuera de los supuestos y de los límites que ellas mismas determinan.

El TC ha declarado nulas las sentencias de la Audiencia Provincial de Sevilla y del Tribunal Supremo porque las mismas estimaron erróneamente la existencia de delitos de prevaricación y malversación por haber participado los consejeros condenados en la elaboración de los anteproyectos y proyectos de Ley de Presupuestos, lo que consideraron constitutivo de delito por tratarse de resoluciones arbitrarias dictadas en asunto administrativo. Sin embargo, para el TC no es posible considerar que meras propuestas de Ley de Presupuestos sometidas a la decisión del Parlamento puedan ser calificadas como “resoluciones” recaídas en “asunto administrativo”. Para el TC, la elaboración de un anteproyecto o un proyecto de ley no es una actividad administrativa, sino una actividad propia de la denominada función de gobierno.

La posibilidad de penalizar cualquier iniciativa legislativa (proyectos o anteproyectos de leyes) que pretenda modificar la legislación preexistente (si flexibiliza determinadas normas previas) supone impedir a los Ejecutivos surgidos de cada elección el llevar adelante sus programas de gobierno, petrificar el ordenamiento y enervar la apertura al pluralismo que persiguen las elecciones en una democracia. Es lo ocurrido con las sentencias de los ERE, al penalizar la mera elaboración de proyectos o anteproyectos de ley por el Ejecutivo (que solo al Parlamento corresponde finalmente aprobar) por modificar una ley anterior de subvenciones; con ello subvierte y hace imposible e ineficaz el pluralismo político derivado de las elecciones.

La gravedad y trascendencia de la doctrina del Supremo se pone de manifiesto si nos distanciamos del caso de los ERE con un ejemplo concreto. Si la aplicamos, por ejemplo, al caso de los proyectos y anteproyectos de normas de saneamiento del sector financiero que el Gobierno de Mariano Rajoy elaboró antes de aprobarlas como Real Decreto-Ley 2/2012, de 3 de febrero, así como a la elaboración y aprobación de sucesivos proyectos de modificación de dichas normas. Tales proyectos pretendían modificar y flexibilizar la legislación vigente en aspectos esenciales relativos, entre otras cosas, a garantizar a las entidades financieras un precio mínimo a pagar por el Estado por la cesión obligatoria al Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB) de sus activos inmobiliarios contablemente deteriorados y en externalizar la valoración de tales activos a expertos independientes. El Gobierno de la época aseguraba que el Estado recuperaría, incluso sobradamente, la financiación pública (50.000 millones de euros). Hoy se dan ya por perdidos por el FROB 17.000 millones de euros. Tan inmensa pérdida no puede desconectarse de las modificaciones señaladas ni de los proyectos y anteproyectos elaborados por el Ejecutivo de entonces.

La aplicación de doctrina de los ERE a esa flexibilización de las normas de saneamiento financiero determinaría calificar como malversadores a todos los que participaron en tal elaboración. En vano se alegaría que la misma se hizo con la intención de flexibilizar y agilizar la solución de los graves problemas que arrastraban muchas entidades de crédito debido a su exposición inmobiliaria. En vano, porque la doctrina de los ERE obligaría a calificar como malversación toda propuesta de modificación que rebaje la normativa preexistente en cuanto pueda suponer la eventualidad de pérdidas (dolo eventual), aunque se haya realizado con una finalidad de mayor eficacia, como se alegó para el saneamiento financiero y para los ERE.

Que la interpretación de la ley penal esté reservada al poder judicial no puede llevarse, como es lógico, al extremo —como es doctrina tanto del Tribunal Constitucional, como del Tribunal Europeo de Derechos Humanos— de que cualquier interpretación de las normas penales haya de respetarse, aunque sea absurda, extravagante o imprevisible. Si se admitieran tal tipo de interpretaciones absurdas o imprevisibles, cualquiera podría ser condenado no por lo que dice una ley previa y cierta, sino por lo que dice un tribunal de justicia desbordando la ley. Tribunal que se erigiría así, en la práctica, en el auténtico legislador, acabando con la separación de poderes.

Por eso las sentencias de los ERE del Constitucional han evitado escrupulosamente hasta donde era posible entrar en el ámbito de las lícitas interpretaciones alternativas de los tipos penales reservadas al poder judicial, pero no podían sustraerse al deber de declarar la vulneración del derecho a la legalidad penal por las interpretaciones imprevisibles de las sentencias de la Audiencia de Sevilla y del TS que afectan a los poderes constitucionales y estatutarios del Ejecutivo y rompen con la doctrina contencioso-administrativa sobre lo que es “asunto administrativo” para calificar como tales lo que dicha doctrina ha calificado siempre como “actos políticos”.

Lo mismo ocurre con el derecho fundamental a la presunción de inocencia que corresponde al poder judicial interpretar, pero no hasta el punto de romper tal presunción sin motivación suficiente, que es lo que el TC, garante último y supremo de tal derecho, declara —argumentándolo exhaustivamente— que ha sucedido con las sentencias anuladas.

Este artículo es el primero de una serie de tres que se publicará esta semana.

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